Adiós, 2022

No te voy a engañar, 2022, tengo sentimientos encontrados contigo. Has sido un año duro a muchos niveles: casi cuatro meses de alquiler en un piso frío, oscuro e inhóspito; luego una mudanza agotadora que me dejó un dolor en el pie derecho durante tres meses; el acondicionamiento de nuestra nueva casa (que todavía no ha terminado), incluyendo un montaje de muebles del que he salido deslomado (literalmente: un dolor lumbar que todavía me dura); una vuelta a la oficina que me ha alterado por completo las rutinas que ya tenía establecidas; y, como guinda del pastel, un fin de año con positivo de coronavirus justo el día que salíamos para celebrar la Navidad con nuestros seres queridos, planes que hemos tenido que cancelar a última hora.

Pero, a cambio, he podido volver a ver a mis amigos Rodrigo y Miguel (si quiera brevemente), a quienes hacía años que no veía. Y, por primera vez, este año no me ha sobrevenido después esa tristeza, esa melancolía por su ausencia que siempre antes sentía. Puede ser que por fin me esté acostumbrando a esta nueva piel de padre de familia, o simplemente que el tiempo lo cura todo, como suele decirse.

Y también ha sido el año en el que el negocio de traducción especializada que arranqué hace ya tiempo ha empezado a coger inercia, con mucho esfuerzo, incertidumbre, dedicación e interés. La traducción me hace muy feliz. No solo porque sea un trabajo con el que realmente disfruto, sino porque además percibo que se valora y cada día aprendo cosas nuevas, cosas que me interesan.

Y, por supuesto, la nueva casa, o, mejor, nuestro nuevo hogar. Porque estamos adaptándolo a nosotros, a nuestro gusto, y estoy intentando convertirlo precisamente en eso: en nuestro hogar. Un lugar en el que estar a gusto, en el que poder desarrollarnos, en el que poder cultivarnos.

Toda esta actividad: mudanza, trabajo presencial, traducciones, paternidad, etc., han tenido un efecto inevitable en la escritura. Si mi producción antes ya era raquítica, este año se ha reducido al mínimo. La primera víctima ha sido el blog, por supuesto (no dejo de darle vueltas. Me gustaría hacer algo con él. Ya veremos). Pero, a cambio, han salido cuatro relatos de los que estoy muy satisfecho:

-          Allí abajo, en el n.º 20 de la revista Tártarus, que salió en enero de 2022.

-          El hijo pródigo, un relato lovecraftiano sobre Shub Niggurath de que estoy muy satisfecho, aunque no fuera seleccionado en la convocatoria. Necesitará un buen repaso, y no precisamente para recortarlo: hay partes que necesitan más desarrollo y otras que necesitan más clarificación. Hay parte de mí allí dentro.

-          La piedra gris, un relato de terror prehistórico, muy breve, que tampoco fue seleccionado, del que también estoy muy contento. Ese no creo que necesite nada más. Si acaso, me apetecería volver a ese mundo o a esos personajes.

-          La cornisa, un relato de body horror homoerótico que se me ocurrió paseando por Lekeitio durante las vacaciones de verano. El protagonista es un homosexual reprimido y un auténtico capullo, así que no creo que le guste a nadie.

Sigo luchando por terminar El viaje interior (título definitivo ¡por fin!), un largo relato weird sobre el confinamiento. Una cosa muy extraña y también muy personal. Me está costando mucho entrar en el esquema mental que necesito para abordar la última parte. Y estoy deseando terminarlo, porque cuando lo haga empezaré con un proyecto más largo que llevo ya tiempo acariciando, una novela corta de terror rural. Curiosamente fue hace cinco años, exactamente, que se ocurrió esa historia.

Además, en los últimos días de este año he retomado la escritura de un diario. La verdad es que hacía tiempo que le daba vueltas a la idea. Creo que me puede ayudar a superar el último periodo de sequía escritoril que estoy padeciendo, para encontrar la motivación necesaria. Por ahora, estoy contento con los resultados. Va sin frecuencia fija, pero sí constante.

El año también ha dejado unas cuantas lecturas muy interesantes, y algunas películas también. No se trata de glosar aquí lo mejor, ni las obras maestras, ni hacer listas, sino enseñar a quien le interese lo que me ha llamado la atención entre todo ello. Aquí están, con una o dos frases para cada una:

Lecturas:

Helpmeet (Naben Ruthnum. Undertow Publications): un body horror de época, espléndidamente escrito y tremendamente inquietante.

Al faro (Virginia Woolf): Una gozada de principio a fin, inolvidable, sugerente y magistral.

Grotespunk (John Tones, Applehead Teams): Tres relatos que van creciendo hasta desembocar en un desolador new weird levantino en primera persona que no quería que se acabara nunca.

Ghost Story (Peter Straub): Una obra escrita de manera muy consciente desde un momento y un lugar precisos y, sin embargo, muy actual, con varios niveles de lectura, atmosférica, detallista, desbordante y excesiva. Un clasicazo.

On Writing (Stephen King): creo que la descripción de su accidente, en la segunda parte del libro, es lo mejor que King ha escrito nunca.

Ghoul (Brian Keene): ¡menudo descubrimiento la figura y la obra de Keene! Inspirador y motivador.

The Pickwick Papers (Charles Dickens): un viaje a un tiempo, a un lugar y a unos personajes únicos, y con un estilo acojonante.

Occultation (Lair Barron): otra fantástica antología de relatos poblados de personajes atormentados, entidades atávicas y la naturaleza imponente del Pacífico Noroeste en los EE. UU.

Something Wicked This Way Comes (Ray Bradbury): qué decir de la obra maestra de Bradbury que no se haya dicho ya.

The Elementals (Michael McDowell): una novela de terror sureño y mansiones ominosas que deja varias imágenes memorables.

Hell House (Richard Matheson): El Everest de las novelas de casas encantadas.

The October Country (Ray Bradbury): quizá sea mi colección de relatos terroríficos favorita.

Relatos de Conan de Robert E. Howard: voy picoteando entre novela y novela los relatos de Conan de Howard, por orden cronológico. Generalmente los disfruto un montón, salvo cuando se pone a describir batallas, que cómo le gusta alargarse al muchacho. Este año me ha entrado un antojo de hincarle el diente a la fantasía oscura y pensé que esta era una buena forma de dar mis primeros pasos en el subgénero.

Películas

Halloween 4 (El regreso de Michael Myers): como buen purista que soy nunca me habían interesado las secuelas de Halloween más allá de la tercera, pero aquí me ha sorprendido una película notable que hace gala de una gran fotografía y una aproximación estética cercana a La matanza de Texas para renovar la franquicia con muchos aciertos y un final estupendo.

La abuela (Paco Plaza, 2021): creo sinceramente que es una de las grandes películas de terror de la cinematografía española.

Ad Astra (James Gray, 2019): una enormidad de cine de ciencia ficción en todos los aspectos.

Muertos y enterrados (Dan O Bannon, 1981): ¿cómo es que no me había enterado yo antes de esta peli? ¡Es una gozada!

The Howling (Joe Dante, 1981): lo sé, la tenía pendiente y soy lamentable por ello. Ese arranque, con ese montaje, me ha parecido maravilloso.

The Funhouse (Tobe Hooper, 1981): puta obra maestra. ¿La mejor peli sobre ferias después de Freaks?

La matanza de Texas 2 (Tobe Hooper, 1986): más grande, más loca, más bestia, más de todo.

The Gate (Tibor Takács, 1987): una joya sobre la infancia llena de ensoñación y sentido de la maravilla.

The Descent (Neil Marshall, 2005): hay alguna escena que me produjo tanta claustrofobia que llegué a plantearme pararla.

Point Break (Kathryn Bigelow, 1991): qué pedazo de directora y qué pedazo de secuencias de acción que te dan ganas de verlas en bucle todo el rato sin parar durante el resto de tu vida.

De origen desconocido (George P. Cosmatos, 1983), o la peli de la rata: qué montaje y qué bien contada una historia tan aparentemente sencilla, pero rebosante de subtexto.

Night of the Comet (Thom Eberhardt, 1984): peli ochentera apocalíptica llena de estilazo y centros comerciales desiertos, que eso mola siempre mogollón.

No One Gets Out Alive (Santiago Menghini, 2021): ¡por fin me dan miedo unos fantasmas! Y el puto bicho imposible ese del final se merece todos mis aplausos y mil reverencias. Y el edificio es muy agobiante.

Ginger Snaps (John Fawcet, 2000): interesantísima peli de maldición lobuna que marcó un hito por los temas tratados y por su punto de vista.

Titane (Julia Ducournau, 2021): qué cosa más perturbadora, por Dios.

Mandy (Panos Cosmatos, 2018): qué huevos tienes, Panos. ¡Qué huevos!

Dark Night of the Scarecrow (Frank Fe Felitta, 1981): el plano final más inquietante del cine de terror. Aunque el resto de la peli no se queda corto. Una gozada en todos los sentidos.

Wolfen (Michael Wadleigh, 1981): Profética. Hipnótica. Magnética. ¿Qué diablos pasó en 1981?

Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964): la primera peli de la Trilogía del dólar (que vi en mi más tierna infancia y me impresionó profundamente) no defrauda: frases lapidarias espetadas con el ceño fruncido y malos sudorosos y viperinos.

Otras cosas:

The Dark Word, el podcast de Philip Fracassi con entrevistas a autores y autoras del género en lengua inglesa, me ha encantado. Una pena que no haya renovado más temporadas. Hasta ahora, mi episodio favorito (aún no los he escuchado todos) es el de Alma Katsu sobre la documentación.

Me he marcado la firme resolución de retomar la lectura de comics, que he ido dejando por la sencilla razón de que se me olvida hacerlo (la edad, supongo). He empezado por terminar la serie de Alabaster de Caitlín R. Kiernan, que tenía a medias y me ha en-can-ta-do. Quiero más cosas de Dancy Flammarion así que tendré que zamburllirme en sus novelas y relatos. Por favor, señores dueños de las plataformas, hagan una serie de esto: es una puta pasada.

Siguiendo con las series y con la América profunda, Hap & Leonard (en filmin) es una chulada superrecomendable procedente de las novelas de Joe R. Lansdale.

Archive 81: nadie se acuerda ya de esta serie de terror lovecraftiano de Netflix, adaptación de un gran podcast de ficción. Una lástima, porque, aunque los dos últimos capítulos parecen pertenecer a otra serie distinta, los seis primeros son una absoluta maravilla de terror extraño, soterrado y lleno de sutilidad que incluyen una de las mejores sesiones de espiritismo jamás filmada y que, pese a la decepcionante aparición del monstruo, funcionan todos como un tiro hasta el apoteósico final del sexto episodio en el que se rompe la cuarta pared.

Curb Your Enthusiasm: imposible no partirse de risa con el genio de Larry David. Mis carcajadas se oían desde la calle. Me ha hecho más llevaderos algunos días jodidos, así que tenía que estar aquí. La mejor serie de comedia que yo haya visto.

Primal: es increíble lo bien que funciona una serie de animación sin diálogos sobre un cromañón y un T-Rex haciendo el bestia. Queremos más.

El Gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro es un regalo de puro amor al género y deberíamos estar todos agradecidos de que hoy en día se produzcan cosas así. El último episodio, The murmuring, de Jennifer Kent (directora de Babadook), es una obra de arte.

Logia 49: la segunda temporada de esta serie de Jim Gavin sigue el nivelón de escritura de la primera y yo solo quiero quedarme allí a vivir y contagiarme una poca de la ingenuidad de Sean “Dud” Dudley. Que no la renovaran es uno de los grandes fracasos de esta cultura de mierda que estamos construyendo. Déjate de soplapolleces de dragones y baby yodas: una de las mejores series que podrás ver, con gente real con problemas reales y una mirada certera y llena de vitriolo sobre la vergonzosa crisis de 2008 y el cambio de paradigma que esta supuso para la economía y la sociedad (y que, lamentablemente, no parece tener vuelta atrás). Por cierto, la selección musical es acojonante y hay una playlist en Spotify con todos los temas que me tiene enamorado.

Pero puede que en apartado audiovisual la obra que me ha parecido más interesante haya sido el ciclo de vídeos sobre The Backrooms de Kane Pixels que descubrí gracias a un tweet del autor Francisco Jota Pérez. La factura es impecable, son puro terror liminal y un pedazo de idea que llega a abrazar lo inquietante como pocas veces yo he visto.

Terminamos el año con algo que venía queriendo hacer desde hace tiempo: ver la serie clásica de Ghost Stories for Christmas de la BBC combinando cada episodio con la lectura del relato en el que se basan. Está siendo una experiencia muy disfrutona, no solo por el descubrimiento de la prosa de Montague Rhodes James, de quien no creo haber leído nada antes, o los episodios de la serie, que son fantásticos (y cada uno mejor que el anterior, salvo por el primero que es un Puta Obra Maestra), sino sobre todo por la expectación previa que cada lectura me genera: primero me leo el relato, normalmente la noche del día de antes, y al día siguiente veo el episodio correspondiente; pues bien, me he dado cuenta de que una de las cosas que más disfruto es la expectación acerca de cómo será adaptado el relato a la pantalla. Me hace imaginar y repensar el relato, y después me hace fijarme en las decisiones tomadas en la adaptación, los cambios introducidos, las actuaciones, los personajes, cómo se construye la narrativa… Aunque los primeros episodios son bastante literales, a medida que avanza la serie los guiones se van haciendo más complejos, añadiendo capas (motivaciones, personajes secundarios, etc.) en un trabajo de adaptación de una calidad enorme y que me parece digno de estudio y muy inspirador.

Pues eso es todo. Así ha transcurrido este año veleidoso. Al fin y al cabo, podría haber sido peor, ¿verdad? Vamos a por otro. ¡Feliz año nuevo, gente!

Os dejo con una foto de la nueva y flamante librería que hemos montado en el salón de nuestro nuevo hogar.

Lemanómetro de julio: presente

Vive sin futuro, como las bestias salvajes. Solo habita el momento presente, en una fuga continua, un mundo de sensualidad inmediata, tan carente de esperanza como de desesperación. Angela Carter, La cámara sangrienta.


Dicen que el presente no existe, que es solo un instante entre el pasado y el futuro, una cosa fugaz e imposible de atrapar, una corriente continua en la que nos vemos inmersos. Un puñado de arena que se escapa entre los dedos.

Dicen que, en realidad, el tiempo no existe, que es solo un ángulo de algo más grande, o algo distinto, tan distinto que es imposible de entender, y que el tiempo es una ilusión necesaria, en cierta manera, para otorgar algún sentido a nuestra existencia.

Dicen que esta ilusión es exigua en las mareas cósmicas del espaciotiempo, que somos una minúscula y despreciable mota de polvo en la inmensidad del vacío interestelar, y que la gravedad hambrienta terminará inexorablemente con nosotros, más tarde o más temprano.

Y, sin embargo, seguimos construyendo historias alrededor nuestro. Necesitamos construirlas para entender el mundo, para identificar causas y consecuencias a nuestro alrededor en un ejercicio de lógica al que nuestra inteligencia nos tiene condenados. Construimos narraciones de cualquier cosa, de nuestro día en el trabajo, de la quedada con nuestros amigos, de un partido de fútbol, de la última confrontación política o de nuestra vida íntima. Todos las necesitamos. Algunos exigen coherencia, o un final feliz. A otros esto nos da igual. La realidad puede ser fragmentaria y sin objeto, o puede tener un demiurgo que mueve los hilos sin que nos demos cuenta porque el tiempo pone cada cosa en su lugar. O quizá no. Lo importante es que a todos nos une esa misma necesidad de contar con una narración para entenderlo. Para entendernos.

Varias son las narraciones fragmentadas que han pasado por la Torre recientemente. Una de ellas es lo suficientemente breve y sugerente como para darle una oportunidad entre la ingente cantidad de información y entretenimiento que nos azota. Se trata de Crampton, el guion que Thomas Ligotti escribió en 1998 para un episodio de Expediente X, a iniciativa propia, porque nadie se lo había pedido. Contiene todos los elementos que se pueden esperar de él, aunque en un tono más ligero, y resulta divertido imaginarse el aparato visual mientras se recorren sus 41 páginas. De su lectura se desprende una afinidad con la serie y sus personajes por parte de Ligotti. Es una pena que no se rodara, porque creo que encaja bastante bien, aunque no soy buen juez porque nunca me interesó mucho una serie que siempre me pareció un pastiche un poco cutre de películas anteriores. El guion se cierra con uno de esos finales en círculo que a mí tanto me gustan.

American Psycho es otra gran narración fragmentada, aunque la palabra “narración” no hace justicia al rompecabezas esquizofrénico y paranoide, atiborrado de estímulos, que en realidad es, estableciéndose como una crítica feroz y desvergonzada a una época que nos condujo al momento actual, y de la que podemos entrever sus consecuencias en casi cualquiera de las noticias que pueblan nuestros informativos. La adaptación cinematográfica del año 2000 que, en principio, no me interesaba nada, se ha revelado como una obra inspiradísima, al acertar plenamente en el distanciamiento con el narrador y, por tanto, aumentar la acidez de la crítica y la comedia para, en el último tercio, cristalizar la magnífica puesta en escena en una conclusión no exenta de trascendencia. Adelantada a su tiempo.

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Volviendo a Ligotti, The Empty Man es la película de terror de la que todo el mundo hablaba hace apenas unas semanas. De nuevo, un final decepcionante para una película de terror única, que consigue la improbable hazaña de conjugar armónicamente el nihilismo del autor con la investigación al más puro estilo rolero y los sobresaltos del cine más palomitero. Pero donde encuentra la maestría, en mi modesta opinión, es en la encarnación del terror a plena luz del día, bien sea en las montañas tibetanas (terror blanco) o sobre la superficie de un puente. A pesar del final, magnífica.

También influencia del rol tiene 30 monedas, la serie para HBO de Álex de la Iglesia, que en la Torre hemos disfrutado como putos enanos. Creo que es una obra insólita en nuestro mercado y una señal de que puede que algo esté cambiando en la apreciación del género. Aunque tiene algunos altibajos, el primer episodio y los dos últimos (esa niebla blanca) son magistrales y, aunque el final deja un poco frío, tiene todo el sentido del mundo y cierra la historia de manera limpia y eficaz con una Macarena Gómez apabullante. Es nuestra ídola en la Torre y queremos más Macarena, todo el rato y sin parar.

Otra obra nacional de género que ha pasado por la Torre, si bien en otro medio, ha sido Carne y hueso, la novela ganadora del premio El Proceso, de Santiago Eximeno. La obra supone la sublimación de una metáfora grotesca sobre un mundo inquietantemente similar al nuestro, en un estilo lleno de ritmo y musicalidad, incluso lírico. Ha sido agradable encontrarse en un registro largo a este maestro del relato breve. Una lectura inolvidable.

Descubrí casi por casualidad una serie canadiense llamada Slasher en Netflix, de hace unos años, que va (¡sorpresa!) de un asesino en serie. Aunque va decayendo un poco, la primera temporada remonta con un quinto episodio espectacular y se va tornando cada vez más oscura, derivando hacia territorios cada vez más inquietantes. Nos ha recordado mucho a Twin Peaks en su retrato del pueblo norteamericano medio y su entorno, y no le habría venido mal un tiempo más reposado, que permitiera imbuirnos en esos exteriores tan bellos e inquietantes. Los personajes están bien definidos, y sus relaciones marcan el desarrollo de la trama. Supone, al fin y al cabo, un acertado encuentro entre el folletín y el slasher que sabe jugar bien sus cartas, aunque al final le falte algo de coherencia. En la Torre ha gustado mucho y seguiremos con la segunda temporada.

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Otra serie breve y autoconclusiva es Children of the Stones, del año 1976, que se puede ver completa en youtube añadiendo unos convenientes subtítulos en inglés para abrirse camino entre el farragoso acento de la Gran Bretaña rural. Es una joya de la televisión juvenil totalmente inapropiada para niños, una pesadilla folk-horror con ecos a Nigel Kneale que, pese a sus pocos medios, brilla con una realización de calidad (ese estupendo montaje paralelo en los clímax, por ejemplo). Está llena de ideas y le transporta a uno a un tiempo y un espacio de ensoñación.

En cambio, The Wire es una serie pegada a un presente duro y seco como el cemento de las calles de Baltimore de mitad de la década pasada, cuando en el mundo globalizado post 11-S estalló la Gran Recesión. Un mundo antipático, sucio y decadente. En la Torre nos hemos dado un atracón con las cinco temporadas completas. Mi favorita es la segunda, quizás por su relación con el cine negro más clásico, con ese oscuro antagonista (el “griego”) sobrevolando la trama. La tercera sigue funcionando bien, pese a la injerencia de la política en el argumento. Aunque la realización es casi perfecta, con un uso inteligente y compasivo de la elipsis, la abundancia en el infortunio, la degradación, la ambición desmedida, la cerrazón de los colectivos desfavorecidos como si de una maldición gótica se tratara y, lo que es preocupante en cuanto a la técnica narrativa, la falta de un personaje en el que anclar la empatía, conducen a la cuarta temporada hacia una oscuridad llena de podredumbre que se regodea en sí misma y su compromiso social, como una película cualquiera de Ken Loach, desembocando en la saturación, el hastío e incredulidad. Entendemos lo que se ha pretendido hacer (ese amplio y ambicioso mosaico de una sociedad y un tiempo determinado, que pareciera anclado en lo peor de los años 80 del pasado siglo), y que se ha conseguido en gran parte, pero a este espectador le ha llevado a la saturación total.

Cuesta un poco empezar con la lectura de La odisea (la obra clásica de Homero) en la edición de Alianza, porque la traducción es intencionadamente literal para mantenerla en su contexto, y no es fácil avanzar entre las repeticiones y la artificialidad de la sintaxis, aunque con un poco de esfuerzo se le va cogiendo el ritmo y, si se lee un canto al día (así es como llama a sus capítulos Homero, pues originalmente se trataba de un poema épico), se termina fácilmente en menos de un mes. Es interesante, desde el principio, la estructura de la obra, a base de esos capítulos de mediano tamaño que todavía seguimos utilizando, pero, sobre todo, el uso de Homero de dispositivos narrativos tan actuales como el cliffhanger (que incluso en alguna ocasión se permite desdeñar, cual Steven Moffat helénico) y la anticipación, que se vuelve casi insoportable en lo que concierne a la matanza de los pretendientes, pues el autor la demora hasta el extremo y más allá. Y le sale bien.

Esta vez, tsundoku para terminar:

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The Troop ya ha caído y narra la odisea de cinco chavales de 14 años que se ven sorprendidos por la irrupción, bastante desagradable, de un extraño en la isla en la que están pasando un fin de semana de acampada. Nick Cutter escribe muy bien, y extrae mineral precioso de sus personajes. Es una obra muy explícita, que fascina y repugna a partes iguales. No apta para estómagos sensibles; yo la he devorado.

Por lo demás, ensayística lovecraftiana, casas infestadas, diccionarios, rebajas en Taschen y caprichos varios. Seguimos acumulando.

Hasta la próxima. ¡Ah! Y no os olvidéis: La Torre os vigila.

Lemanómetro de mayo: pasado

En unos días cumpliré 45 años. La esperanza de vida en España (la mayor de Europa, según Google) es de 83,3 años. Eso quiere decir que hace tiempo que crucé mi ecuador, y yo sin darme cuenta. Estoy en tiempo de descuento. Podría decir que a partir de ahora todo es decadencia, pero estaría mintiendo, porque estoy inmerso en la que es una de las etapas más enriquecedoras de mi existencia.

Nací en 1976, en Valladolid. Es, como se dice en la capital, una ciudad de provincias. Lo cierto es que el calificativo tiene su sentido, porque al tiempo de salir de allí uno se da cuenta de que el tamaño de la comunidad prefigura gran parte de las aspiraciones y prejuicios de los miembros que la componen, entre ellas una percepción de clase determinada o un interés (en general no muy genuino: ustedes ya me entienden) por la vida del prójimo. Tampoco es que la capital sea un dicho de virtudes, pero ese es otro tema. Nunca me he sentido muy arraigado a ningún sitio en particular, y la acumulación me produce hartazgo.

Nuestra generación somos hijos de una abundancia que no siempre era fácil de alcanzar. En una ciudad de provincias, nuestros progenitores (hijos de la guerra) nos educaban en el ahorro y la contención cristiana que habían mamado en la posguerra. Es curioso como acontecimientos de hace 80 años se trasladan de generación en generación y siguen condicionando nuestra convivencia. Me refiero a la nauseabunda politización de la pandemia a la que se ha adherido dócilmente gran parte de la población, zombificada por unos medios de comunicación cuidadosamente diseñados por psicópatas para trastornar su entendimiento. La política lo pudre todo: es como una bacteria fecal.

Viene todo esto a cuento porque parece que en las últimas semanas han circulado por la Torre distintas obras en las que el pasado no parecía ser un factor estructural, sino más bien un líquido espeso que las empapara por completo. Obras que rezuman acontecimientos vividos o evocados en esta vida o en otras y cuya consunción supone la desaparición. O, quizás, puede que sencillamente me esté haciendo viejo y vea el pasado por todas partes.

No sé si puedo decir algo de Cumbres borrascosas que no se haya dicho ya. Yo me encontrado una obra que, pese a sus posibles defectos estructurales, abruma la sensibilidad del lector con una evocación continua de un pasado jamás explicitado, pero que pesa como una losa de implacable decadencia sobre las vidas de todos sus protagonistas. La venganza de Heathcliff se disfruta a través de sus parlamentos, de una crueldad suprema, hasta desembocar en un final de aromas inquietantes.

En Los profesionales, la película de Richard Brooks del 66 que se puede ver en Netflix, no es que el pasado emerja una y otra vez, es que los personajes son representaciones mismas de ese pasado, como cuadros o estatuas parlantes que recorren los paisajes desérticos de la frontera soltando unos diálogos asombrosos. Burt Lancaster se merienda la pantalla con unos increíbles 53 años, y Lee Marvin hace lo que puede ante semejante muestra de carisma. Jack Palance, como siempre, no necesita decir mucho para ser el puto amo de los malos. Un puto amo con el que, al final, empatizas. Ahí queda eso.

La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932) es, como su propio nombre indica, una isla desgajada en medio de un océano que uno no está seguro de si pertenece a un tiempo en concreto. Es un lugar de ensoñación desde su primera secuencia, que transmite más emoción y sentido de la maravilla que cualquier superproducción contemporánea. Te metes en ese barco y viajas hasta un sueño oscuro inmerso en la selva con un Charles Laughton como magnético maestro de una pesadilla informe que dirige desde una mansión que es otro personaje en sí mismo. Una isla para volver a ella una y otra vez.

La noche del demonio (Jacques Tourneur, 1957), en cambio, sí pertenece a un pasado concreto, pero es un lugar de transición, recorrido por personajes trajeados que transitan espacios liminales o fluidos como un avión, una estación, un hotel y otras heterotopías de la desviación, hasta que aparece la mansión de ese trasunto de Crowley, inmensa, a plena luz del día, rebosante de alegría infantil, y allí se desarrolla una escena inquietante llena de significantes, casi simbólica. Karswell es un personaje enigmático y atractivo (asertivo, que dirían ahora) y en la Torre queremos más seres como él en este mundo lijoso. No contento con esto, monsieur Tourneur te planta después una secuencia en el hotel que solo necesita de unos pasillos a media luz para generarte una angustia y desorientación que tardas días en olvidar.

Carnival of Souls (Herk Harvey) es fruto de otro pasado (1962), pero de un pasado en el que cuesta creer, de tan moderna que es. Uno encuentra pocas referencias a un momento concreto de la Historia, y el viaje que emprende Mary a principio de la película, hacia su nuevo trabajo, es más bien una transición hacia otro mundo, otro planeta, o quizá otro sueño. La música de órgano enfatiza la alucinación, y ella amasa las teclas con sus manos, como si la música fuera una masa dúctil para moldearla o sentirla entre sus dedos. La actuación de Candace Hilligoss es teatral, enajenada, ensimismada, onírica. La arquitectura es, de nuevo fundamental. El parque de atracciones es un laberinto, o una mansión gótica, y la residencia es algo parecido a una cárcel. Se hace un uso audaz de los silencios en las muy agobiantes escenas mudas. Es una película en la puedes perderte, que puede acabar hechizándote exactamente igual que a su protagonista.

Otra protagonista hechizada es Eleanor, en La maldición de Hill House (el libro de Shirley Jackson de 1959), traducción que no hace honor al argumento porque no hay maldiciones, pero sí un hechizo que no importa de dónde procede, pero que afecta a todos los protagonistas y en el que Eleanor se vuelca con toda la pasión de la que es capaz para acabar fusionándose con la casa en un híbrido aterrador. Jackson escribe como los ángeles y su principal referencia, me parece, es Otra vuelta de tuerca, tanto en el personaje femenino como en la multiplicidad de niveles de la historia. Llegué a coger una manía visceral contra Eleanor, hasta el punto de pensar que nunca he conocido a un personaje tan repugnantemente odioso como ella; es puro veneno con el que Jackson te hace empatizar a niveles aterradores. Sí, amigos, esto es terror auténtico, el que te llena de preguntas y te da pocas respuestas. Todo aquí es intencional porque todo está empapado por el hechizo de Hill House. En eso fue precisamente una obra pionera, en dar el protagonismo a la casa; y de ella han bebido todos los relatos de casas encantadas que han venido después. Podría decirse, incluso, que es la primera obra que, en puridad, trata de una casa encantada, porque todo lo anterior eran fantasmas. Aquí es la casa misma. Tal es la importancia de esta novela. Tanta, que hasta le pusieron el nombre a una cosa larguísima en Netflix que no tiene nada que ver con ella. En fin.

La lectura se puede complementar con la adaptación de Robert Wise del 63, ignorando el resto, sobre todo por vergüenza. Lo único que se le podría achacar a la peli es un frenesí desmedido en el arranque, aunque nosotros no lo vamos a hacer, dada su tremenda modernidad. La película es memorable por el duelo interpretativo de las dos mujeres protagonistas (Claire Bloom como Theo y Julie Harris como Eleanor), por la descomunal fotografía y puesta en escena en las que muestra a la casa como un escenario laberíntico e incomprensible que aplasta a los protagonistas en casi todos los planos, y por la soberbia realización de Wise que saca cientos de bitcoins de una escalera de caracol. Casi se les puede oír tintinear en su descenso por los peldaños. Sabio Wise.

También hay pasados que apenas se citan, que se intuyen, pero que condicionan todo el comportamiento de los personajes y que, por tanto, se puede decir que suponen la verdadera génesis. De Bradley, el protagonista de Brawl in Cell Block 99 (Craig Zaher, 2017), se nos dice que hizo algo de boxeo y que, en un momento dado, dejó de pelear. Enseguida vemos que es una mala bestia, capaz de destrozar un coche con sus propias manos, bajo esa cruz tatuada que se extiende por su cráneo. Conocemos a su jefe anterior, cuyos negocios están del otro lado de la ley. Un tipo en el que confía porque Bradley es un tío leal. Muy leal. La película es apabullante en su ritmo lento y sostenido hasta desembocar en una ola de violencia final que no redime nada. El posicionamiento de los personajes en el plano otorga significado a la trama y los caracteriza. Aquí toda la información es relevante y no sobra casi nada. Es una obra seca, contundente, con un actor en estado de gracia y cine con mayúsculas.

 El pasado también es un sitio al que volver, aunque nunca hayas estado allí. Un sábado por la mañana escuché en la radio este temazo de Frank Sinatra y su voz se quedó dando vueltas por mi cabeza, hasta que tuve que escuchar el disco entero y luego repasar toda su obra. Supongo que todo esto quiere decir que estoy madurando (o más bien envejeciendo). Pero me da igual. A mí me gustan mucho más los temas rápidos: el swing, que se decía entonces. La verdad es que no percibo una evolución muy pronunciada en un cantante que ya era un prodigio en su primer disco, pero prefiero el Sinatra un poco maduro, a partir de la década de los 60, que tiene ya una voz teñida por los años o el tabaco y empieza a hacer cosas asombrosas con un fraseo que, según me dicen, influiría en el de Miles Davis. En cualquier caso, a mí todos sus discos me alegran el día. Os dejo con este otro temazo de las Swing Sessions del 61 que es capaz de levantar a un muerto de su tumba. Ah, y con el tsundoku, claro. Eso tampoco puede faltar:

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El corazón condenado, de Clive Barker, lo recomendó John Tones en su curso de escritura y debo reconocer que es bastante mejor que Cabal. Su ambientación malsana está recorrida por la prosa sensual de Barker, que retuerce el tópico de la casa encantada en esta novela corta llena de sugerencias que con tan buenos resultados llevaría él mismo a la pantalla.

El resto lo componen una nueva oferta del Story Bundle (sobre horror cósmico, esta vez), el libro sobre escritura de Brian Keene, el último artefacto publicado por Eximeno (del que ya hablaremos), la primera colección de relatos de W. H. Pugmire publicada en español (y, ya que estaba, otra curiosidad de la misma editorial), un libro infantil que me fascinó de 1001 libros infantiles que leer antes de morir, el Krabat que tras ser glosado en Todo tranquilo en Dunwich me atrajo como una mosca a la miel, cosillas varias para la documentación de algunos proyectos y también algo de rol.

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El confinamiento ha hecho que vuelva a interesarme por el rol. La necesidad de aumentar nuestras existencias de juegos de mesa hizo que uno de los regalos de reyes fuera un juego de rol español pensado para niños, el Buscaduendes, que en la Torre está dando muy buen resultado. Una cosa llevó a la otra, y ahora estoy leyendo La llamada en su edición primigenia. En fin, que seguimos acumulando.

Si he dedicado esta entrada al pasado no solo ha sido porque haya palpitado en las distintas obras o noticias que han circulado por la Torre últimamente, sino también porque, en la forma de un proyecto profesional que ha estado gestándose durante más de dos años, por fin ha comenzado a cristalizar en mi presente. Ha sido un periplo con dudas y altibajos, pero también una de las etapas de mi vida en las que más cosas he aprendido. Ahora, cuando finalmente arranca el negocio, lo hacemos con precaución y las ideas claras. Y parece que no va mal, la cosa.

En fin, creo que me he extendido demasiado. Continuará. Mientras tanto, recordad: la Torre os vigila.

Lemanómetro de marzo: primavera

Hace ya más de un mes que no recopilo todo lo que ha ido pasando por mis manos. La verdad es que el mes de febrero se ha desvanecido como un suspiro y ya nos estamos adentrando en la primavera. Por lo menos, esa es la sensación que tengo al ver pasar el día desde las ventanas de la Torre: amanece antes, el sol gana altura y la luz adquiere una claridad y un brillo nuevos; apetece pasar más tiempo fuera de casa, pero obligaciones diversas nos lo impiden, además de una pandemia que se ha llevado por delante a 2,6 millones de personas. A todo esto se añade la próxima apertura de un nuevo bar en el barrio con una inmensa terraza cuyo desarrollo hemos podido seguir atentamente desde aquí arriba, cual jubilados detrás de una valla. Estamos deseando que abran para tener una excusa con la que bajar a la superficie.

En lo que a entradas literarias se refiere, aquí está nuestro tsundoku pendiente. Han entrado más cosillas, porque esto es un flujo que nunca para y seguimos acumulado, pero las dejo para una próxima entrada:

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The Boss in the Wall me decidí a comprarla porque se hablaba muy bien de ella en el reddit de literatura de terror. Veo, además, que estuvo nominada al Locus y al Nebula.

Harvest Home ya está leído. Es uno de los clásicos del folk horror y un libro escrito en los años setenta, en un estilo muy de la época que, por momentos, me recordaba a T.E.D. Klein. El protagonista narra en primera persona la llegada al idílico pueblo de Cornwall Coombe junto a su familia, huyendo de los agobios de la gran ciudad, y su descubrimiento progresivo del tapiz de creencias y relaciones que conforman el pasado, algo más siniestro, del lugar. El libro está escrito recreándose en los detalles que caracterizan pueblo, habitantes y costumbres, teniendo todos y cada uno de ellos una función en la trama. La primera mitad es una delicia y me dejé abandonar en esa aldea bucólica que se quedó anclada en el pasado, gracias el ritmo pausado y el estilo invisible del autor que, como si de un paseo fluvial se tratara, avanza lenta e inexorablemente hacia la torrencial desembocadura final, en la que la prosa de Tryon se regodea en todos los detalles de un clímax ritual para cerrar limpiamente la novela con una coda desoladora que incluye una pincelada sardónica.

Algunos otros libros de este tsundoku ya están siendo hojeados en pequeñas dosis, así que probablemente aparecerán por aquí en un futuro no muy lejano.

Entre las películas que han pasado por la Torre, ha habido agradables sorpresas y alguna que otra decepción. No os aburriré con las segundas:

El regreso de los muertos vivientes es la continuación que en 1985 Dan O’Bannon hizo del clásico de Romero, aportando un aire muy fresco que, en mi opinión, le vino muy bien para diferenciarse de la otra rama que seguiría Romero y mantenerse vigente durante décadas. Es una película cachondísima con un guión lleno de frases memorables (homenajes a la original incluidos) y unos efectos especiales sorprendentemente buenos. Un clásico.

Goodnight Mommy es una película austríaca ejecutada con mimbres de arte y ensayo sobre dos hermanos gemelos y una madre equívoca aislados en una casa en medio de la naturaleza. Podríamos simplificar y resumirla en un El otro versión moderna, porque tampoco cuenta nada nuevo y el giro se ve venir. Pero contiene ideas muy interesantes que no acaban de estar exploradas del todo, como la evocación de arquetipos (madre, doble, doppelgänger) acrecentados por esa ambientación en un hogar de líneas modernas que recuerda por momentos al cine de Lynch, o la influencia del pasado, que se queda solamente en una base para especular. Tampoco explora con decisión la naturaleza equívoca de la madre que, por breves instantes, me recordó a la del relato Madre de Philip Fracassi (de su antología Contemplad el vacío). Son decisiones narrativas que se alejan del género para mantenerse a toda costa en el arte y ensayo, en una recreación demasiado fría del cine de Haneke. La música de Olga Neuwirth aporta un acertado nivel de ensoñación a la historia.

Cuento de Navidad, de Paco Plaza es una historia que evoluciona por retorcidos meandros, con un comienzo maravillosamente cutre que se justifica totalmente al final, y que está muy bien escrita. Además, sale Loquillo interpretando a un héroe de acción cutre: ¿se puede pedir más? Sí: se queda uno con ganas de haber pasado más tiempo las atracciones de ese parque abandonado, porque los parques de atracciones son lugares fascinantes que creo que se han utilizado muy poco.

Navidades negras (Black Christmas), de Bob Clark es una precursora del slasher que se me había pasado desapercibida (tampoco es que yo sea un gran fan de ese subgénero). No obstante, es una magnífica película cuya historia parte de una leyenda urbana. Tiene pulso y una fotografía imponente. Creo que es una película fundamental para los amantes del género y poco reivindicada.

Testigo silencioso (The Silent Partner) es un thriller canadiense de finales de los 70 sobre el juego del gato y el ratón que un avispado empleado de banca emprende con un atracador. El recientemente fallecido Christopher Plummer hace una interpretación entregada de un tipo asqueroso, pero asiste atónico al despliegue de contención y empatía de Elliot Gould, interpretando a un tipo anodino que cuando empieza a saltarse las normas empieza a convertirse en un imán para bellas mujeres. En la Torre ha gustado mucho; ya no se hacen pelis así.

Estos son los condenados es una obra de Joseph Losey para la Hammer, hecha a rebufo del éxito de El pueblo de los malditos, que trasciende las limitaciones del blanco y negro para contarnos una historia desoladora y melancólica, con personajes que buscan infructuosamente la redención a través de diálogos inteligentes, muy autoconscientes. Dicen que es precursora de La naranja mecánica en su plasmación de la violencia juvenil, pero ese es un aspecto que para mí queda de lado junto a todo lo demás que ofrece la película. Una obra maestra de la ciencia ficción terrorífica que volveré a ver con toda probabilidad.

Por último, mencionar el atracón que me di a El tercer día, la serie de Richard Kelly (el creador de Utopía para Channel Four) con un esforzado Jude Law en medio de una historia de folk horror, incluyendo las doce horas en plano secuencia emitidas en directo por Sky Arts, que se pueden ver en esta página y en esta otra página de Facebook.

Quien se atreva a acercarse a esas doce horas comprobará que no es una narración al uso, sino una inmersión bastante atmosférica en una serie de preparativos y rituales, sin apenas diálogos y poniendo a prueba su paciencia, que solo se verá recompensada si uno se enfrenta a ella de manera contemplativa. De conseguirlo, tendrá el privilegio de asistir a una serie de cuadros de una belleza extática, pintados con una gama metálica y ocre, en los que el espectador se cuestiona constantemente cuánto hay de realidad y cuánto de teatralidad en el comportamiento de los personajes, que se entregan a una representación bastante realista del calvario y muerte de su dios, llena de influencias de la tradición cristiana (a mí varios momentos me recordaron las procesiones de Semana Santa de nuestro país). También se percibe sin mucho esfuerzo el trabajo profundo en el folklore inventado de la isla, que toma dioses y elementos muy realistas de tradiciones celtas, pero que nunca se acaba de explicar del todo, dejándole a uno con ganas de saber más. Nuestro esforzado Jude Law atraviesa en este calvario simulado distintas pruebas relacionadas con los cuatro elementos (por otro lado, muy presentes en toda la obra), ya sea una última cena sumergido en el mar hasta las caderas, el extenuante cavado de su propia tumba, la metafórica crucifixión sobre un mástil a merced del viento o la redención final a través del fuego, en un final algo equívoco que no acaba de conectar con el resto de la serie, ni en espíritu ni en argumento.

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Por el camino, no obstante, habremos asistido a momentos llenos de sugerencia, con una narrativa elusiva que permite poblar la imagen de nuestras reflexiones o simplemente contemplar su belleza, como el arranque ominoso por la calzada serpenteante que conduce a la isla, la procesión recorriendo el campo abierto bajo un cielo cuajado de nubes de cualidad pictórica, o el enloquecido baile final, con los aldeanos agitándose en un trance que remite irremediablemente al zombi o al infectado moderno.

En definitiva, Autumn es una experiencia inmersiva para saborear con otros ojos, dejándose llevar, y que, en su retrato de una isla que se aísla para celebrar sus tradiciones, está bastante más cerca de la actualidad de lo que pudiera uno pensar. Para quien quiera saber más, dejo aquí una entrevista a los creadores, y aquí un artículo sobre la emisión en vivo.

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En cuanto a la escritura, mi ritmo lento pero constante me ha permitido llegar a alrededor del 75% de una historia más larga de lo habitual sobre el confinamiento del año pasado, filtrada bajo el prisma del terror extraño y el enrarecimiento de la cotidianeidad. Necesitará revisiones varias, pero en general estoy contento con ella. La voy a tener que dejar en pausa durante unas semanas para atender las prácticas de un curso de escritura de género en el que me he metido, y una convocatoria para la que ya tengo algunas ideas que me apetece mucho escribir.

Sin más por el momento, se despide el morador de la Torre.

Y no lo olvidéis: os seguimos vigilando.

Lemanómetro de diciembre: viernes negro, podcasts y tierras del sueño

Queridos amigos, un mes más paso por aquí para entregar la ración de novedades que han pasado por la Torre últimamente.

Empezaré, sin más dilación, por la sección #tsundoku que, como siempre, va primero. Este mes ha estado compuesta, básicamente, por la oferta digital para el Black Friday de Undertow Publications, una editorial canadiense que me encanta, tanto por su estética como por su línea editorial.

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Con Country of the Worm, de Gary Myers, continúo explorando las Tierras del Sueño, una vez que he dado ya cuenta (otra vez) de la obra de Lovecraft. He de decir que La búsqueda en sueños de la ignota Kadath, una novela corta que me costó mucho encontrar en su día, ha caído varios enteros con la relectura: la encuentro llena de una peripecia que en ocasiones raya lo ridículo y parece que termina reduciendo las posibilidades de un escenario tan espectacular a unos pocos personajes y situaciones repetitivas. Puedes notar como al bueno de Howard se le van acabando las ideas a medida que avanzas por ella, y te quedas con una impresión como de que las Tierras del Sueño al final son cuatro amiguetes en una comarca. No obstante, hay que reconocer la enorme influencia que esta serie de Lovecraft ha tenido en los géneros de fantasía y de espada y brujería; al menos a mí se me ha hecho muy evidente al leerla. Bastante más me interesaron los relatos anteriores del autor, los más dunsanianos. Especialmente, el binomio de la Llave de plata. A través de las puertas me parece un esfuerzo muy meritorio por expresar lo inexpresable, aquello que se encuentra más allá del velo de la realidad: una auténtica proeza de relato.

Salem’s Lot, con todos sus defectos, lo he disfrutado muchísimo. Todo el nudo es magnífico, desde el arranque de la acción en la casa del profesor, cuando el libro sube y sube cual cohete elonmuskiano, hasta la penúltima noche en la que el pueblo se prepara para invernar. Es una lástima que el final se me quede un poco corto y algunas decisiones estructurales parezcan precipitadas. Aun así, es un pedazo de libro. Toca revisar la miniserie de Tobe Hooper, que es ya un clásico. Creo que será ya la cuarta vez que la vea. Está muy infravalorada, en mi opinión.

En territorio podcastero han caído (cómo no) lo último de Todo tranquilo en Dunwich, con un programa verdaderamente extraño dedicado a sectas ufológicas y fenómenos rarunos. Como siempre, su entusiasmo es contagioso y todas y cada una de sus reseñas le dan a uno mucho que pensar. Me estoy poniendo al día con Marea Nocturna, y este mes han caído sus dos entregas más recientes: la del cine de brujas creo que es uno de sus mejores episodios, totalmente imprescindible; en la de muñecos perversos (un tema que me apasiona) escucho cosas muy buenas sobre Dead Silence (que está en Netflix), así que intentaré verla. No está exenta de cierto riesgo, porque la primera peli que he visto del tal James Wan ha supuesto una terrible decepción: Insidious me decían daba mucho miedo, pero me resultó bastante banal y su antagonista, irrisorio (los señores en mallas con la cara pintada dejaron de asustarme hace tiempo). Además, ese combinado de viaje astral y posesiones que ofrecen como solución al misterio me resultó un batiburrillo indigesto que se descontrola en un final discotequero. Sin embargo, debo rescatar la secuencia del niño danzarín (que al principio confundí precisamente con un muñeco): ahí sí está muy bien conseguida la irrupción de lo extraño en un entorno seguro, doméstico, y a plena luz del día. Eso es, sin duda, lo mejor de la película.

Por la Torre han pasado un par de películas más de género: La Maldición de Rookford es un apreciable intento por hacer una historia clásica de fantasmas con una fotografía impresionante y un loable intento de tratar el trauma que trajeron los soldados supervivientes a la Primera Guerra Mundial, pero tiene el problema de que no se acaba de decantar por el terror, sino por el drama personal. Berberian Sound Studio es una frikada con montaje soberbio, alma críptica y una pretensión constante de trascender las dos dimensiones de la pantalla, cosa que sin duda consigue. La vi en Filmin, plataforma a la que he vuelto a suscribirme con la oferta del Black Friday, porque desde que me di de baja no hubo un solo día en que no dejara de arrepentirme de ello.

Respecto a series, hemos terminado con la primera temporada de The Wire: su último episodio es magnífico. Logia 49 crece y crece con cada episodio y actualmente me parece una puta maravilla. Me encanta y cuando apago la televisión no solo tengo una sonrisa de oreja a oreja, sino que me siento realmente feliz.

En lo que respecta a la escritura, por fin llegué a la cuarta y última revisión de un relato cuyo alumbramiento ha sido demasiado largo y penoso. Necesita opiniones externas. Mientras tanto, andamos terminando la documentación de una nueva idea, una cosa muy loca que no sé si va a funcionar, pero que me apetece mucho escribir. Hay por ahí alguna convocatoria interesante, pero no creo que pueda dedicarle todo el tiempo que se merece: he estado posponiendo desde hace meses otro proyecto, más largo, que no puedo eludir por más tiempo. Creo que el invierno le vendrá bien a esa historia.

Se acercan los meses más fríos del año. Este año hemos disfrutado de un otoño muy bueno, y bastante auténtico, en Madrid. La temperatura ha sido bastante agradable, hemos tenido unas cuantas nieblas, viento, y algo de lluvia. Desde la ventana de mi cámara en la Torre puedo ver, de vez en cuanto, bandadas de ánades en formación de punta de flecha, en plena migración, volando hacia occidente. Ayer capté un grupo de gaviotas. Me cuentan que viven de los basureros. A veces las veo en el lago artificial de parque.

Os deseo un feliz invierno, y felices saturnales también.

Recordad que seguimos vigilándoos desde la Torre.

Lemanómetro de noviembre: Halloween y la luna llena

Este año estamos disfrutando de un otoño verdadero, que se desliza lentamente hacia el invierno, aquí en Madrid. Las tardes se van enfriando paulatinamente, mientras las sombras se alargan y la sucesión de días soleados se ve interrumpida por ráfagas de días grises y húmedos. Ayer mismo bajó la niebla a primera hora de la mañana, y salir a correr por las calles vacías y blancas envuelto en esa fina humedad proporciona una belleza extática y fascinante. ¿Dónde están ahora todas las hordas de deportistas que invadían las calles a primera hora del día durante el confinamiento?, me pregunto. A veces da miedo pensar que tantas personas se pongan de acuerdo en hacer lo mismo a la vez. Cuando contemplaba por la ventana la salida de las ocho de la tarde, no podía evitar recordar aquellos planos de La invasión de los ultracuerpos.

Bueno, vamos al lío:

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Apes of Wrath es una antología de relatos sobre nuestros primos, monos, orangutanes, chimpancés y demás. Era el gratis de Tachyon del mes. El de este mes es Cutting Room. The Lonely y Dark Entries los pillé en una oferta de Amazon. Tuve un arrebato de leer a M.R. James, pero no recomiendo esa edición, ya que se trata solo de las cuatro o cinco historias que se añadieron a la edición de 1931, y no la colección completa (me ha fallado Delphi, esta vez). Weird Horror es la revista trendy del momento y la publica Undertow, la misma editorial que está detrás de Lost District, de Joel Lane; libro, autor y colección por los que tenía bastante curiosidad. Trick or Treat es una historia bastante bien documentada de Halloween que se lee muy bien. Los libros roleros de La llamada de Cthulhu forman parte de la documentación de un nuevo proyecto en el que estamos ahora inmersos. Y el libro trendy de este otoño es Infierno, de Érica Couto-Ferreira. Porque necesitas esa guía para cuando tengas que ir allí.

A Night in the Lonesome October me ha gustado bastante. La verdad es que lee como las pipas, casi sin darse cuenta. De hecho, cuesta limitarse al capítulo diario, pero yo soy un caballero estricto y disciplinado, y me he mantenido en los límites que marca la tradición. Tengo que reconocer que el final me dejó un regusto agridulce: acaba bien. En mi pútrido corazoncito latía la secreta esperanza de que ganaran los Antiguos. Si os dais cuenta, este año también ha habido luna llena en Halloween. Supongo que habrá sido un año de cierre, pero uno nunca sabe, pues los dioses exteriores asumen diferentes formas y se mimetizan entre nosotros bajo disfraces diversos: banqueros, CEOs, Elon Musk, el expresidente de Estados Unidos o la señorita que te llama de Vodafone para venderte una línea de teléfono.

Por la Torre han pasado algunas películas de género este mes: Under the Shadow, la peli de Babak Anvari anterior a Wounds, que reconozco que me ha decepcionado: la realidad política pesa como una losa sobre la metáfora de terror que intenta construir y que no acaba de concretarse con la solidez que yo hubiera preferido. Técnicamente es perfecta, eso sí. Slither (2006) me pareció bastante entretenida y además mantiene un imposible equilibrio entre la parodia y el terror con bastantes elementos atractivos y un retrato demoledor del pueblo estadounidense. Ya no se ruedan las localizaciones como se hacía en la época de La Montaña Embrujada (1975): los paisajes, las casas, incluso las calles de una ciudad parecen tener un significado, ser un personaje más. Las escenas del «castillo» del malvado que interpreta Ray Milland tienen un toque siniestro y Donal Pleasence me parece que crea un papelón de la nada: hace que el personaje se me quede corto. Rec4 me decepcionó bastante y me pareció una lástima que después de esa maravilla de frescura que era la tercera nos ofrecieran un episodio lleno de tópicos con un prota que no dejaba de recordarme a Pedro Sánchez. El bar, de Alex de la Iglesia es una gozada: la disfruté muchísimo, pese a algunas contradicciones de la historia y ese final atropellado. Constituye una escalada de paranoia y desconfianza de lecturas inquietantes. Actores y actrices, espectaculares todos y todas. Para terminar, Nightcrawler, peliculón con una interpretación apabullante y aterradora de Jake Gyllenhaal que es una metáfora bastante clara del neoliberalismo rampante post-2008. Esta sí que da miedo, miedo del de verdad.

Estoy revisando todas las historias de las Tierras del Sueño de Lovecraft, y probablemente lo amplíe a algún autor más, como Lumley o Myers. Me interesa especialmente el ángulo de este último, del que no he leído nada. Lo más interesante de Lovecraft para mí es la intersección entre el terror subterráneo y la maravilla dunsanyana. Hay veces que lo clava. La lectura seguida de todas ellas deja una sensación extraña, como episodios de un sueño confuso. He creado una lista en goodreads. Si creéis que falta algún título, decídmelo.

En el Club de Lectura ahora estamos leyendo Salem’s Lot. El libro engancha, aunque no está exento de cierta decepción. Era mi favorito de Stephen King, y a día de hoy lo noto algo anticuado, tanto en el fondo (ese tremebundo y exagerado retrato de los perdedores del pueblo que nos regala en la primera parte se me antoja bastante trasnochado), como en un estilo que King aún no acababa, creo, de dominar del todo. Aun así, aquí hay muchos aciertos. Por ejemplo, creo que el libro crece en los momentos intimistas, los diálogos entre los distintos personajes, todas las voces que es capaz de abarcar el autor que, aunque llenas de tópicos, los dotan de un realismo casi palpable. Es como si estuvieras allí, entre ellos, y esas personas son reales, llenas de defectos y manías que entiendes (y compartes) perfectamente.

Creo que esto es todo por ahora. Aunque llevo la fiesta en mi pútrido corazón durante todo el año, en la Torre celebramos Halloween a la manera hogareña: una calabaza, alguna pequeña decoración, fish & chips… Aquí os dejo nuestra jack’o’lantern:

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Cuidaros. Nosotros seguimos vigilándoos desde la Torre.

Sobre «Carta a la directora»

Mi relato Carta a la directora, que se ha incluido en el último número de Círculo de Lovecraft, nació y fue creciendo de forma un tanto peculiar. Me apetece contártelo, porque está muy relacionado con el contenido del relato en sí, y creo que puede complementarlo bastante bien.

El caso es que en cuanto vi, el pasado mes de mayo, la convocatoria de la revista Círculo de Lovecraft para su número dedicado a Stephen King, supe que tenía que participar. O intentarlo, al menos.

Con King tengo una relación especial: fue una de mis primeras lecturas serias y, probablemente, el autor que me hizo desear escribir. De hecho, apenas recuerdo haber leído algún otro libro antes de los suyos. Todo empezó cuando me crucé con la portada de It en el escaparate de una librería, en mi más tierna infancia. Lo que yo había leído hasta entonces no me había interesado mucho (ya sabes, las típicas lecturas infantiles y moñas de la época). Yo ya había empezado a cultivar por el terror una afición algo ensimismada, y cuando vi aquella portada ya no me la pude quitar de la cabeza. Se trataba de la portada con las letras escritas en sangre en la bañera[1]. Aquel dibujo disparó mi imaginación y empecé a inventarme la historia que podía esconderse detrás de aquella imagen. Leerlo fue un impulso imposible de resistir. Entonces devoré, uno tras otro, todos sus libros. Me aficioné tanto que llegaba a soñar con él por las noches. Recuerdo con mucho afecto que, por mi cumpleaños, mis tíos Santiago y Maribel, que eran mis padrinos de bautismo, me enviaban como regalo libros de King desde su ciudad. Cementerio de animales fue uno de ellos (y menudo regalazo para un chaval aficionado de finales de los ochenta, por cierto). Seguí con esta obsesión durante unos años, hasta llegar al agotamiento con El juego de Gerald. Ahí lo abandoné. Podría decirse que acabé saturado de Stephen King.

Con estos antecedentes, te podrás imaginar porqué sentía la necesidad de participar en la convocatoria. Además, a Círculo de Lovecraft le tengo un cariño especial, porque fue la revista en que publiqué mi primera historia, Transcripción de las notas manuscritas de un cuaderno encontrado en la habitación de una pensión en las afueras, en su número 11.

Así que me puse manos la obra. En aquel momento, en plena pandemia, estaba totalmente enfrascado en otro relato, algo más largo, que trataba precisamente sobre el confinamiento desde una perspectiva de lo extraño; una cosa bastante clásica, en realidad. Pero tenía problemas para encontrar el tono en algunas partes, así que lo aparté momentáneamente para ponerme con la convocatoria de la revista. Y ahí sigue, a día de hoy, apartado, el pobre. Espero volver a él pronto. Ahora ando enfrascado en la revisión de otra cosa que me tiene bastante desconcertado. Pero ese es otro tema.

El caso es que estuve dándole vueltas a la convocatoria sin tener muy claro qué hacer. Suele ocurrir: las ideas no caen del cielo, ni vienen cuando las necesitas. Sabía que quería hacer algo, pero no sabía el qué. Me puse a evaluar mis opciones: utilizar uno o varios de sus personajes y llevarlos en una nueva dirección (quizá algo más personal); también podía crear algo nuevo que perteneciera de manera incontestable a su universo particular; o emplear algún episodio de su propia vida como catalizador de alguna historia, quizá el famoso atropello, o su etapa de adicción a la cocaína. Si pillas la revista, verás que hay otros relatos en ella con cada uno de estos presupuestos que funcionan perfectamente. Yo les estuve dando vueltas a todos, pero no se me ocurría nada que me entusiasmara.

Entonces empecé a repasar los libros que había leído, y volvieron los recuerdos de aquella etapa de mi vida. Me percaté entonces de que escribir algo relacionado con Stephen King suponía un ejercicio que para mí tenía un componente sentimental. Recordé, con nostalgia, todo lo que King había significado entonces, y cuántos años hacía que lo tenía olvidado.

Pensé que si partía de estas vivencias probablemente tendría más opciones de éxito que de cualquier otra forma. Al fin y al cabo, cuando he empleado experiencias personales en mi obra el resultado siempre ha sido mucho mejor; eso es algo que se nota: notas que el texto palpita, que cobra algo de vida, aunque sea un hálito tembloroso y fugaz que enseguida se extingue bajo estas manos inexpertas.

Así que empecé a pensar qué podía hacer partiendo de mi experiencia vital con Stephen King. Fue en ese punto en que la idea principal surgió de manera natural: una carta. Una carta a la directora de la revista hablando de mi experiencia con la obra de King. Esto enseguida me entusiasmó. Era justo el combustible que necesitaba para empezar a trabajar: casi podía oír el ruido del motor calentándose, empezando a funcionar.

Es un momento fantástico, probablemente el mejor: cuando una idea te apasiona y empiezas a examinarla, encontrando ramificaciones, sugerencias y nuevas posibilidades, como si limpiaras de tierra una joya recién desenterrada, y fueras descubriendo poco a poco cada una de sus brillantes caras. Luego te pasas unas cuantas semanas tallándola y otras semanas más puliéndola hasta que acabas detestándola y te prometes ir al chino la próxima vez a comprar una baratija, en vez de ponerte a excavar por ahí.

Así que me puse con ello. Pero ¿cómo empezar? «Bueno —pensé— de la manera más honesta: con la vergonzosa escena de It, que ya cuando la leí me dejó picueto». Me gustó la idea: poner las cartas sobre la mesa desde el principio, deshacerse del muerto cuanto antes. Me daba la impresión de que el camino se allanaba a partir de ahí. Y en el momento que empecé a escribir eso, apareció por allí el autor de la carta con sus ideas acerca de lo que no funcionaba en esa escena. Ahí estaba entonces el núcleo del relato.

Lo demás vino solo.

Empecé a escribir enseguida. Me documenté rápidamente, releyendo algunas cosas muy concretas del autor para encontrar otras escenas que pudiera utilizar. La estructura se construyó prácticamente sola, a partir de la experiencia personal, que fui aliñando a conveniencia y con sumo deleite. La verdad es que escribirlo fue como la seda: un auténtico placer.

Lo revisé unas cuantas veces, lo envié relativamente pronto, y a descansar unos días. Luego se me echó el verano encima y surgieron otras cosas que han ido relegando al confinamiento a mi relato sobre el ídem.

Los seleccionadores han hecho un gran trabajo para leerse todas las propuestas y hacer una selección en la que, seguramente por error, está incluida mi carta. En fin, nadie es perfecto. Yo se lo agradezco. Por cierto, que habrá otro volumen de la revista también dedicado a King, porque decidieron que la calidad de muchos de los relatos justificaba, en esta ocasión, ampliar la revista.

Ah, se me olvidaba. Para no perder la costumbre, en Carta a la directora (como ya hice en Notas manuscritas…) incluí una frase extraída directamente de uno de los relatos a los que hace referencia. A ver si la encuentras.


[1] Por cierto, que me ha sido imposible encontrar en la web una imagen de esa portada. Y estoy seguro de que no es producto de mi imaginación. Si tú la encuentras por ahí, sería un puntazo que me la hicieras llegar, porque me encantaría volver a verla.