Lemanómetro de mayo: pasado

En unos días cumpliré 45 años. La esperanza de vida en España (la mayor de Europa, según Google) es de 83,3 años. Eso quiere decir que hace tiempo que crucé mi ecuador, y yo sin darme cuenta. Estoy en tiempo de descuento. Podría decir que a partir de ahora todo es decadencia, pero estaría mintiendo, porque estoy inmerso en la que es una de las etapas más enriquecedoras de mi existencia.

Nací en 1976, en Valladolid. Es, como se dice en la capital, una ciudad de provincias. Lo cierto es que el calificativo tiene su sentido, porque al tiempo de salir de allí uno se da cuenta de que el tamaño de la comunidad prefigura gran parte de las aspiraciones y prejuicios de los miembros que la componen, entre ellas una percepción de clase determinada o un interés (en general no muy genuino: ustedes ya me entienden) por la vida del prójimo. Tampoco es que la capital sea un dicho de virtudes, pero ese es otro tema. Nunca me he sentido muy arraigado a ningún sitio en particular, y la acumulación me produce hartazgo.

Nuestra generación somos hijos de una abundancia que no siempre era fácil de alcanzar. En una ciudad de provincias, nuestros progenitores (hijos de la guerra) nos educaban en el ahorro y la contención cristiana que habían mamado en la posguerra. Es curioso como acontecimientos de hace 80 años se trasladan de generación en generación y siguen condicionando nuestra convivencia. Me refiero a la nauseabunda politización de la pandemia a la que se ha adherido dócilmente gran parte de la población, zombificada por unos medios de comunicación cuidadosamente diseñados por psicópatas para trastornar su entendimiento. La política lo pudre todo: es como una bacteria fecal.

Viene todo esto a cuento porque parece que en las últimas semanas han circulado por la Torre distintas obras en las que el pasado no parecía ser un factor estructural, sino más bien un líquido espeso que las empapara por completo. Obras que rezuman acontecimientos vividos o evocados en esta vida o en otras y cuya consunción supone la desaparición. O, quizás, puede que sencillamente me esté haciendo viejo y vea el pasado por todas partes.

No sé si puedo decir algo de Cumbres borrascosas que no se haya dicho ya. Yo me encontrado una obra que, pese a sus posibles defectos estructurales, abruma la sensibilidad del lector con una evocación continua de un pasado jamás explicitado, pero que pesa como una losa de implacable decadencia sobre las vidas de todos sus protagonistas. La venganza de Heathcliff se disfruta a través de sus parlamentos, de una crueldad suprema, hasta desembocar en un final de aromas inquietantes.

En Los profesionales, la película de Richard Brooks del 66 que se puede ver en Netflix, no es que el pasado emerja una y otra vez, es que los personajes son representaciones mismas de ese pasado, como cuadros o estatuas parlantes que recorren los paisajes desérticos de la frontera soltando unos diálogos asombrosos. Burt Lancaster se merienda la pantalla con unos increíbles 53 años, y Lee Marvin hace lo que puede ante semejante muestra de carisma. Jack Palance, como siempre, no necesita decir mucho para ser el puto amo de los malos. Un puto amo con el que, al final, empatizas. Ahí queda eso.

La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932) es, como su propio nombre indica, una isla desgajada en medio de un océano que uno no está seguro de si pertenece a un tiempo en concreto. Es un lugar de ensoñación desde su primera secuencia, que transmite más emoción y sentido de la maravilla que cualquier superproducción contemporánea. Te metes en ese barco y viajas hasta un sueño oscuro inmerso en la selva con un Charles Laughton como magnético maestro de una pesadilla informe que dirige desde una mansión que es otro personaje en sí mismo. Una isla para volver a ella una y otra vez.

La noche del demonio (Jacques Tourneur, 1957), en cambio, sí pertenece a un pasado concreto, pero es un lugar de transición, recorrido por personajes trajeados que transitan espacios liminales o fluidos como un avión, una estación, un hotel y otras heterotopías de la desviación, hasta que aparece la mansión de ese trasunto de Crowley, inmensa, a plena luz del día, rebosante de alegría infantil, y allí se desarrolla una escena inquietante llena de significantes, casi simbólica. Karswell es un personaje enigmático y atractivo (asertivo, que dirían ahora) y en la Torre queremos más seres como él en este mundo lijoso. No contento con esto, monsieur Tourneur te planta después una secuencia en el hotel que solo necesita de unos pasillos a media luz para generarte una angustia y desorientación que tardas días en olvidar.

Carnival of Souls (Herk Harvey) es fruto de otro pasado (1962), pero de un pasado en el que cuesta creer, de tan moderna que es. Uno encuentra pocas referencias a un momento concreto de la Historia, y el viaje que emprende Mary a principio de la película, hacia su nuevo trabajo, es más bien una transición hacia otro mundo, otro planeta, o quizá otro sueño. La música de órgano enfatiza la alucinación, y ella amasa las teclas con sus manos, como si la música fuera una masa dúctil para moldearla o sentirla entre sus dedos. La actuación de Candace Hilligoss es teatral, enajenada, ensimismada, onírica. La arquitectura es, de nuevo fundamental. El parque de atracciones es un laberinto, o una mansión gótica, y la residencia es algo parecido a una cárcel. Se hace un uso audaz de los silencios en las muy agobiantes escenas mudas. Es una película en la puedes perderte, que puede acabar hechizándote exactamente igual que a su protagonista.

Otra protagonista hechizada es Eleanor, en La maldición de Hill House (el libro de Shirley Jackson de 1959), traducción que no hace honor al argumento porque no hay maldiciones, pero sí un hechizo que no importa de dónde procede, pero que afecta a todos los protagonistas y en el que Eleanor se vuelca con toda la pasión de la que es capaz para acabar fusionándose con la casa en un híbrido aterrador. Jackson escribe como los ángeles y su principal referencia, me parece, es Otra vuelta de tuerca, tanto en el personaje femenino como en la multiplicidad de niveles de la historia. Llegué a coger una manía visceral contra Eleanor, hasta el punto de pensar que nunca he conocido a un personaje tan repugnantemente odioso como ella; es puro veneno con el que Jackson te hace empatizar a niveles aterradores. Sí, amigos, esto es terror auténtico, el que te llena de preguntas y te da pocas respuestas. Todo aquí es intencional porque todo está empapado por el hechizo de Hill House. En eso fue precisamente una obra pionera, en dar el protagonismo a la casa; y de ella han bebido todos los relatos de casas encantadas que han venido después. Podría decirse, incluso, que es la primera obra que, en puridad, trata de una casa encantada, porque todo lo anterior eran fantasmas. Aquí es la casa misma. Tal es la importancia de esta novela. Tanta, que hasta le pusieron el nombre a una cosa larguísima en Netflix que no tiene nada que ver con ella. En fin.

La lectura se puede complementar con la adaptación de Robert Wise del 63, ignorando el resto, sobre todo por vergüenza. Lo único que se le podría achacar a la peli es un frenesí desmedido en el arranque, aunque nosotros no lo vamos a hacer, dada su tremenda modernidad. La película es memorable por el duelo interpretativo de las dos mujeres protagonistas (Claire Bloom como Theo y Julie Harris como Eleanor), por la descomunal fotografía y puesta en escena en las que muestra a la casa como un escenario laberíntico e incomprensible que aplasta a los protagonistas en casi todos los planos, y por la soberbia realización de Wise que saca cientos de bitcoins de una escalera de caracol. Casi se les puede oír tintinear en su descenso por los peldaños. Sabio Wise.

También hay pasados que apenas se citan, que se intuyen, pero que condicionan todo el comportamiento de los personajes y que, por tanto, se puede decir que suponen la verdadera génesis. De Bradley, el protagonista de Brawl in Cell Block 99 (Craig Zaher, 2017), se nos dice que hizo algo de boxeo y que, en un momento dado, dejó de pelear. Enseguida vemos que es una mala bestia, capaz de destrozar un coche con sus propias manos, bajo esa cruz tatuada que se extiende por su cráneo. Conocemos a su jefe anterior, cuyos negocios están del otro lado de la ley. Un tipo en el que confía porque Bradley es un tío leal. Muy leal. La película es apabullante en su ritmo lento y sostenido hasta desembocar en una ola de violencia final que no redime nada. El posicionamiento de los personajes en el plano otorga significado a la trama y los caracteriza. Aquí toda la información es relevante y no sobra casi nada. Es una obra seca, contundente, con un actor en estado de gracia y cine con mayúsculas.

 El pasado también es un sitio al que volver, aunque nunca hayas estado allí. Un sábado por la mañana escuché en la radio este temazo de Frank Sinatra y su voz se quedó dando vueltas por mi cabeza, hasta que tuve que escuchar el disco entero y luego repasar toda su obra. Supongo que todo esto quiere decir que estoy madurando (o más bien envejeciendo). Pero me da igual. A mí me gustan mucho más los temas rápidos: el swing, que se decía entonces. La verdad es que no percibo una evolución muy pronunciada en un cantante que ya era un prodigio en su primer disco, pero prefiero el Sinatra un poco maduro, a partir de la década de los 60, que tiene ya una voz teñida por los años o el tabaco y empieza a hacer cosas asombrosas con un fraseo que, según me dicen, influiría en el de Miles Davis. En cualquier caso, a mí todos sus discos me alegran el día. Os dejo con este otro temazo de las Swing Sessions del 61 que es capaz de levantar a un muerto de su tumba. Ah, y con el tsundoku, claro. Eso tampoco puede faltar:

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El corazón condenado, de Clive Barker, lo recomendó John Tones en su curso de escritura y debo reconocer que es bastante mejor que Cabal. Su ambientación malsana está recorrida por la prosa sensual de Barker, que retuerce el tópico de la casa encantada en esta novela corta llena de sugerencias que con tan buenos resultados llevaría él mismo a la pantalla.

El resto lo componen una nueva oferta del Story Bundle (sobre horror cósmico, esta vez), el libro sobre escritura de Brian Keene, el último artefacto publicado por Eximeno (del que ya hablaremos), la primera colección de relatos de W. H. Pugmire publicada en español (y, ya que estaba, otra curiosidad de la misma editorial), un libro infantil que me fascinó de 1001 libros infantiles que leer antes de morir, el Krabat que tras ser glosado en Todo tranquilo en Dunwich me atrajo como una mosca a la miel, cosillas varias para la documentación de algunos proyectos y también algo de rol.

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El confinamiento ha hecho que vuelva a interesarme por el rol. La necesidad de aumentar nuestras existencias de juegos de mesa hizo que uno de los regalos de reyes fuera un juego de rol español pensado para niños, el Buscaduendes, que en la Torre está dando muy buen resultado. Una cosa llevó a la otra, y ahora estoy leyendo La llamada en su edición primigenia. En fin, que seguimos acumulando.

Si he dedicado esta entrada al pasado no solo ha sido porque haya palpitado en las distintas obras o noticias que han circulado por la Torre últimamente, sino también porque, en la forma de un proyecto profesional que ha estado gestándose durante más de dos años, por fin ha comenzado a cristalizar en mi presente. Ha sido un periplo con dudas y altibajos, pero también una de las etapas de mi vida en las que más cosas he aprendido. Ahora, cuando finalmente arranca el negocio, lo hacemos con precaución y las ideas claras. Y parece que no va mal, la cosa.

En fin, creo que me he extendido demasiado. Continuará. Mientras tanto, recordad: la Torre os vigila.