Lemanómetro de julio: presente

Vive sin futuro, como las bestias salvajes. Solo habita el momento presente, en una fuga continua, un mundo de sensualidad inmediata, tan carente de esperanza como de desesperación. Angela Carter, La cámara sangrienta.


Dicen que el presente no existe, que es solo un instante entre el pasado y el futuro, una cosa fugaz e imposible de atrapar, una corriente continua en la que nos vemos inmersos. Un puñado de arena que se escapa entre los dedos.

Dicen que, en realidad, el tiempo no existe, que es solo un ángulo de algo más grande, o algo distinto, tan distinto que es imposible de entender, y que el tiempo es una ilusión necesaria, en cierta manera, para otorgar algún sentido a nuestra existencia.

Dicen que esta ilusión es exigua en las mareas cósmicas del espaciotiempo, que somos una minúscula y despreciable mota de polvo en la inmensidad del vacío interestelar, y que la gravedad hambrienta terminará inexorablemente con nosotros, más tarde o más temprano.

Y, sin embargo, seguimos construyendo historias alrededor nuestro. Necesitamos construirlas para entender el mundo, para identificar causas y consecuencias a nuestro alrededor en un ejercicio de lógica al que nuestra inteligencia nos tiene condenados. Construimos narraciones de cualquier cosa, de nuestro día en el trabajo, de la quedada con nuestros amigos, de un partido de fútbol, de la última confrontación política o de nuestra vida íntima. Todos las necesitamos. Algunos exigen coherencia, o un final feliz. A otros esto nos da igual. La realidad puede ser fragmentaria y sin objeto, o puede tener un demiurgo que mueve los hilos sin que nos demos cuenta porque el tiempo pone cada cosa en su lugar. O quizá no. Lo importante es que a todos nos une esa misma necesidad de contar con una narración para entenderlo. Para entendernos.

Varias son las narraciones fragmentadas que han pasado por la Torre recientemente. Una de ellas es lo suficientemente breve y sugerente como para darle una oportunidad entre la ingente cantidad de información y entretenimiento que nos azota. Se trata de Crampton, el guion que Thomas Ligotti escribió en 1998 para un episodio de Expediente X, a iniciativa propia, porque nadie se lo había pedido. Contiene todos los elementos que se pueden esperar de él, aunque en un tono más ligero, y resulta divertido imaginarse el aparato visual mientras se recorren sus 41 páginas. De su lectura se desprende una afinidad con la serie y sus personajes por parte de Ligotti. Es una pena que no se rodara, porque creo que encaja bastante bien, aunque no soy buen juez porque nunca me interesó mucho una serie que siempre me pareció un pastiche un poco cutre de películas anteriores. El guion se cierra con uno de esos finales en círculo que a mí tanto me gustan.

American Psycho es otra gran narración fragmentada, aunque la palabra “narración” no hace justicia al rompecabezas esquizofrénico y paranoide, atiborrado de estímulos, que en realidad es, estableciéndose como una crítica feroz y desvergonzada a una época que nos condujo al momento actual, y de la que podemos entrever sus consecuencias en casi cualquiera de las noticias que pueblan nuestros informativos. La adaptación cinematográfica del año 2000 que, en principio, no me interesaba nada, se ha revelado como una obra inspiradísima, al acertar plenamente en el distanciamiento con el narrador y, por tanto, aumentar la acidez de la crítica y la comedia para, en el último tercio, cristalizar la magnífica puesta en escena en una conclusión no exenta de trascendencia. Adelantada a su tiempo.

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Volviendo a Ligotti, The Empty Man es la película de terror de la que todo el mundo hablaba hace apenas unas semanas. De nuevo, un final decepcionante para una película de terror única, que consigue la improbable hazaña de conjugar armónicamente el nihilismo del autor con la investigación al más puro estilo rolero y los sobresaltos del cine más palomitero. Pero donde encuentra la maestría, en mi modesta opinión, es en la encarnación del terror a plena luz del día, bien sea en las montañas tibetanas (terror blanco) o sobre la superficie de un puente. A pesar del final, magnífica.

También influencia del rol tiene 30 monedas, la serie para HBO de Álex de la Iglesia, que en la Torre hemos disfrutado como putos enanos. Creo que es una obra insólita en nuestro mercado y una señal de que puede que algo esté cambiando en la apreciación del género. Aunque tiene algunos altibajos, el primer episodio y los dos últimos (esa niebla blanca) son magistrales y, aunque el final deja un poco frío, tiene todo el sentido del mundo y cierra la historia de manera limpia y eficaz con una Macarena Gómez apabullante. Es nuestra ídola en la Torre y queremos más Macarena, todo el rato y sin parar.

Otra obra nacional de género que ha pasado por la Torre, si bien en otro medio, ha sido Carne y hueso, la novela ganadora del premio El Proceso, de Santiago Eximeno. La obra supone la sublimación de una metáfora grotesca sobre un mundo inquietantemente similar al nuestro, en un estilo lleno de ritmo y musicalidad, incluso lírico. Ha sido agradable encontrarse en un registro largo a este maestro del relato breve. Una lectura inolvidable.

Descubrí casi por casualidad una serie canadiense llamada Slasher en Netflix, de hace unos años, que va (¡sorpresa!) de un asesino en serie. Aunque va decayendo un poco, la primera temporada remonta con un quinto episodio espectacular y se va tornando cada vez más oscura, derivando hacia territorios cada vez más inquietantes. Nos ha recordado mucho a Twin Peaks en su retrato del pueblo norteamericano medio y su entorno, y no le habría venido mal un tiempo más reposado, que permitiera imbuirnos en esos exteriores tan bellos e inquietantes. Los personajes están bien definidos, y sus relaciones marcan el desarrollo de la trama. Supone, al fin y al cabo, un acertado encuentro entre el folletín y el slasher que sabe jugar bien sus cartas, aunque al final le falte algo de coherencia. En la Torre ha gustado mucho y seguiremos con la segunda temporada.

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Otra serie breve y autoconclusiva es Children of the Stones, del año 1976, que se puede ver completa en youtube añadiendo unos convenientes subtítulos en inglés para abrirse camino entre el farragoso acento de la Gran Bretaña rural. Es una joya de la televisión juvenil totalmente inapropiada para niños, una pesadilla folk-horror con ecos a Nigel Kneale que, pese a sus pocos medios, brilla con una realización de calidad (ese estupendo montaje paralelo en los clímax, por ejemplo). Está llena de ideas y le transporta a uno a un tiempo y un espacio de ensoñación.

En cambio, The Wire es una serie pegada a un presente duro y seco como el cemento de las calles de Baltimore de mitad de la década pasada, cuando en el mundo globalizado post 11-S estalló la Gran Recesión. Un mundo antipático, sucio y decadente. En la Torre nos hemos dado un atracón con las cinco temporadas completas. Mi favorita es la segunda, quizás por su relación con el cine negro más clásico, con ese oscuro antagonista (el “griego”) sobrevolando la trama. La tercera sigue funcionando bien, pese a la injerencia de la política en el argumento. Aunque la realización es casi perfecta, con un uso inteligente y compasivo de la elipsis, la abundancia en el infortunio, la degradación, la ambición desmedida, la cerrazón de los colectivos desfavorecidos como si de una maldición gótica se tratara y, lo que es preocupante en cuanto a la técnica narrativa, la falta de un personaje en el que anclar la empatía, conducen a la cuarta temporada hacia una oscuridad llena de podredumbre que se regodea en sí misma y su compromiso social, como una película cualquiera de Ken Loach, desembocando en la saturación, el hastío e incredulidad. Entendemos lo que se ha pretendido hacer (ese amplio y ambicioso mosaico de una sociedad y un tiempo determinado, que pareciera anclado en lo peor de los años 80 del pasado siglo), y que se ha conseguido en gran parte, pero a este espectador le ha llevado a la saturación total.

Cuesta un poco empezar con la lectura de La odisea (la obra clásica de Homero) en la edición de Alianza, porque la traducción es intencionadamente literal para mantenerla en su contexto, y no es fácil avanzar entre las repeticiones y la artificialidad de la sintaxis, aunque con un poco de esfuerzo se le va cogiendo el ritmo y, si se lee un canto al día (así es como llama a sus capítulos Homero, pues originalmente se trataba de un poema épico), se termina fácilmente en menos de un mes. Es interesante, desde el principio, la estructura de la obra, a base de esos capítulos de mediano tamaño que todavía seguimos utilizando, pero, sobre todo, el uso de Homero de dispositivos narrativos tan actuales como el cliffhanger (que incluso en alguna ocasión se permite desdeñar, cual Steven Moffat helénico) y la anticipación, que se vuelve casi insoportable en lo que concierne a la matanza de los pretendientes, pues el autor la demora hasta el extremo y más allá. Y le sale bien.

Esta vez, tsundoku para terminar:

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The Troop ya ha caído y narra la odisea de cinco chavales de 14 años que se ven sorprendidos por la irrupción, bastante desagradable, de un extraño en la isla en la que están pasando un fin de semana de acampada. Nick Cutter escribe muy bien, y extrae mineral precioso de sus personajes. Es una obra muy explícita, que fascina y repugna a partes iguales. No apta para estómagos sensibles; yo la he devorado.

Por lo demás, ensayística lovecraftiana, casas infestadas, diccionarios, rebajas en Taschen y caprichos varios. Seguimos acumulando.

Hasta la próxima. ¡Ah! Y no os olvidéis: La Torre os vigila.