Este relato de 8.200 palabras es la continuación, exactamente un año después, de los sucesos narrados en Truco. Igual os apetece leerlo aquí. Feliz Halloween.
Trato
La casa del viejo podrido volvía a tener un esqueleto colgado de su puerta. Era exactamente igual que el del año anterior: una figura cutre de plástico enganchada en la mirilla. Su cráneo desproporcionado devolvía una sonrisa torcida, como si supiera de antemano que Guille estaba secretamente deseando volver a encontrarse con él.
Aquello le hacía sentir culpable, claro. Se preguntaba si debía contarles a sus amigos que había vuelto a ver el esqueleto. En ese caso, ¿qué excusa iba a poner? No tenía ninguna explicación para su presencia en ese piso, pues no le pillaba precisamente de camino. De hecho, había ido expresamente allí para comprobarlo.
La idea había empezado a surgir a principios de octubre, cuando los días empezaban a acortarse, las sombras a alargarse y desde el norte aterrizaba la brisa fresca del otoño para reavivar sus recuerdos. En esas fechas Guille se relamía con anticipación por la celebración de su fiesta favorita y no pudo evitar rememorar los inexplicables sucesos del año pasado, que desembocaron en la desaparición de Diego. La casa vacía. La consternación de todo el vecindario. La incredulidad de los adultos. Y al final, el rostro del padre de su amigo, como una máscara de cera descomponiéndose bajo la luz artificial del descansillo.
Los habían interrogado a todos, y todos ellos habían contado la misma historia. Los habían examinado psicólogos. Habían entrevistado a sus padres, a sus profesores, a sus compañeros de colegio. Incluso habían puesto a un detective durante varias semanas a vigilar sus movimientos (aquello no se lo habían dicho, pero era bastante obvio, siempre el mismo tipo dando vueltas por el barrio, a la salida y a la entrada del cole, en las extraescolares o cuando salían juntos por ahí). Al final, aparentemente, los dejaron en paz y no volvieron a saber más. Se quedaron con la ausencia de Diego: un hueco que, de alguna manera, los acompañaba siempre, como ya hiciera el hueco de su madre antes que él. A veces le daba la impresión de que realmente podía sentirlo entre ellos: uno más, silencioso y transparente. Casi podía oir su risa llegando desde aquel hueco que parecía sólido.
Y, pese a todo, la idea se había abierto camino en su mente de forma poderosa: si la casa ya estaba vacía el año pasado, ¿por qué no iba a reaparecer el esqueleto este año? A partir de entonces no pudo dejar de pensar en ello. Se había pasado todo el año rememorando aquel viaje terrible: los gritos ensordecedores del cerdo y su garganta estirada como un lienzo; las radiantes nubes blancas que cruzaban el cielo a su compás; la sonrisa de aquella chica con sus labios rosáceos como una herida abierta alrededor de su dentadura perfecta.
Nunca había sido capaz de confesar a sus amigos las sensaciones que esa experiencia había despertado en él. Cuando salía el tema, despachaba su historia con desdén, como si se hubiera tratado de algún truco barato de magia. En realidad, le avergonzaba reconocer toda la potencia que aquel recuerdo despertaba en su interior. Jamás había sentido nada igual. Y esa misma energía es la que le había llevado allí aquella tarde de Halloween.
—Vaya, ¿tú también por aquí?
Casi dio un salto al oir aquello. Pedro estaba junto a él, mirando el esqueleto. Por toda respuesta, asintió con la cabeza.
—¿Serán unos vecinos nuevos?
—¿Con el mismo esqueleto?
Pedro resopló.
—Ha vuelto. El viejo podrido.
—No jodas. No puede ser real —dijo Guille.
—¿Por qué no?
Guille llevó la mano a la figura. Necesitaba cerciorarse. A medida que se acercaba, le temblaban los dedos. Se detuvo a unos centímetros de ella. Dudó. El puto esqueleto aquel le daba mala espina. ¿Y si le pasaba algo al tocarlo? ¿Podría electrocutarle? ¿O lanzarle algún tipo de rayo maléfico, como en las pelis de fantasmas? ¿Quizá una maldición? ¿Pudrirle la mano?
—¿A qué coño esperas, bro? —dijo Pedro.
Guille se humedeció los labios con la lengua. Respiró y acercó la mano casi hasta el borde del cráneo de plástico. Esperó sentir una onda, un chispazo, un golpe de calor… cualquier cosa. Pero no notó nada. Acercó el dedo y tocó el esqueleto. No era más que una superficie tibia de plástico cutre y grisáceo. Se guardó la mano en el bolsillo, como si se avergonzara de ella.
—Bueno, pues es real —confirmó Guille.
—Vale, crack.
Guille dio un paso atrás.
—Puto cabrón. Seguro que es él. ¿Qué hacemos? ¿Llamamos?
—¡Qué dices, tío! ¡Espera! Vamos a hablar con Jose —contestó Pedro.
—Buf. No sé yo...
Jose había cambiado, después del Halloween del año pasado. Se volvió retraído, hosco, desdeñoso. Evitaba hablar de ello, lo cual no era extraño porque todos lo hacían, pero tendía a contestar con monosílabos. Estuvo yendo al psicólogo. También le cambió la voz y le empezó a salir barba y bigote. El pack completo, vaya.
—Tal y como yo lo veo, o nos vamos y lo dejamos pasar, o se lo contamos a Jose —dijo Guille.
—Si lo dejamos pasar, ¿quién te dice que no vendrán los críos de la urba a llamar a la puerta?
—¿Cuánto queda para que empiecen la ronda?
—Un par de horas.
—Ya.
Miraron al esqueleto, que los observaba con una sonrisa torcida.
—Yo no quiero dejarlo pasar —dijo Guille.
—Yo tampoco.
—Pues venga, vamos a contárselo a Jose.
Jose salió de casa con su sempiterno look de chándal negro y pelazo taper fade. Se lo llevaron al patio de la urbanización con cualquier excusa y buscaron un sitio apartado para hablar.
—Ha vuelto —dijo Pedro.
—¿Cómo?
—Que ha vuelto —confirmó Guille.
Jose miró a uno y luego al otro, incrédulo. Se alejó un par de pasos y negó con la cabeza.
—No tiene gracia, gilipollas.
—No es coña, Jose.
—¡Iros a la mierda, anda! Seréis pringaos…
Pedro cogió a su amigo de la manga.
—Vamos. Venga, que te lo enseñamos.
—¡Déjate de hostias, imbécil!
—¡Que es verdad, cojones! ¡Que ha vuelto! Hay un esqueleto en su puerta, como el año pasado.
—¡Que no, hostia, que no! Será algún gilipollas que lo ha puesto ahí, para hacerse el gracioso, joder.
Aquello no se les había ocurrido.
—Pues vaya mierda de broma. Me cago en su putísima madre —soltó Guille.
—¡No, hombre! ¿Quién iba a querer en el edificio gastar una broma así, después de toda la mierda que tuvimos que pasar? —dijo Pedro.
—Y yo qué coño sé. Cualquier puto crío, joder. Si es que no os enteráis de nada.
—No sé, tío.
—Igual lo habéis puesto alguno de vosotros —sugirió Jose.
—¡Y una mierda! ¡Cómeme el nabo, hombre! —gritó Guille.
—¿Vosotros os creéis que soy idiota o qué? ¡Dejad de tocarme los huevos ya, hostia!
—Joder, tíos, vamos a calmarnos un poco —medió Pedro—. Te juramos que es verdad, Jose. Este y yo estamos tan flipados como tú. Pensábamos llamar a la puta puerta, pero hemos pensado en contártelo antes.
Jose empezó a andar en círculos, entre cabreado y confuso.
—No me jodáis, no me jodáis. Llamar a la puerta. Hay que joderse. Hay que ser imbécil, tíos. Manda cojones…
—¿Qué pasa, te faltan huevos? —atacó Guille.
Jose se paró en seco y le lanzó una mirada asesina detrás de su flequillito oscuro.
—Venga, coño, que no muerde —añadió Guille.
—Serás puto payaso. Cobarde tu puta madre, chaval. Me cago en dios… —respondió, y volvió a caminar en círculos—. No. ¡No! Paso, joder. Además, ¿qué mas da? Dejadlo y ya está. Yo me vuelvo a casa. Que os den por culo. Pringaos.
Echó a andar de vuelta a su portal.
—Y los demás críos ¿qué? —dijo Guille.
—Qué. Y a mí que más me da, cojones —respondió, sin darse la vuelta.
—Que si llaman y es él ¿qué?
Jose se paró en seco.
—Si es el puto viejo ese… yo qué sé —dijo, haciendo un aspaviento—. Que se apañen, joder. Nosotros ya tuvimos lo nuestro.
—Venga Jose, no me jodas.
—¿Pero qué coño no entendéis, joder? ¡No pienso volver a pasar otra vez por esa mierda!
Se alejó unos metros, chasqueó la lengua y volvió a ponerse a andar en círculos, mascullando algo incomprensible.
—Venga, Jose. Vamos a verlo. Solo para comprobarlo, nada más.
Se detuvo y los miró detrás de su flequillo. A Guille aquella mirada le pareció distinta. Había desaparecido el desdén habitual en él, para ser sustituido por algo similar al miedo.
—¿Solo comprobarlo?
—Solo comprobarlo, Jose, joder. No es más que un puto esqueleto de plástico, hostia.
—Putos chinaos. Me cago en mi vida, joder.
Subieron por las escaleras. Jose no había vuelto a coger un ascensor desde la noche de Halloween del año pasado.
Cuando llegaron, el esqueleto aún seguía allí. Pero la puerta estaba entornada. Un rectángulo alargado y silencioso de penumbra los dio la bienvenida.
—Eeeeeh. No. Me. Jo. Das.
—Vale, vámonos —dijo Jose.
—Espera, hombre, espera.
—Pero qué dices, Guille. ¿Tú estás pirao? Vámonos de aquí cagando hostias, tío.
Guille lo miró de reojo. La puerta estaba abierta y esa oscuridad le producía cosquillitas en el estómago. Aquella puerta solo se abría una vez al año. No lo iba a dejar pasar.
—Tío, piensa en Diego.
—Qué pasa con Diego.
—Joder, que igual está ahí dentro, tío.
—Qué coño dices, tronco.
—Sí, joder. A ver, piensa un poco. Diego desapareció aquí mismo el año pasado. Lo vimos con nuestros propios ojos. ¿Dónde coño iba a haber ido?
—Ostras, tío, que la casa ya la miraron… que estaba vacía…
—Ya, claro, y el viejo ¿qué pasó con él?
—Eso ¿qué pasó con él? —añadió Pedro.
—Yo qué sé, tronco.
Jose volvió a dar vueltas sobre sí mismo.
—Jose, tío, esta puerta solo se abre una vez al año.
—Me cago en la puta… —susurraba Jose, dando vueltas— Yo no quiero esto, joder, yo no quiero esto, tíos.
—Tranquilo, hombre. Solo vamos a entrar, a ver si está Diego. Dejamos la puerta abierta.
—Quédate en la puerta, si quieres. Así nos aseguramos de que se quede abierta.
—¿En serio queréis entrar?
Guille se irguió y apretó los puños.
—Por supuesto.
—¿Tú también, Pedro?
—Sí. Creo que Diego está ahí dentro, tío.
—La madre que os parió, joder. Estáis zumbaos, colegas. Estáis putos zumbaos. Me cago en la puta.
Jose resoplaba y se secaba las manos contra el chándal negro. Tomó una decisión y levantó el dedo como un profesor imponiendo silencio en clase.
—Vale. Por Diego ¿estamos? Por Diego. Pero yo me quedo en la puerta.
—Claro, bro.
Guille puso la mano en la hoja. Estaba fría. Antes de empujarla, aguzó el oído y escuchó unos segundos. Silencio.
La puerta se deslizó limpiamente bajo la presión de su brazo, sin extraer un solo sonido de sus bisagras. Una enorme boca de negrura se abrió delante de ellos.
Guille entró primero. Aquella estancia parecía extenderse en todas direcciones, con sus límites ocultos tras la oscuridad. La luz procedente de la escalera quedaba ahogada unos metros por delante. Pedro entró detrás de él, y Jose se quedó en el quicio de la puerta. Sus facciones desaparecieron devoradas por su silueta negra.
—¿Diego?
—Diego ¿estás ahí?
Avanzaron a ciegas, hasta que sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad.
—Espera. ¿Dónde estamos? —dijo Pedro.
Guille se detuvo. Ciertamente, aquello no parecía una casa normal. Las paredes, sin ir más lejos, no eran lisas. Parecían más bien un papel arrugado y estaban llenas de zonas de sombra.
Volvió la vista atrás. Jose seguía allí apostado, como una figura de cartón de unos grandes almacenes.
—¿Qué pasa? ¿Va todo bien? —preguntó desde la puerta.
—Sí. Bueno… las paredes. Son raras.
—Raras por qué.
—No son rectas. Tienen como huecos.
Pedro sacó su teléfono y enfocó la luz hacia ellas. Parecían de piedra. Excavadas en la roca. No quedaba rastro de aquel gotelé que tenían las de su casa. Luego enfocó hacia delante, pero la luz se perdía en la oscuridad. Guille le tocó el hombro.
—¡Mira! —le dijo, señalando hacia el techo. Pedro iluminó hacia arriba. El techo también era una roca de color áspero, grisáceo.
—Qué coño es esto —susurró.
—¿Diego? Diego ¿estás ahí? —gritó Guille.
Los ecos de sus voces parecían perderse entre la piedra circundante. Según avanzaban, la silueta de Jose iba quedando cada vez más lejos. Aquella casa parecía ser más grande de lo normal. Guille sintió un escalofrío, seguido de un cosquilleo en el estómago.
Pedro enfocaba a las paredes y también al techo, de vez en cuando.
—Hay algo ahí —dijo, en un momento dado.
Señalaba a la pared de la derecha. Allí había unas marcas. Unas líneas verticales grabadas como con cincel en la roca. La surcaban de arriba abajo en intervalos regulares. En el techo también había señales, esta vez líneas curvas que se perdían en la oscuridad. Si representaban alguna figura, los niños no fueron capaces de determinar cuál era.
—Mira el suelo —dijo Guille.
Efectivamente, cuando iluminó el suelo con el móvil, pudieron ver que, en algún momento, la tarima de la casa se había transformado en un suelo de fina arena. Guille se sintió totalmente desorientado, como si de golpe se hubiera transportado a otro tiempo y otro lugar. Volvió a mirar atrás. Afortunadamente, la silueta de Jose seguí allí y parecía estar mirando el móvil. Al muy capullo le daba igual todo aquello, pensó.
—¿Dónde coño estamos? —preguntó Pedro.
—Joder, no tengo ni idea.
—Esto no me gusta nada, Guille. Igual deberíamos volver.
—No, Jose está en la puerta. Yo creo que podemos salir cuando queramos. Venga. Vamos a seguir. Tienes batería ¿no?
—Sí. Un noventa por ciento.
—Cojonudo. Apunta hacia delante, anda.
Siguieron caminando. Un par de metros más allá, la linterna del móvil enfocó algo justo frente a ellos. Una roca grisácea ocupaba una buena parte del centro de la estancia. Tenía una forma peculiar, casi rectangular, con un gran saliente en la mitad inferior, como un enorme peldaño. Y otra roca más pequeña adosada a ella.
—Y esto ¿qué coño es?
—Yo qué sé. Sigamos —propuso Guille.
Rodearon las rocas, pero el camino terminaba un poco más allá, en una pared grabada con extraños símbolos curvos.
—¿Esto es todo? ¿Hemos llegado al final?
—Eso parece, ¿no?
—¡Diego! ¡Diego!
Pedro daba voces, pero no había respuesta.
Guille volvió a plantarse delante de las rocas que ocupaban el centro de la estancia. Jose era una figurilla oscura apenas distinguible al final de un largo túnel, recortada contra el cuadradito blanco del descansillo. Las proporciones de aquel lugar no eran correctas; de alguna manera, sobrepasaban el espacio que ocupaba cualquiera de los pisos de la urbanización.
Las rocas tenían curiosas protuberancias en sus contornos y Guille pidió a Pedro que las iluminara de nuevo.
—Fíjate, parece una cabeza —dijo, señalando al extremo superior de la roca principal.
Se acercó para revisarla más detenidamente. No solo parecía una cabeza, sino que las protuberancias que nacían por debajo de ella recordaban a los hombros de una persona. Se trataba, sin duda, de una figura humana sentada esculpida de manera tosca. Y la cabeza parecía albergar facciones.
—Acércate, bro. Enchufa ahí la luz.
Pedro plantó el móvil delante de la cabeza y pudieron ver claramente un par de ojos estrechos como rendijas, una nariz aguileña que colgaba sobre unos labios finísimos y una larga barbilla que sobresalía del conjunto como un pico de piedra.
—Su puta madre.
—Es… Es él…
—Sí. El viejo podrido.
Pedro se alejó instintivamente y el móvil cayó al suelo. Lo recogió con un juramento. Guille seguía examinando la roca.
—¡Una estatua, no me jodas!
—Está como sentado. Por eso el saliente de abajo. Mira. —Señaló Guille—. Son las piernas.
—Ya, pero tiene algo encima ¿no? ¿Eso qué es?
Sobre las piernas, en su regazo, descansaba un recipiente cóncavo. Toda la estatua estaba esculpida en un granito azul pálido, pero el fondo del recipiente tenía un tono oxidado.
—Parece un cuenco.
Pedro apartó la luz para enfocar a la roca más pequeña que descansaba a los pies del viejo podrido.
—Y esto parece otra persona.
Efectivamente, la piedra de contorno redondeado parecía representar una pequeña figura humanoide con las piernas encogidas y una cabeza desproporcionadamente grande de orejas puntiagudas. Su aspecto general era retorcido, como si tanto su proporción como su postura y su inclinación sobre el plano vertical no fueran naturales, sino el producto de alguna malformación, o de una perversa desviación de la mente de su escultor.
—¿Qué crees que es?
—No sé, pero da bastante grima el muy cabrón —contestó Guille, y puso la mano en el recipiente que descansaba en el regazo del viejo podrido.
En el preciso instante en el que las primeras células de la yema de su dedo entraron en contacto con el granito, Guille se vio transportado de nuevo a la plaza del pueblo.
La multitud rodeándole y coreándole. El cielo azul restallante atravesado por las nubes blancas, ensordecedoramente blancas. Las tres chicas vestidas con trajes regionales, sonriéndole. Los hombres con camisa de cuadros, rodeando la mesa. Y Jose, con su chándal negro y su puto pelo negro ondeando al viento, tumbado sobre ella. Uno de los hombres apretaba su cabeza contra la superficie de madera. El otro le tenía agarrado por los tobillos, justo encima de las Adidas. Los ojos negros de Jose estaban clavados en Guille y carecían de expresión.
—Hola, Guille —dijo una voz detrás de él.
Guille se dio la vuelta. La chica de pelo castaño se había separado de las otras y ahora estaba junto a él.
—Hola —titubeó.
—Es tu gran día.
—¿Mi gran día?
—Puedes volver, si quieres.
—¡Guille! —Un grito brotó de la multitud, por encima del jaleo reinante.
—¿Volver?
—Sí, claro. Es lo que querías ¿no? Por eso estás aquí.
—¡Guille!
—Solo tienes que hacerlo. Una vez más —le dijo la chica mientras le ponía algo en la mano.
Era un cuchillo de filo corto. Estaba helado. El frío recorrió los músculos de su brazo hasta llegar a su hombro, y de allí se extendió por su pecho, sus piernas y su estómago y penetró en su corazón que, bombeando a mil por hora, lo distribuyó por todas sus venas. Era como zambullirse en una piscina de hielo. Era como perder la conciencia de su propio cuerpo y solo sentir un frío absoluto, níveo, prístino, diamantino y puro.
—Fácil ¿no? —dijo la chica.
—¡Guille!
—¿Qué?
De repente, Pedro estaba zarandeándolo con fuerza y su mano había dejado la estatua. Guille había vuelto a aquel lugar oscuro e irreal, aunque su cuerpo seguía atravesado por el frío.
—Estabas ido, tío. ¿Qué coño te pasa? ¿Estás bien?
—Sí, sí. Perdona.
Se llevó las manos a la cara para frotársela y despejarse. Una de ellas estaba cerrada en un puño y sostenía un cuchillo.
—Tío, ¿de dónde coño has sacado eso?
Guille miró el arma, extrañado. Pensó en algo, rápido, cualquier cosa:
—Lo tenía en el bolsillo. Por si acaso.
—Joder, colega. Qué susto me has dado, cojones.
Guille se arregló la ropa, toda arrugada por los tirones de su amigo.
—Larguémonos de aquí. Todo esto es raro de cojones, colega. Me está poniendo de los nervios —dijo Pedro.
—Espera.
Guille sopesaba el cuchillo. «Puedes volver, si quieres». Las palabras de la chica brillaban de forma intermitente, como un cartel luminoso en su mente. Volvió a observar la estatua y el recipiente con el fondo teñido de color cobrizo, y entonces comprendió a qué correspondía aquella mancha y lo que se esperaba de él.
—Venga, tío, vámonos. Esto es una puta mierda todo. No debimos venir.
Guille levantó las manos sobre las piernas del viejo podrido y, con un rápido movimiento, rajó la palma de una de ellas con el cuchillo. La sangre goteó sobre el cuenco de granito con un sonido hueco.
—¡Pero qué coño haces! ¡No me jodas, tío! ¿Te has vuelto loco o qué?
—¡Eh! ¿Qué pasa ahí? ¿Va todo bien? —gritó Jose, allá lejos.
—Hola, chaval —dijo una voz oscura y cavernosa.
—Hostia. Puta —balbuceó Pedro, dando un paso atrás.
El viejo podrido sonreía desde su asiento de piedra. Un brillo oscuro se escapaba tras las rendijas de sus ojos. Entre sus labios sobresalía una fila de largos dientes delgados. Sus dedos finos y cuarteados sostenían el recipiente de piedra manchado con la sangre de Guille, que ahora se apretaba la palma de la mano para contener la hemorragia.
—Ay, joder… —se quejó.
El viejo empezó a reírse, sin abrir la boca. Aquel sonido parecía proceder de lo más profundo de sus vísceras.
—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué os trae por aquí otra vez, mocosos? —dijo, tirando de la cadena que colgaba de su mano izquierda. La criatura que estaba a sus pies se llevó las manos al collar que conectaba con ella en su garganta y soltó un gemido.
—Había un esqueleto en su puerta. Otra vez —dijo Guille, lamiendo la sangre del canto de la mano.
—¡Pues claro, joder! ¡Es Halloween! ¡La mejor noche del año! —contestó el viejo, agitando las manos con entusiasmo, y volvió a reírse. Aquel sonido cavernoso le ponía a Guille los pelos de punta.
—Eh, tú. ¡Saluda! ¡Saluda a estos chavales, anda! —dijo, tirando otra vez de la cadena.
La criatura que estaba agachada a sus pies se levantó y los miró con cara de pena.
—Pero haz algo, joder. ¡No sé! ¡Unas cabriolas! Hay que joderse, si es que no sirves para nada.
La criatura dio un saltito patético y chocó los pies en el aire.
—Hostia —exclamó Pedro, dando otro paso atrás sin poder apartar la mirada de la criatura diminuta —. Hostia puta.
Levantó la mano para señalar con el dedo al bicho aquél.
—Su cara. ¡Mira su cara, tío!
Guille se fijó entonces en la criatura aquella, que los miraba con cara de pena mientras intentaba ejecutar algún tipo de baile de forma bastante lamentable. No mediría más de cincuenta centímetros de alto. Llevaba un pantalón corto roto por las rodillas, llenas de mugre, y un calzado mohoso de color verde. Una camisola raída completaba su vestuario. Una mata de pelo negro, sucio y rizado, caía sobre su cara de forma desordenada. Y aquel rostro diminuto era un rostro de niño: el rostro de Diego. La visión de la cara en miniatura de su amigo desaparecido, colgada de aquella criatura contrahecha como el retal equivocado de un disfraz defectuoso, le provocó un nuevo escalofrío.
—Qué cojones… —susurró.
El viejo se reía histéricamente. Parecía estar pasándoselo de miedo con todo aquello.
El gnomo Diego los miraba con una mueca penosa dibujada en su carita, lo que acentuaba aún más la siniestra repugnancia que despertaba en ellos: la sensación de que una anormalidad ontológica se había filtrado de alguna manera por una grieta en su preordenada existencia suburbial.
—¿Qué pasa, mocoso? ¿No te acuerdas de tus amiguitos de mierda? —reía el viejo podrido mientras le zarandeaba tirando de la cadena—. Diles algo, hombre.
El pequeño Diego sollozaba con la cabeza gacha.
—¡Bah! ¡Si es que no sirves para nada, joder! —aulló el viejo, y le soltó un bofetón con el dorso de la mano izquierda.
—¡Déjele en paz, capullo! —gritó Pedro—. ¡Es nuestro amigo!
El viejo podrido se retorcía de la risa en el asiento.
—Ya no, chaval. Ya no. ¡Ahora es mío! Es mío desde que lo convertí en lo que es, hace exactamente un año. Aunque, si te digo la verdad, tampoco es que me sirva de mucho. Es bastante inútil. ¿Era así de idiota antes?
—¡Serás cabrón! —gritó Pedro, con los puños cerrados.
El viejo volvió a partirse de risa.
—¡Joder! ¡Diego! No me jodas… —gruñía Guille, apretando el cuchillo en su mano. Pensó en atacar al viejo podrido con él y le vino a la mente la imagen de la matanza, con todo el pueblo a su alrededor y la mesa frente a él. Solo que en la mesa no estaba el viejo podrido, sino Jose. El ruido de una puerta cerrándose le sacó de su ensimismamiento. Miró hacia atrás y vio que el pequeño cuadrado de luz que indicaba la puerta de entrada, que su amigo tendría que estar sujetando, había desaparecido.
—¡Jose! ¡No me jodas! —susurró Pedro. Se habían quedado a oscuras y también prácticamente en silencio, pues solo se oía una respiración acelerada a sus pies.
—¡Coño, Pedro, enciende el puto móvil, hostia!
—¡Ya voy, ya voy!
Pedro manipuló el aparato con torpeza. Apretó el botón de desbloqueo, pero no se encendía. Lo volvió a intentar. Nada. Estaba como muerto.
—Joder, si me quedaba batería… No me jodas. ¡No me jodas, bro!
—Trae aquí, joder.
Guille palpó a su derecha y tocó dos brazos delgados que se agitaron sobre los suyos, como si no supieran dónde colocarse.
—¡Coño, estate quieto!
—¡Pero si no estoy haciendo nada!
Guille apartó sus manos de allí inmediatamente, pero aquellos brazos extraños le siguieron, palpándole el cuerpo como si se hubieran multiplicado. Él se alejó soltando manotazos, levantando las piernas, retorciendo los hombros, arqueando la espalda, pero no conseguía desprenderse de ellos y sentía náuseas al pensar que podía tratarse de los del viejo podrido o de los de aquel Diego semimonstruoso. La respiración entrecortada le seguía a todas partes y parecía rodearle, como si en lugar de una garganta procediera de aquellos brazos que aumentaban de número por doquier.
—¡Aaaaarrrg! ¡Ya basta! ¡Ya basta! ¡Déjeme en paz, hijo de la gran putaaaaa!
Los brazos desaparecieron obedientemente y una luz se encendió delante de su cara iluminando desde abajo el rostro de nariz aguileña del viejo podrido justo frente a él.
—¡Buh! —aulló el viejo, y su aliento con olor a cueva húmeda llenó la nariz de Guille, que dio un salto atrás y chocó contra la pared.
El viejo sujetaba el móvil encendido de Pedro justo bajo su barbilla. Las sombras de sus cejas pobladas de pelos enmarañados se elevaban sobre su cabeza como conos invertidos de vacío.
Estalló en carcajadas y tiró el aparato al suelo, que quedó encendido, iluminando la escena. Luego volvió a la silla de piedra dando saltitos y tarareando una cancioncilla infantil:
Uno nunca sabe
De dónde asomé
Dos letras me cuentas
Y cinco después
Ocho que te llevas
Y trece las ves
Y vuelves al ocho
Para hacerlo bien
Uno nunca sabe
De dónde asomé
—Hijo de puta —susurró Guille, resbalando por la pared hasta quedar sentado.
El viejo podrido terminó su canturreo estúpido y recogió del asiento el recipiente de piedra manchado de sangre. Se sentó de nuevo y le miró fijamente.
—Tú quieres volver. Por eso estás aquí —afirmó, levantando su inmensa barbilla como un barco que remontara una ola durante una tormenta—. Pero tú no —añadió, apuntando con el dedo índice a Pedro, que no se había movido del sitio.
—¿Cómo? —dijo Pedro.
—Sí, sí. Tu amigo quiere volver. Es un niño muy travieso. ¿A que sí?
Guille se sujetaba la cabeza entre las manos. Apoyaba los codos en las rodillas, sentado contra la pared de piedra. Dos espirales grabadas en ella se cruzaban entre sí justo encima de él.
Una figura vestida de negro apareció en el borde del círculo de luz.
—¿Qué pasa, tíos? ¿Qué coño es eso?
Era Jose.
—Joder, Jose. Qué susto, coño —decía Pedro.
—¿Todo bien? He oído gritos y…
Cuando Jose vio al viejo podrido, sentado en su trono de piedra, levantó las manos delante de él como si pretendiera parar un camión que estuviera a punto de atropellarle.
—No. ¿Otra vez? No. ¡No! ¡Nooooo! ¡No no no no no no no no!
Y echó a correr en dirección a la puerta.
—Joder… ¡Jose! —gritó Pedro, que salió detrás de él.
—¡Jo, jo, jo, jo, jo, jo, jo, jo! —rio el viejo, dando manotazos a la silla de piedra como un niño. A sus pies, el gnomo Diego observaba fijamente a Guille, en cuclillas.
El viejo dejó de reir de repente y chasqueó los dedos. Se oyó un cerrojazo detrás de ellos. Guille miró hacia allá, pero fuera del círculo iluminado por el móvil de Pedro todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad.
—Bueno. Entonces ¿qué? ¿Quieres volver? —preguntó el viejo, incorporándose con los codos sobre las piernas y mostrando un repentino interés por el chico.
Guille miró al gnomo Diego. Sus facciones eran idénticas a las de su amigo, pero no conseguía identificar ni un solo atisbo de inteligencia en ellas. Un escalofrío volvió a recorrer su espalda.
Afirmó con la cabeza.
—No podrás regresar aquí. Lo sabes ¿verdad?
Guille volvió a afirmar con la cabeza.
—Una condición —balbuceó.
El viejo se echó hacia atrás en la silla. Entrecerró los párpados hasta que sus ojos no fueron más que dos afiladas rendijas alrededor de su nariz aguileña.
—¿Cómo dices, mocoso?
Guille carraspeó.
—Con una condición.
—¿Condición? ¿Qué condición? Tú aquí no decides nada, pringao.
—Que nos lo devuelvas. A Diego.
—¿Qué os devuelva a este? ¿Este pequeño inútil? ¿Por qué?
—Tú lo has dicho. No te sirve de nada. Yo me ofrezco en su lugar.
—¿En su lugar? ¿Y yo qué saco con eso? ¿Eh?
—Él no te sirve de nada. Pero yo quiero hacerlo. Joder, no he pensado en otra cosa en todo el año. Llévame a mí. Lo haré mejor que él. Déjale marchar.
—Mmmh.
El viejo se frotaba la barbilla con una de sus manos, mientras con la otra acariciaba la superficie cóncava del cuenco que descansaba en su regazo.
—Bueno, si tanto te apetece, te propongo un trato.
—¿Un trato?
—Síííííííí. ¡Un trato, hombre! Verás, para cambiarte con éste tendrás que demostrarme que estás convencido de verdad para volver allí. Que realmente serás capaz de servirme con eficacia.
Guille miró alrededor, desconcertado.
—¿Cómo?
—¿No se te ocurre? —dijo el viejo, señalando con la mirada el cuchillo que yacía en el suelo. Su filo reflejaba la brillante luz del móvil en una tajada nívea, como la blancura de las nubes o los dientes de aquella chica que le aguardaba en la plaza del pueblo—. Un sacrificio, chaval. Ofréceme un sacrificio.
Desde el final del pasillo llegaron los gritos de sus amigos.
—¡Joder! ¡Está cerrada! ¡La puta puerta no se abre!
—¡No me jodas! ¡Empuja, hostia!
El viejo sonrió. Sus dientes reflejaron la luz del móvil y el espacio entre ellos se llenó de pozos de sombra. Cuando el móvil se apagó quedó sustituido por un velo impenetrable de oscuridad. Guille oyó una suave carcajada. Justo antes le pareció haber visto por primera vez una sonrisa en la cara del gnomo Diego. Una sonrisa maliciosa.
Se levantó y recogió el cuchillo antes de olvidar su posición exacta en medio de la oscuridad. Luego avanzó caminando en círculos, intentando orientarse. El suelo rocoso le hacía perder el equilibrio. Extendía las manos por delante de él, temiendo toparse en cualquier momento con la silla de piedra o una pared, pero solo encontró vacío. Se preguntó si todo aquello habría desaparecido, o si el viejo lo había enviado a algún lugar, como ya hiciera el año pasado. Cuando empezaba a desesperarse, encontró la respuesta: se hizo visible una luz lejana, una especie de brillo rectangular que parecía estar a varios cientos de metros de él. Avanzó hacia allí y, a medida que se acercaba, empezó a oir un sonido confuso, un ruido amalgamado y agudo que se fue sustanciando hacia lo que parecía un griterío.
Se trataba de una puerta. Pero no era la misma puerta que habían atravesado al entrar en el piso del viejo podrido. Aquella puerta era más grande, de madera oscura y gruesa. Y conducía al exterior. Ante ella, las columnas de madera de unos soportales daban paso a la plaza mayor de un pueblo, en la que una multitud gritaba y jaleaba y se abría dejando un pasillo hacia la puerta. Tres muchachas vestidas con traje regional, rojo y negro, bailaban una jota en el centro de la plaza, frente a dos hombres que tocaban una dulzaina y un tambor. La zona situada frente a ellos, dentro del corro formado por el gentío, quedaba fuera del ángulo de visión de Guille.
Allí arriba, las nubes largas y afiladas chirriaban sobre el cielo azul palpitante. Su agudo crujido reinaba sobre el griterío, que aumentó cuando parte del público vislumbró a Guille tras la puerta abierta.
—¡Allí está! —gritaban— ¡Ya está aquí!
El chillido de la dulzaina creció hasta unirse al aullido de las nubes y terminar colapsando sobre la muchedumbre. Las tres chicas dejaron de bailar y los músicos se retiraron tras ellas. Con el fin de la música se hizo el silencio. Un silencio pesado y denso, casi sólido.
La chica de pelo castaño le sonrió y los pies de Guille se movieron por sí solos hacia la puerta. Cuando la cruzó sintió cómo se posaba sobre sus hombros la mirada de la multitud. Un ansia cargado de electricidad recorrió su sistema nervioso. El aire frío le agitó la camisa. Notó cómo cambiaban sus terminaciones nerviosas y su sentido del tacto pasó a una frecuencia diferente, como si se hubiera sumergido en un medio especial, del que solo él pudiera formar parte.
Avanzó hasta el centro de la plaza. La muchedumbre seguía callada. Solo una voz rompió el silencio.
—Ahora sí, Guille. Ahora sí.
Era la chica de pelo castaño. Le miraba fijamente. Estaba muy seria. Sus labios carnosos, rosados y suculentos, permanecían cerrados, concentrados en él. Solo el aire susurraba con una insoportable levedad a su alrededor.
En la mesa situada frente a él se agitó una cosa negra. Dos hombres, los mismos dos hombres de siempre, la sujetaban con los brazos. A los pies de uno de ellos, un cubo metálico con manchas de óxido esperaba recibir el líquido cálido y restallante. La cosa temblaba, pero los hombres la apretaban firmemente contra la madera, que crujía acompañando con su ritmo cadencioso la respiración entrecortada de la cosa negra.
¿Era real todo aquello? ¿No sería otro de los trucos del viejo, como lo del año pasado? Guille se miró la palma de la mano izquierda. Allí seguía la herida producida por el cuchillo, manchada de sangre seca. No sentía ningún dolor. Si acaso, una punzada de frío helado que le subía por el brazo hasta llegar al cuello. Todas aquellas sensaciones, el frío, el griterío inicial, la música, el violento azul del cielo y el blanco de las nubes… todo aquello era tan jodidamente real… La cosa negra se agitó delante de él y soltó un gemido, mirándole.
En los ojos de Jose detectó un gesto de súplica, un acento instintivo que pronto mutó en un relámpago de odio imposible de eludir. En realidad era algo muy propio de él, ahora se daba cuenta. Casi una muletilla. Una mueca que denotaba un desprecio enraizado de forma profunda en su personalidad, porque aquel niñato siempre se creyó superior a él, con su ropa negra y su pelo a la moda. Sintió crecer el desprecio también en su interior, como si se hubiera contagiado de inmediato con él, y apretó el mango del cuchillo en su mano derecha.
El silencio reinaba como un enorme animal muerto pudriéndose en la plaza. Podía mascarse y tenía un tufo amargo. ¿Era real todo aquello? ¿No sería otro truco del viejo? Y después, ¿qué pasaría, realmente? ¿Quedaría con el viejo a su servicio, como un enano contrahecho? ¿Merecía la pena? Estaba sumido en una profunda confusión. Sin embargo, allí fuera todo era frío y claro como el agua de un arroyo. ¿Seguiría siendo así para siempre? ¿Era real todo aquello? ¿Acaso era normal que un niño de su edad se estuviera haciendo esas preguntas? Quizá tuviera que ser así. Quizá tuviera que sufrir toda aquella tortura interior para abrazar algo nuevo, algo diferente. Había soñado tanto con volver allí… El tacto electrizante del cuchillo. El aire helado sobre su piel. La sonrisa de aquella chica. «Ahora sí —le había dicho—. Ahora es tu momento». Pero ¿era real todo aquello? Dios, ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Tenía que ser tan difícil, realmente? «No —pensó—. En realidad, no tenía que ser tan difícil. No, si yo no quiero».
Guille se secó una lágrima con el dorso de su mano y luego la puso sobre la frente de Jose, que intentó apartarse sin conseguirlo, porque aquel hombre lo tenía firmemente sujeto. Vio el gesto de repugnancia de Jose al tacto de su piel y, enarbolando el cuchillo, volvió a preguntarse si sería real todo aquello.
El filo se recortaba contra el cielo como una nube y su glorioso chillido reverberó en sus oídos. Los ojos de Jose se abrieron como dos ventanas incapaces de contener el asombro.
Guille lanzó el cuchillo hacia abajo con todas sus fuerzas.
Pedro deambulaba a tientas en la oscuridad. Jose y él habían golpeado la puerta una y otra vez, sin éxito, y cuando se apagó el móvil, allí a lo lejos, su amigo había desaparecido engullido por la oscuridad.
Ahora oía algún sonido ocasional. Roces. Pasos. Respiraciones. Pero le resultaba imposible determinar su origen, ni la distancia a la que se encontraban. Caminaba a tientas, extendiendo sus brazos, tropezándose con las rocas puntiagudas del terreno, arañándose con la piedra áspera de las paredes.
—¡Guille! ¡Jose! Tíos, ¿dónde estáis? ¡Larguémonos de aquí, por favor!
Todo aquello le parecía una locura. Un mal sueño. Se habían confiado. Pensaron que podían recuperar, de alguna forma, a Diego. Después de un año, habían subestimado los poderes del viejo y relativizado la traumática experiencia que habían vivido en ese mismo lugar. Nunca debieron entrar allí.
Pedro había perdido toda orientación y lo que inicialmente había parecido una tarea relativamente sencilla, desandar en línea recta un pasillo que no era muy ancho, se había convertido en algo así como zozobrar en una barquita de madera sobre un océano embravecido, porque en realidad se encontraba en un espacio de extensión indeterminada completamente a oscuras en el que parecía recorrer una y otra vez los mismos lugares. Cuando llegaba a una pared esta parecía ser siempre la misma, rugosa y hostil. Los baches del terreno que se clavaban en las suelas de sus zapatos y se trababan contra la punta de sus pies le asaltaban con una insistencia exasperante, como una pequeña tortura que a fuerza de repetirse resultara insoportable.
—¡Guille! ¡Jose! ¡Venga, tíos! ¡Vámonos, hostiaaaaaaa!
Dio de nuevo con una pared y la golpeó con el puño. Apenas notó los bordes afilados del mineral rasgando su piel. Gimió y se dejó caer, desesperado, contra ella.
A su izquierda, justo a su lado, una respiración agitada y un gemido le hicieron dar un bote.
Un parpadeo de luz.
Frente a él, unas sombras se contoneaban de forma grotesca contra la pared. Aumentaron de tamaño como una ola que arrasara la cueva y casi pudo oír su rugido. Luego cayeron hasta concentrarse en un bulto desmadejado de color negro, tirado en el suelo. Un extremo de aquel bulto se giró y mostró el rostro de Jose, mirándole con sus ojos negros, aterrorizado. Sobre la mano sujetaba un móvil, que era lo que creaba aquellas sombras. En la otra tenía la cabeza de Guille, que estaba acurrucado junto a él. Pero había otra cosa delante, un bulto verdoso, de pelo enmarañado: el gnomo Diego.
—Jose, hostia, ¿qué ha pasado?
Pedro se acercó a ellos. El gnomo Diego se apartó arrastrándose sobre dos piernecitas contrahechas y quedó acurrucado a los pies de Guille. Desde allí los contemplaba con sus ojos vacuos, como una mascota estúpida.
Guille respiraba en bocanadas cortas. Sus manos yacían sobre su vientre, manchadas de sangre. La misma sangre que manaba de entre su ropa. En el suelo junto a él, descansaba el cuchillo. Jose temblaba en sacudidas periódicas.
—No pudo hacerlo —gimió—. No pudo hacerlo.
—¿De qué hablas, tío? ¿Qué ha pasado? ¡Hay que pedir ayuda, sacarlo de aquí, hostias!
Una garra parda y arrugada atenazó el rostro de Guille. El viejo podrido acercó su cara picuda a la luz.
—Qué decepción —murmuró.
Cogió el cuchillo y lo limpió contra su pantalón. El gnomo Diego se alejó de él, gimoteando como un animal herido.
—Por un momento llegué a pensar que iba a poder hacerlo. ¡Bah! Nadie está a la altura. Habéis perdido la fe. ¡Todos vosotros! —sentenció, con una mirada de infinito desprecio.
Abrió la palma de su mano para mostrarles el cuchillo, que lanzó destellos contra la pared como el agua de un acuario para desaparecer después ante sus ojos en un santiamén. Luego llevó el cuenco de piedra hacia el vientre de Guille y, presionándolo, recogió en él su sangre. Guille no emitió sonido alguno. Su respiración era ligera, apenas perceptible. Su cara, pálida como una máscara.
El viejo se levantó y le dijo al gnomo Diego:
—Eres libre. Lárgate. La verdad es que no has sido más que un coñazo, niñato de mierda.
Los lanzó otra mirada de infinito desprecio, se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad murmurando juramentos como un viejo cascarrabias.
El gnomo Diego gimoteaba con las manitas sobre su cabeza. Se oyó el sonido de un cerrojo y de una puerta abriéndose y les inundó la luz del descansillo. Estaban tirados en una esquina del vestíbulo. A su alrededor, varias puertas conducían a diferentes estancias de una casa abandonada. La casa del viejo podrido.
—¡Joder! —dijo Jose, que seguía temblando de forma incontrolada.
El gnomo Diego se escondió en una de las habitaciones, con la cadena arrastrando detrás de él. La casa quedó en completo silencio.
Sacaron a Guille a rastras. El esqueleto seguía colgado de la puerta, con su inane sonrisa de plástico. Llevaron a su amigo contra la pared del descansillo, dejando un largo rastro de sangre sobre el suelo de baldosas blancas. Guille estaba pálido y sudoroso. Pedro le tocó la frente. También estaba helado.
—¿Por qué? ¿Por qué, joder?
Se llevaba las manos a la cabeza. Jamás debían haber entrado allí. Jamás debió perder de vista a Guille. ¿Qué pretendía su amigo? ¿Cómo podía haber pasado todo aquello?
—Toma. Llama al 112.
Jose estaba de pie junto a la puerta y le tendía su móvil con una mano temblorosa.
—Voy a buscar a Diego.
Pedro tomó el móvil y marcó el número de emergencia.
—¿Diego? ¡Diego! —gritó Jose desde la puerta, escrutando el interior de la casa. Estaba en tinieblas.
Cruzó el umbral con precaución, sumergiéndose en una oscuridad en la que se perdían los contornos del vestíbulo. ¿Había vuelto a entrar en aquella caverna? A su mente volvieron las imágenes del viejo podrido y el gnomo Diego escondiendo su carita entre sus piernas. De Guille enarbolando el cuchillo y lanzándolo con fuerza sobre su vientre. De su rostro lleno de rabia, soltando espumarajos de frustración. De su cara entre sus manos y de la sangre que no dejaba de manar, tirados en la cueva. Del gnomo Diego desapareciendo entre las sombras. Todos aquellos sucesos habían pasado por delante de él como pesadillas encadenadas de un sueño que se había rebelado real demasiado tarde. La certeza de que él no había querido hacer nada para evitar ninguno de ellos cayó aplastante a la vez que el cuerpo de su amigo sobre sus brazos.
Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, revelando de nuevo los contornos del vestíbulo vacío. Una luz suave de tono anaranjado penetraba desde las ventanas que daban a la calle, permitiendo vislumbrar los ángulos de las paredes y puertas.
Dio un paso al frente.
—¿Diego?
Silencio. Frente a él, una gran puerta conducía a lo que debía ser el salón, vacío. Marcas de cuadros en las paredes. Polvo y manchas. Esquinas en sombras que parecían encerrar mundos. Se imaginó a la criatura, indefensa, acurrucada en una de ellas. Las comprobó todas y todas ellas estaban vacías.
—¡Diego! ¿Estás ahí?
A la derecha, una habitación pequeña, también vacía. Ni rastro de Diego. Al otro lado del vestíbulo otra puerta abierta conducía a la cocina junto a un pasillo que se internaba en la oscuridad.
Le pareció oír un ruido por allí dentro. Se dirigió allí mirando alrededor, esperando que en cualquier momento aquella criatura saliera corriendo de la oscuridad para esconderse en otro sitio. ¿Qué haría con él cuando lo atrapara? ¿Sería el mismo Diego de antes? ¿Qué diablos había hecho el viejo podrido con él? Pronto podría comprobarlo, se dijo.
—¡Diego! Venga, sal. ¡Ven con nosotros!
La encimera de la cocina estaba sumida en la sombra y totalmente vacía, creando inquietantes formas geométricas. Abrió los armarios uno a uno. También vacíos. Volvió a oir aquel sonido otra vez, como un roce, detrás de él. Se dio la vuelta, pero allí no había nadie. ¡Maldita sea! ¿Dónde se había metido el mocoso aquel?
—¡Diego!
Salió al pasillo. Otra puerta conducía al baño. Su reflejo le produjo escalofríos en el espejo. Revisó la bañera, los muebles, todo. En el pasillo, otras dos puertas conducían a habitaciones desiertas. Tenían un armario empotrado cada una. Los abrió de golpe, imaginándose al gnomo Diego oculto allí con las manos sobre los ojos como un niño que creyera que así no le verían. Pero allí no había nada.
Volvió a la otra habitación. Volvió al baño. Volvió a abrir armarios. Volvió a revisar debajo del lavabo. Volvió a revisar la ducha. Volvió a la cocina. Los armarios. Los cajones. «Los putos cajones, a quién se le ocurre», pensó. Allí no había nada, obviamente.
Volvió al salón. Se sintió observado por las marcas de los cuadros, ojos huecos llenos de indiferencia. Se frotó la frente y empezó a andar en círculos. «Y ahora, qué. ¿Volver a buscar? Y Guille ¿qué, allí, desangrándose en la escalera? En la puta escalera, como un paria. Joder, Guille. Joder».
—Nada. No lo encuentro. Es como si hubiera desaparecido.
Salió a la escalera. Guille seguía allí tendido, sobre las piernas de Pedro. Este le devolvió el móvil.
—He llamado. Vienen para acá.
—Ajá. ¿Cómo está?
—No lo sé.
Se agachó junto a él. Se encontraba extrañamente tranquilo. Como si todo estuviera calmándose. Alejándose, de alguna manera. Al sentarse contra la pared empezó a llorar. Las lágrimas caían solas, como si hubieran estado detrás de sus ojos esperando a derramarse con independencia del resto de su cuerpo, de todas aquellas reacciones que acompañaban al llanto, de las que no manifestaba ninguna. Las notó frías sobre sus mejillas, completamente ajenas a él, y le pareció raro.
Puso la mano sobre la nariz de Guille, pero no notó nada. Acercó el oído a su boca y sintió una levísima respiración, como un murmullo lejano.
—Ah… Ah… Sí —susurró Guille.
Se acercó aún más a sus labios.
—¿Qué dices, Guille?
—A…ahora…sí.
—Sssshh. Tranquilo, tío. No hables. Guarda tus fuerzas. Ya viene la ambulancia.
—Ahora sí.
La plaza estaba vacía, salvo por el sonido de la brisa fresca de la mañana, que la recorría resbalando sobre los muros calados de las casas, arremolinándose entre las esquinas de mampostería, rodeando las columnas de sus paseos porticados. El azul del cielo había perdido su vigor y ahora se desleía con una cadencia lechosa sobre todo lo que se encontraba a su alrededor, como un cromo de colores saturados.
Guille yacía tumbado en la mesa. Pensó en incorporarse, pero no le apetecía lo más mínimo. Se estaba muy bien allí; se sentía tranquilo y relajado, disfrutando de aquel momento tan especial, ansiado durante tanto tiempo. Y se notaba ligero, a punto de flotar sobre todo aquello. Por encima de las casas del pueblo podía vislumbrar las cumbres nevadas de lejanas montañas, cubiertas por una suave neblina. Se preguntó si tardaría mucho en elevarse y dejarse llevar como una pluma por la brisa para admirar aquella cordillera y quizá llegar volando hasta la cima más alta.
El aire frío de la mañana le arrancó una lágrima, que avanzó por su mejilla. Era una lágrima de frío, pero también de felicidad. Se quedó allí, pegada a su piel, como si no quisiera abandonarle.
De entre las sombras de los soportales se desgajó una figura. Iba vestida de negro, con ribetes rojos. El pelo castaño pegado a su cabeza, con elaboradas trenzas que reflejaban en destellos los rayos de sol. Los pelos que habían escapado de ellas se agitaban con delicadeza bajo la brisa matutina, al igual que la tela oscura de su falda. Toda ella estaba envuelta en aquella brisa.
La chica de pelo castaño y ojos azules como el cielo se detuvo frente a él y se agachó hasta poner su rostro bellísimo y luminoso a su misma altura y Guille sintió cómo se elevaba por dentro todavía más ligero, por fin a punto de empezar a volar.
—Ahora sí, Guille. Es tu momento —dijo.
Sonrió y sus dientes blancos velaron su mirada rodeados por sus labios rosáceos, su rostro perfecto, sus ojos limpios y claros, y se fundieron con el cielo, el sol y la plaza nívea y él quedó impreso allí como la sombra eterna de un pájaro en una fotografía.
—Ahora sí.