Trato

Este relato de 8.200 palabras es la continuación, exactamente un año después, de los sucesos narrados en Truco. Igual os apetece leerlo aquí. Feliz Halloween.

 

Trato

 

La casa del viejo podrido volvía a tener un esqueleto colgado de su puerta. Era exactamente igual que el del año anterior: una figura cutre de plástico enganchada en la mirilla. Su cráneo desproporcionado devolvía una sonrisa torcida, como si supiera de antemano que Guille estaba secretamente deseando volver a encontrarse con él.

Aquello le hacía sentir culpable, claro. Se preguntaba si debía contarles a sus amigos que había vuelto a ver el esqueleto. En ese caso, ¿qué excusa iba a poner? No tenía ninguna explicación para su presencia en ese piso, pues no le pillaba precisamente de camino. De hecho, había ido expresamente allí para comprobarlo.

La idea había empezado a surgir a principios de octubre, cuando los días empezaban a acortarse, las sombras a alargarse y desde el norte aterrizaba la brisa fresca del otoño para reavivar sus recuerdos. En esas fechas Guille se relamía con anticipación por la celebración de su fiesta favorita y no pudo evitar rememorar los inexplicables sucesos del año pasado, que desembocaron en la desaparición de Diego. La casa vacía. La consternación de todo el vecindario. La incredulidad de los adultos. Y al final, el rostro del padre de su amigo, como una máscara de cera descomponiéndose bajo la luz artificial del descansillo.

Los habían interrogado a todos, y todos ellos habían contado la misma historia. Los habían examinado psicólogos. Habían entrevistado a sus padres, a sus profesores, a sus compañeros de colegio. Incluso habían puesto a un detective durante varias semanas a vigilar sus movimientos (aquello no se lo habían dicho, pero era bastante obvio, siempre el mismo tipo dando vueltas por el barrio, a la salida y a la entrada del cole, en las extraescolares o cuando salían juntos por ahí). Al final, aparentemente, los dejaron en paz y no volvieron a saber más. Se quedaron con la ausencia de Diego: un hueco que, de alguna manera, los acompañaba siempre, como ya hiciera el hueco de su madre antes que él. A veces le daba la impresión de que realmente podía sentirlo entre ellos: uno más, silencioso y transparente. Casi podía oir su risa llegando desde aquel hueco que parecía sólido.

Y, pese a todo, la idea se había abierto camino en su mente de forma poderosa: si la casa ya estaba vacía el año pasado, ¿por qué no iba a reaparecer el esqueleto este año? A partir de entonces no pudo dejar de pensar en ello. Se había pasado todo el año rememorando aquel viaje terrible: los gritos ensordecedores del cerdo y su garganta estirada como un lienzo; las radiantes nubes blancas que cruzaban el cielo a su compás; la sonrisa de aquella chica con sus labios rosáceos como una herida abierta alrededor de su dentadura perfecta.

Nunca había sido capaz de confesar a sus amigos las sensaciones que esa experiencia había despertado en él. Cuando salía el tema, despachaba su historia con desdén, como si se hubiera tratado de algún truco barato de magia. En realidad, le avergonzaba reconocer toda la potencia que aquel recuerdo despertaba en su interior. Jamás había sentido nada igual. Y esa misma energía es la que le había llevado allí aquella tarde de Halloween.

—Vaya, ¿tú también por aquí?

Casi dio un salto al oir aquello. Pedro estaba junto a él, mirando el esqueleto. Por toda respuesta, asintió con la cabeza.

—¿Serán unos vecinos nuevos?

—¿Con el mismo esqueleto?

Pedro resopló.

—Ha vuelto. El viejo podrido.

—No jodas. No puede ser real —dijo Guille.

—¿Por qué no?

Guille llevó la mano a la figura. Necesitaba cerciorarse. A medida que se acercaba, le temblaban los dedos. Se detuvo a unos centímetros de ella. Dudó. El puto esqueleto aquel le daba mala espina. ¿Y si le pasaba algo al tocarlo? ¿Podría electrocutarle? ¿O lanzarle algún tipo de rayo maléfico, como en las pelis de fantasmas? ¿Quizá una maldición? ¿Pudrirle la mano?

—¿A qué coño esperas, bro? —dijo Pedro.

Guille se humedeció los labios con la lengua. Respiró y acercó la mano casi hasta el borde del cráneo de plástico. Esperó sentir una onda, un chispazo, un golpe de calor… cualquier cosa. Pero no notó nada. Acercó el dedo y tocó el esqueleto. No era más que una superficie tibia de plástico cutre y grisáceo. Se guardó la mano en el bolsillo, como si se avergonzara de ella.

—Bueno, pues es real —confirmó Guille.

—Vale, crack.

Guille dio un paso atrás.

—Puto cabrón. Seguro que es él. ¿Qué hacemos? ¿Llamamos?

—¡Qué dices, tío! ¡Espera! Vamos a hablar con Jose —contestó Pedro.

—Buf. No sé yo...

Jose había cambiado, después del Halloween del año pasado. Se volvió retraído, hosco, desdeñoso. Evitaba hablar de ello, lo cual no era extraño porque todos lo hacían, pero tendía a contestar con monosílabos. Estuvo yendo al psicólogo. También le cambió la voz y le empezó a salir barba y bigote. El pack completo, vaya.

—Tal y como yo lo veo, o nos vamos y lo dejamos pasar, o se lo contamos a Jose —dijo Guille.

—Si lo dejamos pasar, ¿quién te dice que no vendrán los críos de la urba a llamar a la puerta?

—¿Cuánto queda para que empiecen la ronda?

—Un par de horas.

—Ya.

Miraron al esqueleto, que los observaba con una sonrisa torcida.

—Yo no quiero dejarlo pasar —dijo Guille.

—Yo tampoco.

—Pues venga, vamos a contárselo a Jose.

 

Jose salió de casa con su sempiterno look de chándal negro y pelazo taper fade. Se lo llevaron al patio de la urbanización con cualquier excusa y buscaron un sitio apartado para hablar.

—Ha vuelto —dijo Pedro.

—¿Cómo?

—Que ha vuelto —confirmó Guille.

Jose miró a uno y luego al otro, incrédulo. Se alejó un par de pasos y negó con la cabeza.

—No tiene gracia, gilipollas.

—No es coña, Jose.

—¡Iros a la mierda, anda! Seréis pringaos…

Pedro cogió a su amigo de la manga.

—Vamos. Venga, que te lo enseñamos.

—¡Déjate de hostias, imbécil!

—¡Que es verdad, cojones! ¡Que ha vuelto! Hay un esqueleto en su puerta, como el año pasado.

—¡Que no, hostia, que no! Será algún gilipollas que lo ha puesto ahí, para hacerse el gracioso, joder.

Aquello no se les había ocurrido.

—Pues vaya mierda de broma. Me cago en su putísima madre —soltó Guille.

—¡No, hombre! ¿Quién iba a querer en el edificio gastar una broma así, después de toda la mierda que tuvimos que pasar? —dijo Pedro.

—Y yo qué coño sé. Cualquier puto crío, joder. Si es que no os enteráis de nada.

—No sé, tío.

—Igual lo habéis puesto alguno de vosotros —sugirió Jose.

—¡Y una mierda! ¡Cómeme el nabo, hombre! —gritó Guille.

—¿Vosotros os creéis que soy idiota o qué? ¡Dejad de tocarme los huevos ya, hostia!

—Joder, tíos, vamos a calmarnos un poco —medió Pedro—. Te juramos que es verdad, Jose. Este y yo estamos tan flipados como tú. Pensábamos llamar a la puta puerta, pero hemos pensado en contártelo antes.

Jose empezó a andar en círculos, entre cabreado y confuso.

—No me jodáis, no me jodáis. Llamar a la puerta. Hay que joderse. Hay que ser imbécil, tíos. Manda cojones…

—¿Qué pasa, te faltan huevos? —atacó Guille.

Jose se paró en seco y le lanzó una mirada asesina detrás de su flequillito oscuro.

—Venga, coño, que no muerde —añadió Guille.

—Serás puto payaso. Cobarde tu puta madre, chaval. Me cago en dios… —respondió, y volvió a caminar en círculos—. No. ¡No! Paso, joder. Además, ¿qué mas da? Dejadlo y ya está. Yo me vuelvo a casa. Que os den por culo. Pringaos.

Echó a andar de vuelta a su portal.

—Y los demás críos ¿qué? —dijo Guille.

—Qué. Y a mí que más me da, cojones —respondió, sin darse la vuelta.

—Que si llaman y es él ¿qué?

Jose se paró en seco.

—Si es el puto viejo ese… yo qué sé —dijo, haciendo un aspaviento—. Que se apañen, joder. Nosotros ya tuvimos lo nuestro.

—Venga Jose, no me jodas.

—¿Pero qué coño no entendéis, joder? ¡No pienso volver a pasar otra vez por esa mierda!

Se alejó unos metros, chasqueó la lengua y volvió a ponerse a andar en círculos, mascullando algo incomprensible.

—Venga, Jose. Vamos a verlo. Solo para comprobarlo, nada más.

Se detuvo y los miró detrás de su flequillo. A Guille aquella mirada le pareció distinta. Había desaparecido el desdén habitual en él, para ser sustituido por algo similar al miedo.

—¿Solo comprobarlo?

—Solo comprobarlo, Jose, joder. No es más que un puto esqueleto de plástico, hostia.

—Putos chinaos. Me cago en mi vida, joder.

 

Subieron por las escaleras. Jose no había vuelto a coger un ascensor desde la noche de Halloween del año pasado.

Cuando llegaron, el esqueleto aún seguía allí. Pero la puerta estaba entornada. Un rectángulo alargado y silencioso de penumbra los dio la bienvenida.

—Eeeeeh. No. Me. Jo. Das.

—Vale, vámonos —dijo Jose.

—Espera, hombre, espera.

—Pero qué dices, Guille. ¿Tú estás pirao? Vámonos de aquí cagando hostias, tío.

Guille lo miró de reojo. La puerta estaba abierta y esa oscuridad le producía cosquillitas en el estómago. Aquella puerta solo se abría una vez al año. No lo iba a dejar pasar.

—Tío, piensa en Diego.

—Qué pasa con Diego.

—Joder, que igual está ahí dentro, tío.

—Qué coño dices, tronco.

—Sí, joder. A ver, piensa un poco. Diego desapareció aquí mismo el año pasado. Lo vimos con nuestros propios ojos. ¿Dónde coño iba a haber ido?

—Ostras, tío, que la casa ya la miraron… que estaba vacía…

—Ya, claro, y el viejo ¿qué pasó con él?

—Eso ¿qué pasó con él? —añadió Pedro.

—Yo qué sé, tronco.

Jose volvió a dar vueltas sobre sí mismo.

—Jose, tío, esta puerta solo se abre una vez al año.

—Me cago en la puta… —susurraba Jose, dando vueltas— Yo no quiero esto, joder, yo no quiero esto, tíos.

—Tranquilo, hombre. Solo vamos a entrar, a ver si está Diego. Dejamos la puerta abierta.

—Quédate en la puerta, si quieres. Así nos aseguramos de que se quede abierta.

—¿En serio queréis entrar?

Guille se irguió y apretó los puños.

—Por supuesto.

—¿Tú también, Pedro?

—Sí. Creo que Diego está ahí dentro, tío.

—La madre que os parió, joder. Estáis zumbaos, colegas. Estáis putos zumbaos. Me cago en la puta.

Jose resoplaba y se secaba las manos contra el chándal negro. Tomó una decisión y levantó el dedo como un profesor imponiendo silencio en clase.

—Vale. Por Diego ¿estamos? Por Diego. Pero yo me quedo en la puerta.

—Claro, bro.

 

Guille puso la mano en la hoja. Estaba fría. Antes de empujarla, aguzó el oído y escuchó unos segundos. Silencio.

La puerta se deslizó limpiamente bajo la presión de su brazo, sin extraer un solo sonido de sus bisagras. Una enorme boca de negrura se abrió delante de ellos.

Guille entró primero. Aquella estancia parecía extenderse en todas direcciones, con sus límites ocultos tras la oscuridad. La luz procedente de la escalera quedaba ahogada unos metros por delante. Pedro entró detrás de él, y Jose se quedó en el quicio de la puerta. Sus facciones desaparecieron devoradas por su silueta negra.

—¿Diego?

—Diego ¿estás ahí?

Avanzaron a ciegas, hasta que sus ojos empezaron a acostumbrarse a la oscuridad.

—Espera. ¿Dónde estamos? —dijo Pedro.

Guille se detuvo. Ciertamente, aquello no parecía una casa normal. Las paredes, sin ir más lejos, no eran lisas. Parecían más bien un papel arrugado y estaban llenas de zonas de sombra.

Volvió la vista atrás. Jose seguía allí apostado, como una figura de cartón de unos grandes almacenes.

—¿Qué pasa? ¿Va todo bien? —preguntó desde la puerta.

—Sí. Bueno… las paredes. Son raras.

—Raras por qué.

—No son rectas. Tienen como huecos.

Pedro sacó su teléfono y enfocó la luz hacia ellas. Parecían de piedra. Excavadas en la roca. No             quedaba rastro de aquel gotelé que tenían las de su casa. Luego enfocó hacia delante, pero la luz se perdía en la oscuridad. Guille le tocó el hombro.

—¡Mira! —le dijo, señalando hacia el techo. Pedro iluminó hacia arriba. El techo también era una roca de color áspero, grisáceo.

—Qué coño es esto —susurró.

—¿Diego? Diego ¿estás ahí? —gritó Guille.

Los ecos de sus voces parecían perderse entre la piedra circundante. Según avanzaban, la silueta de Jose iba quedando cada vez más lejos. Aquella casa parecía ser más grande de lo normal. Guille sintió un escalofrío, seguido de un cosquilleo en el estómago.

Pedro enfocaba a las paredes y también al techo, de vez en cuando.

—Hay algo ahí —dijo, en un momento dado.

Señalaba a la pared de la derecha. Allí había unas marcas. Unas líneas verticales grabadas como con cincel en la roca. La surcaban de arriba abajo en intervalos regulares. En el techo también había señales, esta vez líneas curvas que se perdían en la oscuridad. Si representaban alguna figura, los niños no fueron capaces de determinar cuál era.

—Mira el suelo —dijo Guille.

Efectivamente, cuando iluminó el suelo con el móvil, pudieron ver que, en algún momento, la tarima de la casa se había transformado en un suelo de fina arena. Guille se sintió totalmente desorientado, como si de golpe se hubiera transportado a otro tiempo y otro lugar. Volvió a mirar atrás. Afortunadamente, la silueta de Jose seguí allí y parecía estar mirando el móvil. Al muy capullo le daba igual todo aquello, pensó.

—¿Dónde coño estamos? —preguntó Pedro.

—Joder, no tengo ni idea.

—Esto no me gusta nada, Guille. Igual deberíamos volver.

—No, Jose está en la puerta. Yo creo que podemos salir cuando queramos. Venga. Vamos a seguir. Tienes batería ¿no?

—Sí. Un noventa por ciento.

—Cojonudo. Apunta hacia delante, anda.

Siguieron caminando. Un par de metros más allá, la linterna del móvil enfocó algo justo frente a ellos. Una roca grisácea ocupaba una buena parte del centro de la estancia. Tenía una forma peculiar, casi rectangular, con un gran saliente en la mitad inferior, como un enorme peldaño. Y otra roca más pequeña adosada a ella.

—Y esto ¿qué coño es?

—Yo qué sé. Sigamos —propuso Guille.

Rodearon las rocas, pero el camino terminaba un poco más allá, en una pared grabada con extraños símbolos curvos.

—¿Esto es todo? ¿Hemos llegado al final?

—Eso parece, ¿no?

—¡Diego! ¡Diego!

Pedro daba voces, pero no había respuesta.

Guille volvió a plantarse delante de las rocas que ocupaban el centro de la estancia. Jose era una figurilla oscura apenas distinguible al final de un largo túnel, recortada contra el cuadradito blanco del descansillo. Las proporciones de aquel lugar no eran correctas; de alguna manera, sobrepasaban el espacio que ocupaba cualquiera de los pisos de la urbanización.

Las rocas tenían curiosas protuberancias en sus contornos y Guille pidió a Pedro que las iluminara de nuevo.

—Fíjate, parece una cabeza —dijo, señalando al extremo superior de la roca principal.

Se acercó para revisarla más detenidamente. No solo parecía una cabeza, sino que las protuberancias que nacían por debajo de ella recordaban a los hombros de una persona. Se trataba, sin duda, de una figura humana sentada esculpida de manera tosca. Y la cabeza parecía albergar facciones.

—Acércate, bro. Enchufa ahí la luz.

Pedro plantó el móvil delante de la cabeza y pudieron ver claramente un par de ojos estrechos como rendijas, una nariz aguileña que colgaba sobre unos labios finísimos y una larga barbilla que sobresalía del conjunto como un pico de piedra.

—Su puta madre.

—Es… Es él…

—Sí. El viejo podrido.

Pedro se alejó instintivamente y el móvil cayó al suelo. Lo recogió con un juramento. Guille seguía examinando la roca.

—¡Una estatua, no me jodas!

—Está como sentado. Por eso el saliente de abajo. Mira. —Señaló Guille—. Son las piernas.

—Ya, pero tiene algo encima ¿no? ¿Eso qué es?

Sobre las piernas, en su regazo, descansaba un recipiente cóncavo. Toda la estatua estaba esculpida en un granito azul pálido, pero el fondo del recipiente tenía un tono oxidado.

—Parece un cuenco.

Pedro apartó la luz para enfocar a la roca más pequeña que descansaba a los pies del viejo podrido.

—Y esto parece otra persona.

Efectivamente, la piedra de contorno redondeado parecía representar una pequeña figura humanoide con las piernas encogidas y una cabeza desproporcionadamente grande de orejas puntiagudas. Su aspecto general era retorcido, como si tanto su proporción como su postura y su inclinación sobre el plano vertical no fueran naturales, sino el producto de alguna malformación, o de una perversa desviación de la mente de su escultor.

—¿Qué crees que es?

—No sé, pero da bastante grima el muy cabrón —contestó Guille, y puso la mano en el recipiente que descansaba en el regazo del viejo podrido.

En el preciso instante en el que las primeras células de la yema de su dedo entraron en contacto con el granito, Guille se vio transportado de nuevo a la plaza del pueblo.

 

La multitud rodeándole y coreándole. El cielo azul restallante atravesado por las nubes blancas, ensordecedoramente blancas. Las tres chicas vestidas con trajes regionales, sonriéndole. Los hombres con camisa de cuadros, rodeando la mesa. Y Jose, con su chándal negro y su puto pelo negro ondeando al viento, tumbado sobre ella. Uno de los hombres apretaba su cabeza contra la superficie de madera. El otro le tenía agarrado por los tobillos, justo encima de las Adidas. Los ojos negros de Jose estaban clavados en Guille y carecían de expresión.

—Hola, Guille —dijo una voz detrás de él.

Guille se dio la vuelta. La chica de pelo castaño se había separado de las otras y ahora estaba junto a él.

—Hola —titubeó.

—Es tu gran día.

—¿Mi gran día?

—Puedes volver, si quieres.

—¡Guille! —Un grito brotó de la multitud, por encima del jaleo reinante.

—¿Volver?

—Sí, claro. Es lo que querías ¿no? Por eso estás aquí.

—¡Guille!

—Solo tienes que hacerlo. Una vez más —le dijo la chica mientras le ponía algo en la mano.

Era un cuchillo de filo corto. Estaba helado. El frío recorrió los músculos de su brazo hasta llegar a su hombro, y de allí se extendió por su pecho, sus piernas y su estómago y penetró en su corazón que, bombeando a mil por hora, lo distribuyó por todas sus venas. Era como zambullirse en una piscina de hielo. Era como perder la conciencia de su propio cuerpo y solo sentir un frío absoluto, níveo, prístino, diamantino y puro.

—Fácil ¿no? —dijo la chica.

—¡Guille!

—¿Qué?

De repente, Pedro estaba zarandeándolo con fuerza y su mano había dejado la estatua. Guille había vuelto a aquel lugar oscuro e irreal, aunque su cuerpo seguía atravesado por el frío.

—Estabas ido, tío. ¿Qué coño te pasa? ¿Estás bien?

—Sí, sí. Perdona.

Se llevó las manos a la cara para frotársela y despejarse. Una de ellas estaba cerrada en un puño y sostenía un cuchillo.

—Tío, ¿de dónde coño has sacado eso?

Guille miró el arma, extrañado. Pensó en algo, rápido, cualquier cosa:

—Lo tenía en el bolsillo. Por si acaso.

—Joder, colega. Qué susto me has dado, cojones.

Guille se arregló la ropa, toda arrugada por los tirones de su amigo.

—Larguémonos de aquí. Todo esto es raro de cojones, colega. Me está poniendo de los nervios —dijo Pedro.

—Espera.

Guille sopesaba el cuchillo. «Puedes volver, si quieres». Las palabras de la chica brillaban de forma intermitente, como un cartel luminoso en su mente. Volvió a observar la estatua y el recipiente con el fondo teñido de color cobrizo, y entonces comprendió a qué correspondía aquella mancha y lo que se esperaba de él.

—Venga, tío, vámonos. Esto es una puta mierda todo. No debimos venir.

Guille levantó las manos sobre las piernas del viejo podrido y, con un rápido movimiento, rajó la palma de una de ellas con el cuchillo. La sangre goteó sobre el cuenco de granito con un sonido hueco.

—¡Pero qué coño haces! ¡No me jodas, tío! ¿Te has vuelto loco o qué?

—¡Eh! ¿Qué pasa ahí? ¿Va todo bien? —gritó Jose, allá lejos.

—Hola, chaval —dijo una voz oscura y cavernosa.

—Hostia. Puta —balbuceó Pedro, dando un paso atrás.

El viejo podrido sonreía desde su asiento de piedra. Un brillo oscuro se escapaba tras las rendijas de sus ojos. Entre sus labios sobresalía una fila de largos dientes delgados. Sus dedos finos y cuarteados sostenían el recipiente de piedra manchado con la sangre de Guille, que ahora se apretaba la palma de la mano para contener la hemorragia.

—Ay, joder… —se quejó.

El viejo empezó a reírse, sin abrir la boca. Aquel sonido parecía proceder de lo más profundo de sus vísceras.

—Vaya, vaya, vaya. ¿Qué os trae por aquí otra vez, mocosos? —dijo, tirando de la cadena que colgaba de su mano izquierda. La criatura que estaba a sus pies se llevó las manos al collar que conectaba con ella en su garganta y soltó un gemido.

—Había un esqueleto en su puerta. Otra vez —dijo Guille, lamiendo la sangre del canto de la mano.

—¡Pues claro, joder! ¡Es Halloween! ¡La mejor noche del año! —contestó el viejo, agitando las manos con entusiasmo, y volvió a reírse. Aquel sonido cavernoso le ponía a Guille los pelos de punta.

—Eh, tú. ¡Saluda! ¡Saluda a estos chavales, anda! —dijo, tirando otra vez de la cadena.

La criatura que estaba agachada a sus pies se levantó y los miró con cara de pena.

—Pero haz algo, joder. ¡No sé! ¡Unas cabriolas! Hay que joderse, si es que no sirves para nada.

La criatura dio un saltito patético y chocó los pies en el aire.

—Hostia —exclamó Pedro, dando otro paso atrás sin poder apartar la mirada de la criatura diminuta —. Hostia puta.

Levantó la mano para señalar con el dedo al bicho aquél.

—Su cara. ¡Mira su cara, tío!

Guille se fijó entonces en la criatura aquella,  que los miraba con cara de pena mientras intentaba ejecutar algún tipo de baile de forma bastante lamentable. No mediría más de cincuenta centímetros de alto. Llevaba un pantalón corto roto por las rodillas, llenas de mugre, y un calzado mohoso de color verde. Una camisola raída completaba su vestuario. Una mata de pelo negro, sucio y rizado, caía sobre su cara de forma desordenada. Y aquel rostro diminuto era un rostro de niño: el rostro de Diego. La visión de la cara en miniatura de su amigo desaparecido, colgada de aquella criatura contrahecha como el retal equivocado de un disfraz defectuoso, le provocó un nuevo escalofrío.

—Qué cojones… —susurró.

El viejo se reía histéricamente. Parecía estar pasándoselo de miedo con todo aquello.

El gnomo Diego los miraba con una mueca penosa dibujada en su carita, lo que acentuaba aún más la siniestra repugnancia que despertaba en ellos: la sensación de que una anormalidad ontológica se había filtrado de alguna manera por una grieta en su preordenada existencia suburbial.

—¿Qué pasa, mocoso? ¿No te acuerdas de tus amiguitos de mierda? —reía el viejo podrido mientras le zarandeaba tirando de la cadena—. Diles algo, hombre.

El pequeño Diego sollozaba con la cabeza gacha.

—¡Bah! ¡Si es que no sirves para nada, joder! —aulló el viejo, y le soltó un bofetón con el dorso de la mano izquierda.

—¡Déjele en paz, capullo! —gritó Pedro—. ¡Es nuestro amigo!

El viejo podrido se retorcía de la risa en el asiento.

—Ya no, chaval. Ya no. ¡Ahora es mío! Es mío desde que lo convertí en lo que es, hace exactamente un año. Aunque, si te digo la verdad, tampoco es que me sirva de mucho. Es bastante inútil. ¿Era así de idiota antes?

—¡Serás cabrón! —gritó Pedro, con los puños cerrados.

El viejo volvió a partirse de risa.

—¡Joder! ¡Diego! No me jodas… —gruñía Guille, apretando el cuchillo en su mano. Pensó en atacar al viejo podrido con él y le vino a la mente la imagen de la matanza, con todo el pueblo a su alrededor y la mesa frente a él. Solo que en la mesa no estaba el viejo podrido, sino Jose. El ruido de una puerta cerrándose le sacó de su ensimismamiento. Miró hacia atrás y vio que el pequeño cuadrado de luz que indicaba la puerta de entrada, que su amigo tendría que estar sujetando, había desaparecido.

—¡Jose! ¡No me jodas! —susurró Pedro. Se habían quedado a oscuras y también prácticamente en silencio, pues solo se oía una respiración acelerada a sus pies.

—¡Coño, Pedro, enciende el puto móvil, hostia!

—¡Ya voy, ya voy!

Pedro manipuló el aparato con torpeza. Apretó el botón de desbloqueo, pero no se encendía. Lo volvió a intentar. Nada. Estaba como muerto.

—Joder, si me quedaba batería… No me jodas. ¡No me jodas, bro!

—Trae aquí, joder.

Guille palpó a su derecha y tocó dos brazos delgados que se agitaron sobre los suyos, como si no supieran dónde colocarse.

—¡Coño, estate quieto!

—¡Pero si no estoy haciendo nada!

Guille apartó sus manos de allí inmediatamente, pero aquellos brazos extraños le siguieron, palpándole el cuerpo como si se hubieran multiplicado. Él se alejó soltando manotazos, levantando las piernas, retorciendo los hombros, arqueando la espalda, pero no conseguía desprenderse de ellos y sentía náuseas al pensar que podía tratarse de los del viejo podrido o de los de aquel Diego semimonstruoso. La respiración entrecortada le seguía a todas partes y parecía rodearle, como si en lugar de una garganta procediera de aquellos brazos que aumentaban de número por doquier.

—¡Aaaaarrrg! ¡Ya basta! ¡Ya basta! ¡Déjeme en paz, hijo de la gran putaaaaa!

Los brazos desaparecieron obedientemente y una luz se encendió delante de su cara iluminando desde abajo el rostro de nariz aguileña del viejo podrido justo frente a él.

—¡Buh! —aulló el viejo, y su aliento con olor a cueva húmeda llenó la nariz de Guille, que dio un salto atrás y chocó contra la pared.

El viejo sujetaba el móvil encendido de Pedro justo bajo su barbilla. Las sombras de sus cejas pobladas de pelos enmarañados se elevaban sobre su cabeza como conos invertidos de vacío.

Estalló en carcajadas y tiró el aparato al suelo, que quedó encendido, iluminando la escena. Luego volvió a la silla de piedra dando saltitos y tarareando una cancioncilla infantil:

Uno nunca sabe

De dónde asomé

Dos letras me cuentas

Y cinco después

Ocho que te llevas

Y trece las ves

Y vuelves al ocho

Para hacerlo bien

Uno nunca sabe

De dónde asomé

—Hijo de puta —susurró Guille, resbalando por la pared hasta quedar sentado.

El viejo podrido terminó su canturreo estúpido y recogió del asiento el recipiente de piedra manchado de sangre. Se sentó de nuevo y le miró fijamente.

—Tú quieres volver. Por eso estás aquí —afirmó, levantando su inmensa barbilla como un barco que remontara una ola durante una tormenta—. Pero tú no —añadió, apuntando con el dedo índice a Pedro, que no se había movido del sitio.

—¿Cómo? —dijo Pedro.

—Sí, sí. Tu amigo quiere volver. Es un niño muy travieso. ¿A que sí?

Guille se sujetaba la cabeza entre las manos. Apoyaba los codos en las rodillas, sentado contra la pared de piedra. Dos espirales grabadas en ella se cruzaban entre sí justo encima de él.

Una figura vestida de negro apareció en el borde del círculo de luz.

—¿Qué pasa, tíos? ¿Qué coño es eso?

Era Jose.

—Joder, Jose. Qué susto, coño —decía Pedro.

—¿Todo bien? He oído gritos y…

Cuando Jose vio al viejo podrido, sentado en su trono de piedra, levantó las manos delante de él como si pretendiera parar un camión que estuviera a punto de atropellarle.

—No. ¿Otra vez? No. ¡No! ¡Nooooo! ¡No no no no no no no no!

Y echó a correr en dirección a la puerta.

—Joder… ¡Jose! —gritó Pedro, que salió detrás de él.

—¡Jo, jo, jo, jo, jo, jo, jo, jo! —rio el viejo, dando manotazos a la silla de piedra como un niño. A sus pies, el gnomo Diego observaba fijamente a Guille, en cuclillas.

El viejo dejó de reir de repente y chasqueó los dedos. Se oyó un cerrojazo detrás de ellos. Guille miró hacia allá, pero fuera del círculo iluminado por el móvil de Pedro todo estaba sumido en la más absoluta oscuridad.

—Bueno. Entonces ¿qué? ¿Quieres volver? —preguntó el viejo, incorporándose con los codos sobre las piernas y mostrando un repentino interés por el chico.

Guille miró al gnomo Diego. Sus facciones eran idénticas a las de su amigo, pero no conseguía identificar ni un solo atisbo de inteligencia en ellas. Un escalofrío volvió a recorrer su espalda.

Afirmó con la cabeza.

—No podrás regresar aquí. Lo sabes ¿verdad?

Guille volvió a afirmar con la cabeza.

—Una condición —balbuceó.

El viejo se echó hacia atrás en la silla. Entrecerró los párpados hasta que sus ojos no fueron más que dos afiladas rendijas alrededor de su nariz aguileña.

—¿Cómo dices, mocoso?

Guille carraspeó.

—Con una condición.

—¿Condición? ¿Qué condición? Tú aquí no decides nada, pringao.

—Que nos lo devuelvas. A Diego.

—¿Qué os devuelva a este? ¿Este pequeño inútil? ¿Por qué?

—Tú lo has dicho. No te sirve de nada. Yo me ofrezco en su lugar.

—¿En su lugar? ¿Y yo qué saco con eso? ¿Eh?

—Él no te sirve de nada. Pero yo quiero hacerlo. Joder, no he pensado en otra cosa en todo el año. Llévame a mí. Lo haré mejor que él. Déjale marchar.

—Mmmh.

El viejo se frotaba la barbilla con una de sus manos, mientras con la otra acariciaba la superficie cóncava del cuenco que descansaba en su regazo.

—Bueno, si tanto te apetece, te propongo un trato.

—¿Un trato?

—Síííííííí. ¡Un trato, hombre! Verás, para cambiarte con éste tendrás que demostrarme que estás convencido de verdad para volver allí. Que realmente serás capaz de servirme con eficacia.

Guille miró alrededor, desconcertado.

—¿Cómo?

—¿No se te ocurre? —dijo el viejo, señalando con la mirada el cuchillo que yacía en el suelo. Su filo reflejaba la brillante luz del móvil en una tajada nívea, como la blancura de las nubes o los dientes de aquella chica que le aguardaba en la plaza del pueblo—. Un sacrificio, chaval. Ofréceme un sacrificio.

Desde el final del pasillo llegaron los gritos de sus amigos.

—¡Joder! ¡Está cerrada! ¡La puta puerta no se abre!

—¡No me jodas! ¡Empuja, hostia!

El viejo sonrió. Sus dientes reflejaron la luz del móvil y el espacio entre ellos se llenó de pozos de sombra. Cuando el móvil se apagó quedó sustituido por un velo impenetrable de oscuridad. Guille oyó una suave carcajada. Justo antes le pareció haber visto por primera vez una sonrisa en la cara del gnomo Diego. Una sonrisa maliciosa.

Se levantó y recogió el cuchillo antes de olvidar su posición exacta en medio de la oscuridad. Luego avanzó caminando en círculos, intentando orientarse. El suelo rocoso le hacía perder el equilibrio. Extendía las manos por delante de él, temiendo toparse en cualquier momento con la silla de piedra o una pared, pero solo encontró vacío. Se preguntó si todo aquello habría desaparecido, o si el viejo lo había enviado a algún lugar, como ya hiciera el año pasado. Cuando empezaba a desesperarse, encontró la respuesta: se hizo visible una luz lejana, una especie de brillo rectangular que parecía estar a varios cientos de metros de él. Avanzó hacia allí y, a medida que se acercaba, empezó a oir un sonido confuso, un ruido amalgamado y agudo que se fue sustanciando hacia lo que parecía un griterío.

Se trataba de una puerta. Pero no era la misma puerta que habían atravesado al entrar en el piso del viejo podrido. Aquella puerta era más grande, de madera oscura y gruesa. Y conducía al exterior. Ante ella, las columnas de madera de unos soportales daban paso a la plaza mayor de un pueblo, en la que una multitud gritaba y jaleaba y se abría dejando un pasillo hacia la puerta. Tres muchachas vestidas con traje regional, rojo y negro, bailaban una jota en el centro de la plaza, frente a dos hombres que tocaban una dulzaina y un tambor. La zona situada frente a ellos, dentro del corro formado por el gentío, quedaba fuera del ángulo de visión de Guille.

Allí arriba, las nubes largas y afiladas chirriaban sobre el cielo azul palpitante. Su agudo crujido reinaba sobre el griterío, que aumentó cuando parte del público vislumbró a Guille tras la puerta abierta.

—¡Allí está! —gritaban— ¡Ya está aquí!

El chillido de la dulzaina creció hasta unirse al aullido de las nubes y terminar colapsando sobre la muchedumbre. Las tres chicas dejaron de bailar y los músicos se retiraron tras ellas. Con el fin de la música se hizo el silencio. Un silencio pesado y denso, casi sólido.

La chica de pelo castaño le sonrió y los pies de Guille se movieron por sí solos hacia la puerta. Cuando la cruzó sintió cómo se posaba sobre sus hombros la mirada de la multitud. Un ansia cargado de electricidad recorrió su sistema nervioso. El aire frío le agitó la camisa. Notó cómo cambiaban sus terminaciones nerviosas y su sentido del tacto pasó a una frecuencia diferente, como si se hubiera sumergido en un medio especial, del que solo él pudiera formar parte.

Avanzó hasta el centro de la plaza. La muchedumbre seguía callada. Solo una voz rompió el silencio.

—Ahora sí, Guille. Ahora sí.

Era la chica de pelo castaño. Le miraba fijamente. Estaba muy seria. Sus labios carnosos, rosados y suculentos, permanecían cerrados, concentrados en él. Solo el aire susurraba con una insoportable levedad a su alrededor.

En la mesa situada frente a él se agitó una cosa negra. Dos hombres, los mismos dos hombres de siempre, la sujetaban con los brazos. A los pies de uno de ellos, un cubo metálico con manchas de óxido esperaba recibir el líquido cálido y restallante. La cosa temblaba, pero los hombres la apretaban firmemente contra la madera, que crujía acompañando con su ritmo cadencioso la respiración entrecortada de la cosa negra.

¿Era real todo aquello? ¿No sería otro de los trucos del viejo, como lo del año pasado? Guille se miró la palma de la mano izquierda. Allí seguía la herida producida por el cuchillo, manchada de sangre seca. No sentía ningún dolor. Si acaso, una punzada de frío helado que le subía por el brazo hasta llegar al cuello. Todas aquellas sensaciones, el frío, el griterío inicial, la música, el violento azul del cielo y el blanco de las nubes… todo aquello era tan jodidamente real… La cosa negra se agitó delante de él y soltó un gemido, mirándole.

En los ojos de Jose detectó un gesto de súplica, un acento instintivo que pronto mutó en un relámpago de odio imposible de eludir. En realidad era algo muy propio de él, ahora se daba cuenta. Casi una muletilla. Una mueca que denotaba un desprecio enraizado de forma profunda en su personalidad, porque aquel niñato siempre se creyó superior a él, con su ropa negra y su pelo a la moda. Sintió crecer el desprecio también en su interior, como si se hubiera contagiado de inmediato con él, y apretó el mango del cuchillo en su mano derecha.

El silencio reinaba como un enorme animal muerto pudriéndose en la plaza. Podía mascarse y tenía un tufo amargo. ¿Era real todo aquello? ¿No sería otro truco del viejo? Y después, ¿qué pasaría, realmente? ¿Quedaría con el viejo a su servicio, como un enano contrahecho? ¿Merecía la pena? Estaba sumido en una profunda confusión. Sin embargo, allí fuera todo era frío y claro como el agua de un arroyo. ¿Seguiría siendo así para siempre? ¿Era real todo aquello? ¿Acaso era normal que un niño de su edad se estuviera haciendo esas preguntas? Quizá tuviera que ser así. Quizá tuviera que sufrir toda aquella tortura interior para abrazar algo nuevo, algo diferente. Había soñado tanto con volver allí… El tacto electrizante del cuchillo. El aire helado sobre su piel. La sonrisa de aquella chica. «Ahora sí —le había dicho—. Ahora es tu momento». Pero ¿era real todo aquello? Dios, ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Tenía que ser tan difícil, realmente? «No —pensó—. En realidad, no tenía que ser tan difícil. No, si yo no quiero».

Guille se secó una lágrima con el dorso de su mano y luego la puso sobre la frente de Jose, que intentó apartarse sin conseguirlo, porque aquel hombre lo tenía firmemente sujeto. Vio el gesto de repugnancia de Jose al tacto de su piel y, enarbolando el cuchillo, volvió a preguntarse si sería real todo aquello.

El filo se recortaba contra el cielo como una nube y su glorioso chillido reverberó en sus oídos. Los ojos de Jose se abrieron como dos ventanas incapaces de contener el asombro.

Guille lanzó el cuchillo hacia abajo con todas sus fuerzas.

 

Pedro deambulaba a tientas en la oscuridad. Jose y él habían golpeado la puerta una y otra vez, sin éxito, y cuando se apagó el móvil, allí a lo lejos, su amigo había desaparecido engullido por la oscuridad.

Ahora oía algún sonido ocasional. Roces. Pasos. Respiraciones. Pero le resultaba imposible determinar su origen, ni la distancia a la que se encontraban. Caminaba a tientas, extendiendo sus brazos, tropezándose con las rocas puntiagudas del terreno, arañándose con la piedra áspera de las paredes.

—¡Guille! ¡Jose! Tíos, ¿dónde estáis? ¡Larguémonos de aquí, por favor!

Todo aquello le parecía una locura. Un mal sueño. Se habían confiado. Pensaron que podían recuperar, de alguna forma, a Diego. Después de un año, habían subestimado los poderes del viejo y relativizado la traumática experiencia que habían vivido en ese mismo lugar. Nunca debieron entrar allí.

Pedro había perdido toda orientación y lo que inicialmente había parecido una tarea relativamente sencilla, desandar en línea recta un pasillo que no era muy ancho, se había convertido en algo así como zozobrar en una barquita de madera sobre un océano embravecido, porque en realidad se encontraba en un espacio de extensión indeterminada completamente a oscuras en el que parecía recorrer una y otra vez los mismos lugares. Cuando llegaba a una pared esta parecía ser siempre la misma, rugosa y hostil. Los baches del terreno que se clavaban en las suelas de sus zapatos y se trababan contra la punta de sus pies le asaltaban con una insistencia exasperante, como una pequeña tortura que a fuerza de repetirse resultara insoportable.

—¡Guille! ¡Jose! ¡Venga, tíos! ¡Vámonos, hostiaaaaaaa!

Dio de nuevo con una pared y la golpeó con el puño. Apenas notó los bordes afilados del mineral rasgando su piel. Gimió y se dejó caer, desesperado, contra ella.

A su izquierda, justo a su lado, una respiración agitada y un gemido le hicieron dar un bote.

Un parpadeo de luz.

Frente a él, unas sombras se contoneaban de forma grotesca contra la pared. Aumentaron de tamaño como una ola que arrasara la cueva y casi pudo oír su rugido. Luego cayeron hasta concentrarse en un bulto desmadejado de color negro, tirado en el suelo. Un extremo de aquel bulto se giró y mostró el rostro de Jose, mirándole con sus ojos negros, aterrorizado. Sobre la mano sujetaba un móvil, que era lo que creaba aquellas sombras. En la otra tenía la cabeza de Guille, que estaba acurrucado junto a él. Pero había otra cosa delante, un bulto verdoso, de pelo enmarañado: el gnomo Diego.

—Jose, hostia, ¿qué ha pasado?

Pedro se acercó a ellos. El gnomo Diego se apartó arrastrándose sobre dos piernecitas contrahechas y quedó acurrucado a los pies de Guille. Desde allí los contemplaba con sus ojos vacuos, como una mascota estúpida.

Guille respiraba en bocanadas cortas. Sus manos yacían sobre su vientre, manchadas de sangre. La misma sangre que manaba de entre su ropa. En el suelo junto a él, descansaba el cuchillo. Jose temblaba en sacudidas periódicas.

—No pudo hacerlo —gimió—. No pudo hacerlo.

—¿De qué hablas, tío? ¿Qué ha pasado? ¡Hay que pedir ayuda, sacarlo de aquí, hostias!

Una garra parda y arrugada atenazó el rostro de Guille. El viejo podrido acercó su cara picuda a la luz.

—Qué decepción —murmuró.

Cogió el cuchillo y lo limpió contra su pantalón. El gnomo Diego se alejó de él, gimoteando como un animal herido.

—Por un momento llegué a pensar que iba a poder hacerlo. ¡Bah! Nadie está a la altura. Habéis perdido la fe. ¡Todos vosotros! —sentenció, con una mirada de infinito desprecio.

Abrió la palma de su mano para mostrarles el cuchillo, que lanzó destellos contra la pared como el agua de un acuario para desaparecer después ante sus ojos en un santiamén. Luego llevó el cuenco de piedra hacia el vientre de Guille y, presionándolo, recogió en él su sangre. Guille no emitió sonido alguno. Su respiración era ligera, apenas perceptible. Su cara, pálida como una máscara.

El viejo se levantó y le dijo al gnomo Diego:

—Eres libre. Lárgate. La verdad es que no has sido más que un coñazo, niñato de mierda.

Los lanzó otra mirada de infinito desprecio, se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad murmurando juramentos como un viejo cascarrabias.

El gnomo Diego gimoteaba con las manitas sobre su cabeza. Se oyó el sonido de un cerrojo y de una puerta abriéndose y les inundó la luz del descansillo. Estaban tirados en una esquina del vestíbulo. A su alrededor, varias puertas conducían a diferentes estancias de una casa abandonada. La casa del viejo podrido.

—¡Joder! —dijo Jose, que seguía temblando de forma incontrolada.

El gnomo Diego se escondió en una de las habitaciones, con la cadena arrastrando detrás de él. La casa quedó en completo silencio.

Sacaron a Guille a rastras. El esqueleto seguía colgado de la puerta, con su inane sonrisa de plástico. Llevaron a su amigo contra la pared del descansillo, dejando un largo rastro de sangre sobre el suelo de baldosas blancas. Guille estaba pálido y sudoroso. Pedro le tocó la frente. También estaba helado.

—¿Por qué? ¿Por qué, joder?

Se llevaba las manos a la cabeza. Jamás debían haber entrado allí. Jamás debió perder de vista a Guille. ¿Qué pretendía su amigo? ¿Cómo podía haber pasado todo aquello?

—Toma. Llama al 112.

Jose estaba de pie junto a la puerta y le tendía su móvil con una mano temblorosa.

—Voy a buscar a Diego.

Pedro tomó el móvil y marcó el número de emergencia.

—¿Diego? ¡Diego! —gritó Jose desde la puerta, escrutando el interior de la casa. Estaba en tinieblas.

Cruzó el umbral con precaución, sumergiéndose en una oscuridad en la que se perdían los contornos del vestíbulo. ¿Había vuelto a entrar en aquella caverna? A su mente volvieron las imágenes del viejo podrido y el gnomo Diego escondiendo su carita entre sus piernas. De Guille enarbolando el cuchillo y lanzándolo con fuerza sobre su vientre. De su rostro lleno de rabia, soltando espumarajos de frustración. De su cara entre sus manos y de la sangre que no dejaba de manar, tirados en la cueva. Del gnomo Diego desapareciendo entre las sombras. Todos aquellos sucesos habían pasado por delante de él como pesadillas encadenadas de un sueño que se había rebelado real demasiado tarde. La certeza de que él no había querido hacer nada para evitar ninguno de ellos cayó aplastante a la vez que el cuerpo de su amigo sobre sus brazos.

Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra, revelando de nuevo los contornos del vestíbulo vacío. Una luz suave de tono anaranjado penetraba desde las ventanas que daban a la calle, permitiendo vislumbrar los ángulos de las paredes y puertas.

Dio un paso al frente.

—¿Diego?

Silencio. Frente a él, una gran puerta conducía a lo que debía ser el salón, vacío. Marcas de cuadros en las paredes. Polvo y manchas. Esquinas en sombras que parecían encerrar mundos. Se imaginó a la criatura, indefensa, acurrucada en una de ellas. Las comprobó todas y todas ellas estaban vacías.

—¡Diego! ¿Estás ahí?

A la derecha, una habitación pequeña, también vacía. Ni rastro de Diego. Al otro lado del vestíbulo otra puerta abierta conducía a la cocina junto a un pasillo que se internaba en la oscuridad.

Le pareció oír un ruido por allí dentro. Se dirigió allí mirando alrededor, esperando que en cualquier momento aquella criatura saliera corriendo de la oscuridad para esconderse en otro sitio. ¿Qué haría con él cuando lo atrapara? ¿Sería el mismo Diego de antes? ¿Qué diablos había hecho el viejo podrido con él? Pronto podría comprobarlo, se dijo.

—¡Diego! Venga, sal. ¡Ven con nosotros!

La encimera de la cocina estaba sumida en la sombra y totalmente vacía, creando inquietantes formas geométricas. Abrió los armarios uno a uno. También vacíos. Volvió a oir aquel sonido otra vez, como un roce, detrás de él. Se dio la vuelta, pero allí no había nadie. ¡Maldita sea! ¿Dónde se había metido el mocoso aquel?

—¡Diego!

Salió al pasillo. Otra puerta conducía al baño. Su reflejo le produjo escalofríos en el espejo. Revisó la bañera, los muebles, todo. En el pasillo, otras dos puertas conducían a habitaciones desiertas. Tenían un armario empotrado cada una. Los abrió de golpe, imaginándose al gnomo Diego oculto allí con las manos sobre los ojos como un niño que creyera que así no le verían. Pero allí no había nada.

Volvió a la otra habitación. Volvió al baño. Volvió a abrir armarios. Volvió a revisar debajo del lavabo. Volvió a revisar la ducha. Volvió a la cocina. Los armarios. Los cajones. «Los putos cajones, a quién se le ocurre», pensó. Allí no había nada, obviamente.

Volvió al salón. Se sintió observado por las marcas de los cuadros, ojos huecos llenos de indiferencia. Se frotó la frente y empezó a andar en círculos. «Y ahora, qué. ¿Volver a buscar? Y Guille ¿qué, allí, desangrándose en la escalera? En la puta escalera, como un paria. Joder, Guille. Joder».

—Nada. No lo encuentro. Es como si hubiera desaparecido.

Salió a la escalera. Guille seguía allí tendido, sobre las piernas de Pedro. Este le devolvió el móvil.

—He llamado. Vienen para acá.

—Ajá. ¿Cómo está?

—No lo sé.

Se agachó junto a él. Se encontraba extrañamente tranquilo. Como si todo estuviera calmándose. Alejándose, de alguna manera. Al sentarse contra la pared empezó a llorar. Las lágrimas caían solas, como si hubieran estado detrás de sus ojos esperando a derramarse con independencia del resto de su cuerpo, de todas aquellas reacciones que acompañaban al llanto, de las que no manifestaba ninguna. Las notó frías sobre sus mejillas, completamente ajenas a él, y le pareció raro.

Puso la mano sobre la nariz de Guille, pero no notó nada. Acercó el oído a su boca y sintió una levísima respiración, como un murmullo lejano.

—Ah… Ah… Sí —susurró Guille.

Se acercó aún más a sus labios.

—¿Qué dices, Guille?

—A…ahora…sí.

—Sssshh. Tranquilo, tío. No hables. Guarda tus fuerzas. Ya viene la ambulancia.

—Ahora sí.

 

La plaza estaba vacía, salvo por el sonido de la brisa fresca de la mañana, que la recorría resbalando sobre los muros calados de las casas, arremolinándose entre las esquinas de mampostería, rodeando las columnas de sus paseos porticados. El azul del cielo había perdido su vigor y ahora se desleía con una cadencia lechosa sobre todo lo que se encontraba a su alrededor, como un cromo de colores saturados.

Guille yacía tumbado en la mesa. Pensó en incorporarse, pero no le apetecía lo más mínimo. Se estaba muy bien allí; se sentía tranquilo y relajado, disfrutando de aquel momento tan especial, ansiado durante tanto tiempo. Y se notaba ligero, a punto de flotar sobre todo aquello. Por encima de las casas del pueblo podía vislumbrar las cumbres nevadas de lejanas montañas, cubiertas por una suave neblina. Se preguntó si tardaría mucho en elevarse y dejarse llevar como una pluma por la brisa para admirar aquella cordillera y quizá llegar volando hasta la cima más alta.

El aire frío de la mañana le arrancó una lágrima, que avanzó por su mejilla. Era una lágrima de frío, pero también de felicidad. Se quedó allí, pegada a su piel, como si no quisiera abandonarle.

De entre las sombras de los soportales se desgajó una figura. Iba vestida de negro, con ribetes rojos. El pelo castaño pegado a su cabeza, con elaboradas trenzas que reflejaban en destellos los rayos de sol. Los pelos que habían escapado de ellas se agitaban con delicadeza bajo la brisa matutina, al igual que la tela oscura de su falda. Toda ella estaba envuelta en aquella brisa.

La chica de pelo castaño y ojos azules como el cielo se detuvo frente a él y se agachó hasta poner su rostro bellísimo y luminoso a su misma altura y Guille sintió cómo se elevaba por dentro todavía más ligero, por fin a punto de empezar a volar.

—Ahora sí, Guille. Es tu momento —dijo.

Sonrió y sus dientes blancos velaron su mirada rodeados por sus labios rosáceos, su rostro perfecto, sus ojos limpios y claros, y se fundieron con el cielo, el sol y la plaza nívea y él quedó impreso allí como la sombra eterna de un pájaro en una fotografía.

—Ahora sí.

Tonos

Piratas, vampiros, rock psicodélico y el tono de todo ello

Pirática era un libro que me estaba haciendo ojitos desde hacía tiempo. Allí, cómodamente instalado en la estantería de la biblioteca pública de mi barrio, incitándome con su lomito brillante de tonos cobrizos. Pirática es un libro juvenil de Tanith Lee. Claro, cuando me enteré de que la diosa Tanith había escrito un libro de piratas la cosa se quedó grabada a fuego en mi sucio corazón. Además cabía la posibilidad de que, teniendo la protagonista dieciséis años, el libro también le interesara a mi hija mayor, que anda más o menos por la misma edad (spoiler: ya me ha dicho que no), así que tocaba leérselo antes de que fuera demasiado tarde.

Cinco estrellas sólidas de Goodreads. Un pasapáginas. Ese libro no se lee, se bebe. Es drogaína, etc., etc., etc. La cosa va de que Artemesia, la prota, que está en un internado de esos estirados de principios del siglo XVIII (pero este no es un siglo XVIII cualquiera, sino un siglo XVIII alternativo en una Inglaterra alternativa en la que ha habido una revolución y ahora es una república, sin embargo Francia sigue con su reyezuelo. Mola ¿no? Todo mola en este libro), como decía, Artemeisa, que es la prota, se cae de la escalera cuando está practicando esa habilidad fundamental para toda señora respetable que es descender por los escalones recta cual palo de escoba (para lo que en ese sitio tan guai usan la vieja técnica de plantar un libro sobre la cabeza de la interfecta) y se golpea la idem con la barandilla, lo que le hace recordar de golpe escenas de su infancia en un barco pirata junto a su madre, la Pirática de título. Y ahí se da cuenta de que está haciendo el idiota y tiene que coger la vida por los cuernos, antes de que sea demasiado tarde*. Así que se escapa y luego pasan cosas. Muchas cosas. Podría decirse que es una novela de iniciación (un coming of age de esos), pero contado desde una perspectiva muy particular, juguetona, aventurera y romántica. Porque la diosa Tanith recoge todos esos tópicos de las novelas de piratas y los adapta con total soltura a su conveniencia, y a conveniencia del tono de la historia. Art es un personajazo, una chica decidida y obstinada que va creciendo ante nuestos ojos. En el primer acto su autoridad está marcada por su inconsciencia y el recuerdo de su madre, pero al final de la novela el lector puede reconocer que el peso de su autoridad proviene de todo lo vivido y de la sagacidad que ha ido demostrando a lo largo de la misma. Su relación de amor/odio con Felix, personaje que funciona como contrapunto y polo de atracción constante, es maravillosa. Los giros son emotivos. El final justifica el mundo alternativo en el que la diosa Tanith enmarca la novela. Sus elipsis son atrevidas y divertidísimas. Y sus personajes dicen cosas como estas:

Jamás temas al mar, es el mejor amigo que las personas como nosotras podamos tener. Mejor que cualquier tierra firme, por muy hermosa que parezca. Y aunque naufraguemos y nos hundamos en las profundidades del mar, tampoco a eso debes temerle, pues aquellos que el mar retiene consigo duermen entre sirenas y perlas en reinos sumergidos.

Usted, señor, es una vergüenza para este mundo.

El mundo es en sí mismo un escenario, señor, y todos los hombres y mujeres que habitan en él son meros actores.

Luego lee uno cosas en goodreads como que nada es verosímil y por eso es una mierda, pero qué sabré yo. La diosa Tanith escribió otros dos libros continuando la historia, así que ya caerán. Después de terminar Pirática tuve el impulso de leerme toda su obra cronológicamente, pero cuando comprobé en la isfdb la desopilante insensatez de ese reto dejé el pensamiento en barbecho.

Only Lovers Left Alive, la peli de vampiros de Jim Jarmusch, también me hacía ojitos desde hacía tiempo. En su estreno la dejé pasar porque no me atrajo mucho, con ese aire de peli de habitación cerrada. Pensaba que iba a ser una cosa pomposa y pretenciosa**. La peli es de esas que salen de vez en cuando en las listas y las conversaciones sobre cine de terror, y siempre muy bien valorada. Así que ya me iba tocando verla. Y, claro, me ha enamorado por completo. Hacía tiempo que una peli no me pegaba tan fuerte. De hecho, volví a verla el siguiente fin de semana, porque inmediatamente se convirtió en un lugar íntimo, en una especie de hogar sentimental. Después de un día espantoso en el trabajo, era justo lo que necesitaba, ver a estos dos seres de luz ocultándose en la oscuridad, alimentándose de seres humanos y maldiciendo sobre las putas mierdas zombies.

La peli va de vampiros enamorados. Hay quien dice que no es una peli de terror. La verdad es que sustos no tiene. Ni escenas terroríficas. Al contrario, es una peli muy romántica. Lo que pasa que el elemento transguesor, la figura fantástica, la inmortalidad del vampiro, forma parte de su médula espinal. Es decir, tenemos a dos vampiros, Adam e Eve***, que están casados, pero que viven separados, se adoran el uno al otro y son la molonidad vampírica máxima. Sí, no se puede molar más que estos dos vampiros. Adam es retraído, apenas sale de casa, odia a los seres humanos (a los que califica acertadamente como «zombies») y depresivo, pero es enormemente creativo: tiene la casa llena de instrumentos musicales, los toca todos y compone música excelsa que una selecta minoría adora. Eve es dinámica, decidida, curiosa, optimista, sensible y tiene la casa llena de libros; no crea nada, todo lo absorbe. Tiene un tacto asombroso. Y los dos personajes se complementan a la perfección. Son como el ying y el yang. Separados no están completos. Toda la película está construida en torno a esta dinámica complementaria de los personajes, desde su presentación inicial hasta el plano final. Eve y Adam empiezan separados. Son vampiros elegantes que han construido una cotidianidad cómoda y segura. Consiguen la sangre más pura posible y se toman un chupito al día, que es como droga o sexo para ellos. Se ponen como una moto cuando pegan un trago****. Pero, estando separados, las cosas no van bien («Nunca he sabido porqué vivís separados vosotros dos», le dice a Eve (y parafraseo) el Christopher Marlowe interpretado por Johh Hurt en un momento dado), así que ella viaja (en un vuelo nocturno, claro) a casa de Adam. Me encanta la secuencia de su llegada: a él se le ilumina la cara; el ritual de entrada en la casa; cómo se abrazan; cómo le besa las manos tras quitarle los guantes… Luego la peli nos cuenta cómo su amor va consolidándose en gran parte a través de esa cotidianidad hasta que, debido a una serie de desafortunados incidentes, tienen que pasar a la acción y la película se acaba. Porque solo los amantes sobreviven.

En realidad, la peli no tiene un argumento interesante. No pasan grandes cosas. No hay conflicto. Ni tiene ninguno de esos giros de guion tan valorados hoy en día. La peli te cuenta el día a día de estas personas (más bien, ejem, la noche a noche), que puede resultarle aburridísima a mucha gente, pero que a mí me parece fascinante. Cómo Eve le ha preparado unos polos a su chico tras llegar a su casa. Cómo juegan al ajedrez. Cómo se cuentan historias el uno al otro y cómo disfrutan de ello. ¿Hay algo más romántico que eso? La peli está llena de esas historias asombrosas, contadas o sugeridas, desde la teoría Marlowe hasta el sonido de las enanas blancas, pasando por la mitología sobre Nicola Tesla. Una de las cosas que me entusiasma de la peli, aparte de la filosofía de Adam y sus putos zombies de mierda, es que todo gira en torno a la caracterización de ellos dos. Es decir, que tanto a través de la cotidianidad como de la acción dramática, todas sus reacciones los definen a la perfección. Por ejemplo, cuando, después de una noche de fiesta, Adam se lamenta de que su haya roto su guitarra de 1905, Eve coge la caja entre sus manos y la examina con curiosidad, para decir algo así como «¡Qué bella es por dentro!». Porque, en lugar de lamentarse como Adam, de echar pestes, de dejarla a un lado o de terminar de destrozarla, Jarmusch elige que la reacción de Eve sea precisamente esa, la de tomar el cuerpo destrozado de un instrumento para admirarlo todavía más, y eso define perfectamente a ese personaje, una criatura inalcanzable en sus gustos, intereses, inteligencia e intuición. El tipo de vampiro que algunos ansiamos ser. Y, en ese sentido, la composición de Tilda Swinton me parece magistral.

Añadiré aquí que Only Lovers Left Alive también destaca por su tono. Ritmo, iluminación, actuaciones, foto, todo está supeditado a un tono concreto. No sé, igual estoy mirando en los sitios equivocados, pero es algo que no suelo ver hoy día en pantallas, la verdad.

Descubrimientos musicales recientes: Meatbodies, The 8-Bit Big Band y We Used to Cut the Grass. Meatbodies era uno de los grupos del Ebrovisión de este año. Llevamos 3 años yendo a este festival que se celebra a principios de septiembre en Miranda de Ebro (provincia de Burgos). Desde entonces dedico una buena parte del mes de agosto a escuchar los grupos que forman parte del programa y me quedo con los nombres que más me interesan. Este año han sido básicamente Meatbodies y Sexy Zebras. Me encanta el rock psicodélico y a ratos duro de Meatbodies, qué le voy a hacer. En el concierto éramos cuatro. También es cierto que era un horario pésimo, un viernes a las 14:15 del mediodía. Ahora estoy enganchadísimo con Alice (2017), su segundo disco. The 8-Bit Big Band y We Used to Cut the Grass son dos big bands que descubrí en los resúmenes semanales de Bandcamp. La primera hace versiones loquísimas de música de videojuegos. La segunda hace una música loquísima, simplemente.

Pero no todo van a ser disquitos, libritos y peliculitas. En la vida hay muchas cosas más, como combatir plagas domésticas, reclamar el dinero de aquella pizza que nunca llegó a casa, compartir espacio con putos zombies de mierda en el trabajo, cocinar lentejas en la crock-pot o llevar el coche al taller. En el aspecto creativo, sin embargo, estoy enfrascado en Trato, que será la lógica continuación de Truco, el relato jalogüiniano del año pasado. Mi intención es que esté listo para el 31 de octubre. En él veremos qué ha pasado durante todo este tiempo con Guille, Pedro, Jose y Diego. Y el viejo podrido, claro. Porque el viejo podrido está de vuelta. El viejo podrido siempre vuelve.

Próximamente, Weapons, Sour Candy y yo qué sé más.


* Sí, unos nos ponemos a leer libros, otros se hacen piratas

** No me daba cuenta de que Jarmusch nunca lo es; podrá ser otras cosas, pero pomposo o pretencioso, jamás

***Porque, según la Ortografía de la lengua española, si la palabra extranjera después del «y» se empiza a pronunciar con /i/, hay que escribir «e» en vez de «y», como «estúpido e idiota», «rojo e índigo» o «templos e iglesias». «Eve» se pronuncia /iːv/. Así que «Adam e Eve» y «Android e iphone».

****¡Chúpate esa, Plata o Plomo!

Xenomórfilos del mundo, no estáis solos en el espacio nadie puede oir tus gritos

(porque no sé dónde poner la coma ahí)

Querido lector:

El otoño acaba de empezar. Ya sabes, la misma mandanga de todos los años: los días se acortan, empiezas a amanecer de noche, a ir al trabajo de noche, a compartir la vía pública con todos esos considerados y amables conductores madrileños también de noche, a entrar en el trabajo de noche, a salir de casa de noche, y un buen día te preguntas «¿cómo diablos hemos llegado hasta aquí?» y, como no encuentras respuesta, te agarras como a un clavo ardiendo a ese pensamiento recurrente: «pronto pasará toda esta mierda y volverán los días más largos; total después de Reyes ya se empieza a notar», y así todos los años hasta el día de tu muerte, que podrá ser más pronto o más tarde, pero ten bien seguro de que te va a llegar.

Y tú que pensabas que habías venido aquí a divertirte ¿verdad? En realidad, si lo piensas bien, hay pocas cosas más delirantemente cómicas en el universo que la futilidad de la existencia humana. No somos más que motitas de polvo en el inmenso océano del cosmos, así que nada importa mucho, realmente. Asúmelo, querido lector. No pasa nada. Nunca pasa nada.

En medio de toda esta irrelevancia, estuve escuchando este verano el episodio que Rancho Drácula dedicó a Prometheus y Covenant, esas dos precuelas de Alien que Ridley Scott se sacó de la manga hace unos años. No las había vuelto a ver desde su estreno en cines, y en su día no tenía una opinión clara acerca de ellas, así que me ha dado por verlas de nuevo. Y he de confesar que han subido como la espuma en mi irrelevante ranking cinéfilo.

Cuando Ridley Scott anunció que volvía al universo Alien nos volvimos todos locos. La nueva peli se iba a llamar “Prometheus” y mi imaginación se desbordaba. Recuerdo haber soñado con ella antes de su estreno, una noche de verano en un aburrido resort playero. Yo era parte de la tripulación de la nave Prometeo y recorría sus pasillos curvados, laberínticos, iluminados por una tenue luz purpúrea. La nave, de alguna manera, me recordaba a un inmenso submarino. Nada tenía mucho sentido en aquel sueño, pero yo la gocé mucho allí dentro.

Luego resultó ser otra cosa, claro. Scott y sus guionistas llevaban la franquicia por derroteros nuevos, ignorando todas las novelas y comics que desde el año 88 habían ido apareciendo. Eso está bien. De hecho, uno de los rasgos distintivos (y más chulos) de la saga ha sido la variedad que ha ido aportado cada uno de los creadores que se han acercado a ella desde sus propios presupuestos creativos.

La peli se estrenó y le llovieron hostias. Que si los astronautas eran tontos, que si al space jockey me lo han matao, que si nada era verosímil, que si el origen del bicho le quita la gracia, que si échate a un lado, Charlize, mujer!... No vamos a ir de listos ahora, porque todos caímos, quién más, quién menos, en ese pozo de légamo. A mí enseguida me dio por pensar que, más que una secuela, aquello era una variación, como un relato al margen con algunas conexiones y una inspiración común. Me gusta más así. De hecho, la peli ha crecido considerablemente y, comparándola con la inmensa mayoría de lo que estrena hoy en día, es una puta obra maestra. Y Noomi se abre el vientre delante de tus ojos ¿qué más quieres, por el amor de Dios? Dicen que el documental sobre la peli, “The Furious Gods”, está fetén, así que, ahora que me he vuelto a dejar arrastrar por un frenesí xenomorfo, me lo estoy enchufando a intervalos regulares (spoiler: no, no están tan bien como decían, pero tampoco está mal. Y sale Noomi haciendo monerías).

Efectivamente, después de verme Prometheus, me puse Covenant. Y qué gozada. Qué disfrute. Esa peli está hecha para mí. Solo hay que quitarle la ridícula escena del chestbuster. Lo demás es todo magro. Puro cine gótico. Fassbender se come la pantalla. Esos decorados. Ese castillo. Esa luz. Esos alienitos pálidos como fantasmas. Ese final. En fin: la tercera mejor de la saga.

Embriagado como estaba de xenomorfismo, decidí ponerme de una maldita vez con esos documentales sobre la primera peli que nunca terminaba de animarme a ver: The Beast Within (2003) y Memory (2019). El primero es prácticamente un “cómo se hizo” que abarca desde la primera idea de Dan O’Bannon con su Dark Star hasta las reacciones del público tras el estreno, pasando por cada uno de los aspectos creativos de la peli y esclareciendo cuáles fueron las contribuciones de cada uno de los principales creadores. Cómo me hubiera gustado verlo en mi tierna adolescencia. Absolutamente imprescindible para el xenomórfilo. El segundo está, más bien, hecho a la mayor gloria de Dan O’Bannon tras su fallecimiento (su esposa es productora) y se dedica a desgranar todas las influencias que convergieron en la peli. Da para comentar muchas cosas, pero yo me quedo con una de las afirmaciones de uno de los entrevistados. Decía que Walter Hill abandonó el proyecto porque no creía en él, para dirigir Southern Comfort en su lugar. “Southern Comfort está muy bien (parafraseo), pero no es Alien”. Claro, hombre, claro. Pero si Hill se hubiera puesto a dirigir Alien sin creer en ella le habría salido un giñote, chaval. Por tanto, mejor así ¿no? Es decir, que no se pueden comparar dos actos creativos porque parten de intenciones diferentes, máxime cuando hablamos de cine, que es un medio en el que en una obra pueden meter mano literalmente cientos de personas y para que salga algo decente todas deben estar sintonizadas en la misma onda que el creador, y es él quien debe ser capaz de sintonizarlas allí (o sea, una cosa improbabilísima). Una de las cosas que el documental deja meridianamente claras es que Scott tenía las ideas muy claras (valga la redundancia) en todo momento sobre lo que quería ver en pantalla. Así que no, Walter Hill no hizo mal persiguiendo sus propias ambiciones, porque Southern Comfort es una película cojonuda con un final apoteósico. En resumen, Memory me ha parecido un fantástico documento sobre el acto creativo y tremendamente inspirador, hasta el punto de que esa mezcla gótica de tragedia griega, dioses egipcios y pesadillas biomecánicas me tuvo varios días embelesado.

Ahora me acabo de escuchar la adaptación a radionovela del segundo borrador del guion que William Gibson escribió para Alien 3, que jamás llegó a rodarse (y del que no quedó nada en la peli finalmente estrenada en cines). Leí el primer borrador el año pasado: propone algunas cosas interesantes, pero no deja de ser un primer borrador con escasísimo desarrollo de personajes, aunque tiene un clímax final inolvidable en el exterior de una estación espacial. La radionovela la narra Lance Henriksen en su papel de Ash, y es bastante parecido al primer borrador, pero peor: empieza por todo lo alto con un resumen magnífico y trepidante de Aliens, pero se va desinflando y uno termina la historia sin interés y con la impresión de que la adaptación no ha terminado de encontrarse a gusto en el medio radiofónico.

También me estoy viendo Alien:Earth, claro. No me está gustando mucho. Tiene cosas buenas, evidentemente, pero este no es mi alien que me lo han cambiao. No queda nada de la autenticidad ni de la transgresión de la obra original. El CGI será muy bueno, pero sigue notándose un huevo y no me genera ninguna emoción. Las elecciones estéticas no me dicen nada. Creo que la serie no encuentra el tono ni a nivel narrativo ni a nivel fotográfico (otro producto más con ese tono apagado, grisáceo, a piedra gastada que parece que se está imponiendo). En cierto modo me ha recordado a los primeros comics de la saga, hechos por autores muy diferentes, que llevaban la historia cada uno a su terreno. En Alien:Earth esto es así, pero, en mi opinión, se alejan tantísimo, que ya no queda casi nada. Terminaremos de verla, aunque es un poco triste ver cómo estas obras icónicas han degenerado en mediocres productos televisivos que nadie recordará de aquí a un tiempo. Bueno, nadie recordará nada en una cantidad suficiente de tiempo porque estaremos todos muertos, pero el Alien de Scott habrá tenido más influencia que esto.

No pensaba enrollarme tanto con Alien, pero ahora veo que se me ha ido la mano. También quería escribir un poco sobre Ebrovisión, Pirática, Illuminatus!, Codebreakers, música , el arte del Pacífico, el cierre de la librería Vortex de Brian Keene, los tres nuevos títulos de la colección Paperbacks From Hell en Valancourt, la primera temporada de Stranger Things, el rastro de Madrid, Mundodisco y Only Lovers Left Alive. Pero parecen muchas cosas y no me va a dar tiempo aquí. Quizá la próxima vez. Total, da igual, porque todos vamos a morir más pronto o más tarde. Tú también.

La literatura de terror en 2024. Una visión personal.

Las Navidades pasadas, en una de mis escapadas a la búsqueda de regalos propios y ajenos, recalé en una librería de mi ciudad natal, perteneciente a una conocida franquicia, cuyos estantes centrales estaban abarrotados de novedades y best-sellers en una configuración estética de belleza geométrica y funcional. Esto no es sorprendente en absoluto, dadas las fechas. Lo que es sorprendente es que en una tienda de tamaño medio tengan, al fondo a la derecha, una estantería entera dedicada exclusivamente al género de terror. No al thriller/terror. Ni a la novela negra/terror. Solo al terror. Y que, efectivamente, los libros allí expuestos sean exclusivamente de terror. Hace unos pocos años esto era inconcebible y es una evidencia más de la expansión actual del género.

Esta expansión hay que matizarla, no obstante. No se parece prácticamente en nada al boom anterior del terror (ese de los años 80, el de Stephen King y El exorcista, que con tanta gracia recorre Grady Hendrix en su Paperbacks From Hell). El mercado es muy distinto: lo es desde el punto de vista de la oferta, pero también desde el punto de vista de la demanda. La lectura hoy día tiene que competir con formas de ocio que no existían en los años 80, por no hablar de la sofisticación del marketing y de la cultura de masas.

Pero lo cierto es que sí, existe una expansión actual en el terror. En mi opinión, nunca había habido tanta variedad ni ambición en el género como las que hoy disfrutamos. Es imposible seguir todas las novedades que se publican y en las pantallas tenemos prácticamente no uno, sino varios estrenos de terror cada semana. Qué gozada, ¿verdad?

Es evidente que hay más interés por parte del público. Las causas ya no están tan claras. Dicen que el terror florece en momentos de incertidumbre, y estos ciertamente lo son. Imagino que dentro de unos años, a toro pasado, nos será más fácil analizarlo todo y sacar conclusiones. Por ahora, simplemente disfrutémoslo.

Entre tanta cantidad y variedad, me pareció buena idea hacer una especie de guía o recopilación de lo ocurrido en cuanto a literatura de terror durante el año, en parte inspirado por el resumen anual que Ellen Datlow incluye en sus antologías Best Horror of the Year. Ingenuo que es uno (bendita ingenuidad).

Ya advierto que aquí no está absolutamente todo (aunque sí lo que considero más interesante) y que, por supuesto, yo no he leído todo esto. Ojalá tuviera tiempo y dinero para ello.

Entrando en harina, el acontecimiento más importante del año ha sido, en mi modesta opinión, la publicación de la saga Blackwater, de Michael McDowell, por Blackie Books, en formato de bolsillo con unas portadas preciosas de Pedro Oyarbide. Parece ser que ha funcionado bastante bien.

En cuanto a novelas en español, hemos tenido también una cosecha muy variada. Muchos fantasmas, algo de posesiones, splatterpunk, weird western, terror rural, bastante terror psicológico… y Lovecraft, claro.

A ambos lados del espejo, de Iván Ledesma (Obscura), es una historia que refleja los abusos de las relaciones humanas, envuelta en una feroz crítica a la violencia de género y a nuestra sociedad.

Adeline, de María Solar (Anaya) es una novela juvenil que homenajea a Carmilla, de Sheridan LeFanu, sobre una joven que puede ver a los muertos.

Algo peor que la muerte, de Rayco Cruz (Fundación), es una novela corta sobre un investigador de fenómenos extraños en los años veinte del siglo pasado que se desplaza al pueblo de Arucas siguiendo una pista de brujería.

Amantes espeluznantes, de J. V. Gachs (Dimensiones Ocultas) es una historia de amor y fantasmas a través de una aplicación de citas. Cuidado con el Tinder.

Ante dioses indiferentes, de Iván Ledesma (Dolmen), presenta una historia oscura y coral, llena de fuerzas extrañas que libran una batalla por la supervivencia en un entorno rural y aislado de todo, con reminiscencias lovecraftianas. 

Arde Murcia, de J. M. Sala (Dilatando Mentes) es un recorrido por la región de Murcia en los inicios del 2000, antes de que estallara la burbuja inmobiliaria.

Bering, de Juan de Dios Garduño y Óscar García Morón (Apache) es una novela de terror ambientada en el mar del título con tormentas, bloques de hielo y una extraña criatura marina que convierte la esperanza de la tripulación en una terrible pesadilla, un horror que desafía la razón y la naturaleza misma.

Dinosaurio, de David Pascual/Perfumme (Colectivo Bruxista) es un perturbador cuento pop narrado por un protagonista único que trata de encontrar la paz en un mundo deformado, delirante y cruel.

Donner, de Daniel Pérez Navarro (Dilatando Mentes) es una epopeya de la Nueva Naturaleza, una odisea new weird con personajes legendarios y el estilo inconfundible de su autor.

Duración de un fantasma es lo último de Ismael Martínez Biurrun (Aristas Martínez) una novela corta sobre fantasmas y familias desestructuradas donde no todo es lo que parece, escrita con una maestría fuera de serie.

El amor edípico contra la lujuria sadomasona, de Oriol Vigil Hervás/PLQEI (CJDMP Ediciones) es una grotesca novela de aventuras freudianas donde se desdibujan los contornos del bien y el mal, el amor y el sexo, el dolor y el placer o lo material y lo espiritual hasta volverse irreconocibles.

El gabinete de los cien cajones, de Lluís Rueda (Orciny) es una novela para amantes del terror gótico y del new weird con un toque de Miyazaki y la «primera novela sobre el Bràul, una figura vampírica del folclore cárnico».

El gusano, de Luis Carlos Barragán (Holobionte) es una novela weird colombiana que marca una pauta distinta y altera nuestra percepción desde lo más cotidiano.

El hombre que nunca sacrificaba las gallinas viejas, de Darío Vilas (Apache Libros) cuenta la historia de un hombre retirado en una isla armoniosa que empieza a recibir señales inequívocas, como palpitaciones desde sus entrañas en ebullición.

El Ser, de Lin Carbajales (Dimensiones Ocultas) es una novela lovecraftiana ambientada en Asturias llena de desmembramientos, monstruos descomunales y mucha mala leche, que deja para el recuerdo la invocación a Yog Sothoth en asturiano.

El subterráneo habitado, de Manuel Benito Aguirre, es una novela gótica española de 1830 que ha recuperado la editorial Démeter el año pasado. Una magnífica iniciativa para poner en valor la literatura gótica española, que la hubo, aunque haya quedado sepultada por el paso del tiempo y el desinterés general.

El verdor de las estatuas, de Jesús Gordillo (Apache) nos presenta un encuentro mítico entre una matriarca gitana y su antiguo enemigo, que por algún motivo misterioso no ha envejecido nada en las últimas décadas.

Epifanía, de J. V. Gachs (Dolmen), narra la investigación de una viuda embarazada sobre la muerte de su esposa, que estaba a punto de lanzar un podcast sobre una asesina convicta que siempre defendió su inocencia.

Estación Catorce, de Albert Franquesa (Insólita) nos ofrece un viaje al fin de los tiempos donde vida y muerte, sueño y realidad, principio y final, se entrecruzan y se confunden en un México apocalíptico y turbulento al borde del colapso.

La casa de los cien escalones (Obscura) supone el regreso de David Jasso con la macabra historia de un escritor venido a menos que entabla relación con una escritora aficionada.

La hora de las moscas, de Alejandro Marcos (Plaza y Janés) es un thriller rural que mezcla terror y costumbrismo, en el que espíritus malvados abren una puerta a nuestra realidad y amenazan con invadirla.

La noche de los suicidas, de Pablo Forcinito (Dolmen) es una historia sobre la lucha entre el Bien y el Mal que sintetiza la tradición y lo moderno en un entorno criollo, con referentes como Leopoldo Lugones, Lovecraft o Stephen King.

La noche de Venus, de Rubén Sanchez Trigos (Dolmen) es una novela sobre un reencuentro teñido de nostalgia y una reflexión sobre la monstruosidad.

La novia roja, de Marina Tena (Dolmen) es una novela gótica, exuberante y visceral, que nace como una nueva versión de Barbazul, con portada de Borja González.

La posesión de mi hermana, de Yolanda Camacho (Dimensiones Ocultas) presenta el exorcismo como solución definitiva a los problemas de la adolescencia. Magnífica idea.

Las raíces recuerdan tu nombre, de Aitziber Saldias (Obscura) es una novela de terror rural sobre las maldiciones generacionales y el pesar que arrastran los secretos familiares que dormitan en los rincones de cualquier hogar.

Libélula, de Laura P. Larraya (Apache Libros) nos lleva hasta Pamplona y un asesino en serie inspirado en los mitos de Cthulhu.

Matamonstruos, de Jon Bilbao (Impedimenta) concluye el ciclo iniciado en Basilisco y continuado en Araña. Para el cierre de este juego de espejos entre la realidad y la ficción, el autor retoma personajes de sus libros anteriores, incluidos los de la novela Los extraños.

Mo-ho, de Héctor Peña Manterola (Apache), es una novela de Triángulos amorosos, un homicidio inconfesable y una oleada de desapariciones que serán el preámbulo del verdadero horror.

Por su parte, la protagonista de Naturaleza muerta, de Emilio Bueso (Ediciones B), emprende una nueva vida junto a un pantano valenciano, pero le sobrevienen unas pesadillas perturbadoras. Algo raro ocurre por las noches.

Nuestra señora de la vela, de José Miguel Pallarés es una novela corta que nos propone una historia pesadillesca en el Madrid de los Austrias de principios de este siglo.

Perplejidad. Aleister Crowley en la boca del infierno, de Carlos Atanes (Dilatando Mentes) es una versión alternativa de la historia, en la que nos sumergimos con Crowley en un viaje a través del abismo, los parajes alucinatorios plagados de fantasmas, el reverso inconsciente de la realidad mundana y los sucesivos círculos del Inframundo.

Secretos de sangre, de Víctor Conde y Rayco Cruz (Fundación) habla de oscuros secretos familiares y está ambientada en los bosques de pinos de Gran Canaria, lejos de la civilización.

Sitcom, de Javier Chavanel (Dimensiones Ocultas) se pregunta cómo sería si tu serie favorita de la infancia continuara emitiéndose en algún lugar oculto de la red. La respuesta no es muy eufórica, me temo.

Teoría del Gran Infierno, de Iván Humanes (Pez de Plata) es un artefacto literario repleto de humor negro donde el microrrelato es parte esencial, pero dibuja en su conjunto una obra macabra y alucinada.

Todo pueblo es cicatriz, de Hiram Ruvalcaba (Random House) es una novela debut que, desde la autoficción, transita entre el true crime y el gótico sureño seguido de la crónica latinoamericana y posiciona a su autor como digno heredero de la tradición literaria de las tierras de Rulfo y Arreola.

Tú, Diablo, de David Luna Lorenzo (Dilatando Mentes) es una oscura y descarnada novela que nos brinda una reflexión sobre el poder de las dependencias y sus círculos viciosos, la pérdida de identidad y el deseo de prolongar la vida a cualquier precio.

Una mirada dislocada, de Sam Valuem (Serendipia) explora los laberintos y rincones ocultos de su protagonista, un cartero con un pasado familiar traumático que sufre episodios de amnesia en los que aparece en distintos lugares de la ciudad sin saber lo que ha ocurrido, entrando en una espiral de conductas autodestructivas.

Víctima perfecta, de Albert Kadmon y Ferran Martínez (Pathosformel) es una novela corta splatterpunk aderezada con un ácido humor negro en la que no se deja títere con cabeza.

Visceral, de María Fernanda Ampuero (Páginas de Espuma) es un libro entre la autobiografía, la memoria y la autoficción, una suerte de manifiesto atravesado por la actualidad que viaja a través de los miedos y las obsesiones, de las experiencias y los recuerdos, de los hallazgos y las búsquedas.

Yongüein’s Massacre, de Myke Babylon (Pathosformel) es una novela que «agarra por el gaznate a Big Head y La matanza de los garrulos lisérgicos, y los mancilla en una orgía aderezada con una nueva mitología grotesca, corrupta y bizarra». Y todo ello en la sierra de Gredos.

30 días con el rey del terror, de Enric Pujadas (Dolmen) trata de diez escritores de terror aspirantes que deben pasar treinta días con un autor bestseller en una casa victoriana de Nueva Inglaterra. Todo lo que ocurra en la casa será grabado y compartido en redes sociales. Luego empiezan a desaparecer los concursantes.

 

En cuanto a antologías y colecciones en español la cosecha también ha sido bastante amplia.

Balazo fecundante (Pathosformel) reúne dos relatos splatterwestern de Hank T. Cohen y Stephany Mendez, con estilos depurados al servicio de ricas cosmogonías.

Botas y adoquines (Pathosformel) es una antología antifascista y splatterpunk con textos de Zigor Dewaelle, Nieves Mories, Riot Über Alles y Ximi.

Conocerás el mar, esa ancha tumba, de José Luis Pascual (Eolas) es un canto a lo grotesco, lo horrendo, lo weird, en el que el horror se torna belleza, la oscuridad luz.

Cuentos de amor y muerte, de Daria Pietrzak (Dilatando Mentes) nos trae ocho nuevos relatos de terror de la autora, que incluye notas sobre cada uno de ellos, lo que yo siempre agradezco.

El horizonte del grito, de Maximiliano Barrientos (Lava Editorial) es una colección de relatos extraños. Allí donde finaliza el grito empieza un paisaje inexplorado, uno en cuya densa oscuridad apenas se pueden intuir las sombras de aquello que lo conforma.

Entrañables, de Santiago Eximeno (Eolas) reúne una muestra generosa y representativa de microrrelatos del autor. La inventiva y audacia de Eximeno llegan a lugares adonde pocos se atreverían, aportando pasajes y visiones difícilmente olvidables.

La colección Era de noche y vino un planeta, de Cynthia A. Matayoshi (Holobionte), incluye propuestas a caballo entre la ciencia ficción más especulativa y el terror extraño.

Historias macabras del Japón del siglo XXI, de A. J. Ogayas reinterpreta el folclore japonés fusionando mitos ancestrales con leyendas urbanas y fenómenos de la cultura mediática actual.

La mente del muerto (Apache Libros) es el cuarto volumen recopilatorio de la obra de David Jasso, el maestro del terror en español, coordinado por Patricia Espinosa Sánchez.

La quietud, de Melisa Corbetto (Minotauro), es una antología de relatos de una melancolía espeluznante. La quietud aterroriza.

Las yeguas nocturnas, de Atenea Cruz (Eolas) es una colección de cuentos que exteriorizan los horrores sociales de un contexto que muestra su peor cara, desde un discurso que va de lo fantástico a lo más siniestro con un tono narrativo fresco e irreverente, no exento de sarcasmo.

Lo que se esconde al final de la escalera, de Gemma Solsona Asensio (Eolas) recoge una muestra de las subversiones favoritas de su autora que nos acerca a la magia, al niño-monstruo, a la casa despiadada, para entrar en las regiones de la imaginación desbordada.

Praderas de sangre (Pathosformel) es una antología de western splatterpunk «que te hará vomitar», con abortos augures, demonios escatológicos, doctorados en geotrauma, dioses de la muerte y decapitados.

El tercer volumen de la antología T.Errores, de José Luis Pascual (Dentro del Monolito), titulado Las metamorfosis, presenta historias inspiradas por Franz Kafka, en celebración del centenario de su fallecimiento.

Trazos de terror, de Iris Infantes (Glosolalila Ediciones) incluye relatos donde lo inquietante acecha en cada esquina ensombrecida, desde espíritus vengativos hasta entidades desconocidas.

Un lugar soleado para gente sombría, de Mariana Enríquez (Anagrama) nos trae nuevas historias marca de la casa, donde el mal acecha y los monstruos surgen de pronto en la realidad más cotidiana, en grandes urbes o pequeños pueblos recónditos.

Marcheto, fiel a su cita anual, publicó a finales de año la recopilación de todos los relatos publicados en su web, Cuentos para Algernon. Veo ahí por lo menos tres relatos de terror.

En cuanto a la ensayística en español, 2024 nos ha dejado reflexiones sobre la obra de Kafka en su centenario, monstruos, espiritismo y ferias, entre otras muchas cosas.

El Festival de Sitges de este año ha traído La feria de las sombras (Hermenaute), una antología de ensayos sobre fantasmagorías, fenómenos y circos en el cine de terror, coordinada por Ángel Sala y Jordi Sánchez-Navarro.

Hermenaute también ha celebrado el centenario de Kafka con Kafka, lo kafkiano y el cine fantástico, escrito a cuatro manos por Jonathan Allen y Jesús Palacios.

Por su parte, Encarnar al monstruo. Hacia una nueva imaginación especulativa, de Ana Llurba (Eolas), explora las monstruosidades desde su pasado mítico hasta los principios del poshumanismo y los estudios decoloniales.

Becquer ¿espiritista?, de Montse Ruiz (Démeter) establece la cronología del espiritismo en España, repasa las vidas paralelas de dos poetas coetáneos, Amalia Domingo Soler y Bécquer, y rastrea en periódicos y textos espiritistas las coincidencias entre algunas obras del poeta y la doctrina que codificó Allan Kardec.

Una, grande y rara. Diccionario ilustrado de la España alucinante y alucinada, editado por Fernando Rocha y publicado por La Felguera, es un libro para el asombro o el espanto, la emoción o el horror, dedicado a lo «raro», la anomalía y la extrañeza en nuestro país, un lugar sorprendente, contradictorio, hilarante, sonrojante y violento, que ha producido una extensa galería de personajes raros rarísimos.

Además, la revista online Xenomórfica magazine (Holobionte) ha seguido ofreciendo ideas intrépidas para reflexionar sobre el mundo moderno.

 

En cuanto a revistas en español, Windumanoth nos ha traído entrevistas a John Langan, Nieves Mories, Thomas Olde Heuvelt, Lluís Rueda y Stephen Graham Jones, relatos de Thomas Olde Heuvelt e Iván Ledesma y artículos sobre Cronenberg, monstruos electrónicos o libros malditos.

CÓSMICA CALAVERA, la fabulosa revista cuatrimestral peruana, ha publicado un total de 18 nuevos relatos durante 2024.

Papenfuss, el boletín gratuito valenciano de relatos, ha publicado cuatro números durante el año, manteniendo ese exquisito diseño que los hace tan únicos.

La revista Pulporama también ha publicado cuatro números en 2024, si no me equivoco, abordando temas como la distopía, los objetos malditos y los monstruos reimaginados, además de dedicar un número a los más pequeños de la casa.

Círculo de Lovecraft publicó un solo número el año pasado, que yo sepa, con dos relatos y artículos sobre Ligotti y Robert E. Howard.

Y no podemos olvidarnos de Tentacle Pulp, la revista móvil de relatos pulp.

 

En cuanto a novelas de terror extranjeras, Impedimenta nos ha traído Cada noche a las nueve, de Julian Gloag (1963), brillantemente adaptada al cine por Jack Clayton en 1967, que nos cuenta la historia de los siete hermanos Hook, que tras perder a su madre deciden enterrarla en secreto en el jardín para evitar que los separen.

Dilatando Mentes ha seguido con su intenso ritmo de publicaciones y nos ha traído La decadencia de las cosas delicadas, de Beverly Lee, una historia de dolor y horror sobrenatural con tintes góticos y fantasía oscura que explora cómo la pérdida puede dejar un gran agujero en nuestro interior.

A la caza del hombre del saco, de Richard Chizmar (Dimensiones ocultas) es quizá la novela más celebrada del autor y fue publicada en 2021. Una exploración del true crime y de la ficción de género.

Beulah, de Christi Nogle (Dilatando Mentes), es una oscura novela con elementos sobrenaturales que ahonda en los problemas de identidad personal y en cómo afrontamos el hecho de encontrar nuestro lugar en un mundo en el que no terminamos de encajar.

Cada vez que quedamos en la heladería te explota la puta cara, de Carlton Mellick III (Orciny Press) va justo de eso. Mejor hazle un favor y llévale el helado a casa, Carlton.

También ha llegado en 2024 la edición ilustrada de El horror de Dunwich (H. P. Lovecraft) a cargo de François Baranger (Minotauro). Una chulada.

El hombre sin nombre (La biblioteca de Carfax) es una novela corta de Laird Barron de 2015 sobre un asesino yakuza que recibe el encargo de secuestrar a un luchador retirado de renombre mundial, protegido por un sindicato rival.

El percherón mortal, de John Franklin Bardin (Impedimenta) es una novela de terror psicológico de 1946 que desafía el género. «Un noir seminal en el que perderse de la mano de uno de los grandes maestros del crimen».

El único lugar seguro que nos queda es la oscuridad, de Warren Wagner (Dimensiones Ocultas) es «un grito crudo y primordial de una voz nueva, emocionante e impresionante, en la ficción de terror» (Eric Larocca).

Entre dos fuegos, de Christopher Buehlman (2012), es una novela de corte histórico medieval con trazas de terror y un interesantísimo ejemplo de autoedición en España por parte de un autor extranjero. Esperemos que el modelo funcione y pueda constituirse como una alternativa rentable más de publicación.

Espacios salvajes, de S. L. Cooney (Biblioteca de Carfax) es una novela corta de horror cósmico que habla de lo complicadas que pueden ser las relaciones familiares.

Fruta madura, de Sarah Rose Etter (editorial Horror Vacui) relata el viaje de una mujer milenial a través de este paisaje infernal que es el capitalismo tardío en una start up de Silicon Valley.

Ático de los Libros ha completado la nueva edición de la trilogía Gormenghast, de Mervyn Peake, con Gormenghast, su segunda entrega y Titus Solo, la tercera.

En Gothic, de Philip Fracassi (Dilatando Mentes), le regalan un escritorio de madera esculpida a un autor de terror en horas bajas de los ochenta y eso le cambia la vida. La leí en inglés en su día y me pareció estar leyendo precisamente alguna de aquellas novelas ochenteras a las que hace referencia.

La canción del superviviente, de Paul Tremblay (Nocturna Ediciones) es una novela de 2020 sobre una pandemia con tintes apocalípticos.

La cinta Duncan, de Todd Kiesling (Biblioteca de Carfax) es una novela corta sobre lo que te podía pasar cuando descargabas porno en los 90. Aquello sí que era excitante.

Críptica nos trajo La estancia secreta, de Margaret Oliphant (1876) y, por primera vez completa al español, la novela El aprendiz de brujo, de Hans Heinz Ewers (1909).

La maldición del segador, de Brian McAuley (Dimensiones ocultas) es un slasher sobre el intérprete de un asesino en serie que cuando dejan de contar con él para el reboot de la franquicia hace lo que haríamos cualquiera de nosotros en su lugar.

Las hermanas de la cepa carmesí, de P. L. McMillan (Dilatando Mentes), es una obra cargada de terror y tensión aderezada con ecos de Shirley Jackson, de elementos lovecraftianos y de los ambientes claustrofóbicos de las películas de Ari Aster.

Linaje, de Kealan Patrick Burke (Dilatando Mentes), explora las secuelas que el horror ejerce en los supervivientes, en sus familias y, aunque no nos gusten, en los autores de las masacres.

Linghun, de Ai Jiang (Dilatando Mentes), ganó el Stoker y el Nebula y es una intensa obra cargada de profundidad y humanidad, que trata temas como los lazos familiares, la pérdida, la no aceptación de la muerte, el dolor, la nostalgia, la comunicación y la inmigración.

Los malos, de Melissa Albert (Umbriel), es una novela sobre leyendas locales y diosas misteriosas que explora las complejidades de las amistades semitóxicas y el impacto de los juegos infantiles en la realidad adulta.

Los niños están mirando, de Laird Koenig y Peter L. Dixon (Impedimenta) se adentra en el oscuro mundo de pesadilla de unos niños abandonados a su suerte en la California de la filosofía hippie, las series de acción y la histeria del Satanic Panic. Todo lo que me mola.

Muñeca de huesos, de Holly Black (Puck) es una novela de juegos infantiles, muñecas siniestras y fantasmas.

Páginas arrancadas de un diario de viaje, de Edward Lee (Pathosformel) es una novela splatterpunk con Lovecraft en una feria. A partir de ahí, pasan cosas.

Pinos blancos, de Gemma Amor (Dilatando Mentes), es una novela sobre terror rural y cultos arcanos, deidades arcaicas y secretos ancestrales. Todo lo que nos gusta.

Piñata, de Leopoldo Gout (Harper Collins) incluye venganzas indígenas ancestrales de ultratumba.

Prácticamente Ruth, de Tyler Jones (Dilatando Mentes), es una inquietante obra cargada de secretos, oscuridad y belleza macabra ambientada en el viejo oeste, con estructuras ocultas en los bosques y extraños rituales para hablar con los muertos.

Qué clase de madre, de Clay McLeod Chapman (Runas) es una exploración del dolor parental que combina el horror sobrenatural con suspense doméstico.

Dimensiones ocultas nos ha traído Remate final, de Angela Sylvaine, un slasher molón en un centro comercial.

Sherlock Holmes y los sirvientes del infierno, de Paul Kane (Dimensiones Ocultas) mezcla a nuestro detective friki favorito con los cenobitas. Alguien tenía que hacerlo. Todos sabemos que a Sherlock le va la marcha.

La Biblioteca de Carfax sigue ampliando el catálogo de Jack Ketchum en nuestro país con Temporada baja (Off Season, 1980), una violenta historia sobre caníbales en los bosques de Maine. Una dieta variada siempre es más sana.

The deep, de Alma Katsu (Dolmen Editorial) es una inquietante y psicológica vuelta de tuerca a una de las tragedias más famosas de la historia, el hundimiento del Titanic, y al infortunado viaje de su barco gemelo, el Britannic.

Todas y cada una de las chicas de la curva, de Gwnedoline Kiste (Dilatando Mentes), es una novela de corte sobrenatural y fantasía oscura que explora la protagonista de la leyenda urbana. ¿Quién es esa chica?

Dimensiones ocultas nos ha traído la continuación de la obra de Adam Cesare Un payaso en el maizal 2. ¡Frendo vive! Por cierto, se viene película (de la primera entrega, creo).

Vendimos nuestras almas, de Grady Hendrix, es una historia de rock y terror sobre un miembro de un grupo de heavy metal que rozó el éxito con los dedos hasta que el cantante los dejó tirados, que intenta reflotar la banda. Hay cosas que es mejor dejarlas atrás.

 

En cuanto a antologías en lengua extranjera, en 2024 tuvimos un año tremendamente variado: terrores botánicos, lovecraftianos, ligottianos, body horror, casas encantadas, fantasmas… y lo último de King, claro.

Ahí fuera gritando (Minotauro) es la edición en español del premiado Out There Screaming, editado por Jordan Peele, con relatos de autores y autoras de origen afroamericano.

Al otro lado, de Can Xue (Aristas Martínez), incluye diez historias de una imaginación única que combina elementos de la materialidad china y el pensamiento abstracto occidental, invitándonos a descubrir lo que se esconde al otro lado de la naturaleza humana y los lugares cotidianos que habitamos.

Dilatando Mentes nos ha traído Aquí es donde acabamos las cosas y otras desgracias, de Caitlin Marceau, una serie de relatos de aire sobrenatural que exploran temas como la identidad, la maternidad, la sexualidad o el aislamiento social y emocional.

La biblioteca de Carfax nos trajo Bocadáver (Corpsemouth) de John Langan, que además estuvo en el Celsius, lo que me dio pie a revisar toda su obra publicada hasta la fecha.

Además estuvo en el Celsius Gemma Files, de la que también Carfax nos trajo antología, Ese infinito, nuestro final (In that Endless, Our End), que recoge quince nuevas pesadillas seductoras, escalofriantes y repletas de terror existencial.

Cuentos oscuros (Libros del Zorro Rojo/Minúscula) reúne once cuentos de Shirley Jackson que revelan una mirada penetrante sobre la oscuridad que permea la vida cotidiana, ilustrados por Carmen Segovia.

El Monte de las Ánimas y otras leyendas góticas, de Gustavo Adolfo Bécquer (Valdemar) es la necesaria revalorización del autor español en su contribución a la literatura gótica y reúne sus veinte leyendas fantásticas, ilustradas por Oliver Díaz.

Entre sus otras publicaciones de 2024, La Biblioteca de Carfax ha seguido ampliando su serie de autoras victorianas con El último ramo de flores, que incluye ocho relatos de terror de Marjorie Bowen (1885-1952).

Espiritistas. Breve antología ilustrada de cuentos espiritistas (Démeter) incluye relatos del siglo XIX, transmitidos a Carmen de Burgos, Ángeles Vicente y Amalia Domingo Soler a través de médiums y está ilustrado por Laura Montes. No me digáis que no es interesante.

Gótico botánico (Impedimenta), editada por Patricia Esteban Erlés, reúne relatos de horror con lo más oscuro del mundo vegetal por parte de autores consagrados, como M. R. James, Richmal Crompton, H. P. Lovecraft o Roald Dahl, y escritoras pulp como Mary Elizabeth Counselman, Maria Moravsky o Eli Colter. Con razón dicen que el color del 2024 fue el verde.

La Biblia del bosque amargo y otros relatos, de Angela Slatter (Dilatando Mentes), nos lleva al mundo que ya conocimos en Masa madre (y otros relatos), enriqueciendo el maravilloso universo creado por la autora.

En La desintegración de lo relativo, Kurt Fawver (Dilatando Mentes) vuelve a demostrar lo desbordante de su imaginación y su talento para abordar el género weird desde un nuevo enfoque.

La era del futuro degradado, de Mark Samuels (Valdemar) es una selección de los mejores relatos de Samuels originalmente publicada por Hippocampus Press en 2020. El lector encontrará abundantes referencias a los clásicos de la literatura fantástica, como Machen, Blackwood, M. R. James, Lovecraft o Ligotti.

La mansión de las pesadillas (Valdemar) es una antología de casas encantadas con veinticinco relatos de maestros del terror divididos en cuatro secciones temáticas: Teatro del Miedo, La Noche en Vela, Fantasmas del Pasado, y Poltergeist.

La nada lo es todo (Dilatando Mentes) es una colección con ecos a Shirley Jackson, Alice Munro y Robert Aickman donde Simon Stranzas teje con delicadeza una narrativa inquietante a través de paisajes espeluznantes en lo emocional, cargados de desapego y aislamiento, trazando un recorrido extraño a través de territorios a la vez sombríos y abyectos.

Libro de visitas. Historias de fantasmas, de Leanne Shapton (Comisura) es un libro en el que la artista plástica Leanne Shapton utiliza todos los recursos literarios y visuales  para jugar a reinventar las viejas historias de fantasmas y contiene una galería de relatos inquietantes y divertidos, pero también hondamente conmovedores.

Negro, tal vez, de Attila Veres (Sexto Piso) contiene doce relatos que encarnan el malestar existencial de nuestro tiempo, elogiados por los más grandes autores del género, con prólogo de Mariana Enríquez.

Navidades de miedo (Siruela) se apunta a la tradición anglosajona de los cuentos navideños de fantasmas y nos trae una selección de Juan Antonio Molina Foix con clasicazos de Dickens, Hawthorne, Le Fanu, Maupassant, Chéjov, Pérez Galdós, Conan Doyle, etc.

Orígenes oscuros (Minotauro) incluye dos novelas cortas de indudable estirpe lovecraftiana: «La cólera del vacío», de Richard Lee Byers, y «La puerta de las profundidades», de Chris A Jackson.

Perversas. Nuevas Historias de Body Horror Escritas por Mujeres (Horror Vacui) es una antología editada por Joyce Carol Oates en 2023 (A Darker Shade of Noir) por Akashic Books con relatos de Margaret Atwood, Lisa Tuttle, Elizabeth Hand, Tananarive Due o Cassandra Khaw, entre otras, centrado en la transgresión de los límites del cuerpo humano de formas terribles e insólitas.

Portales a la abominación, de Matthew M. Barlett (Dilatando Mentes) es una colección de relatos interconectados donde caminan los ahogados, sanguijuelas aladas emiten una estática furiosa y la magia negra ensombrece a una población acobardada y presa del pánico.

Críptica ha seguido publicando clásicos del weird a buen ritmo, como la impresionante edición completa de los relatos de género de Charles W. Chambers en seis volúmenes (El rey de amarillo, El hacedor de lunas, En busca de lo desconocido, El árbol del cielo, ¡¡¡Policía!!! y El asesino de almas). El afán completista de la editorial no termina ahí, pues también publicó la primera entrega de los relatos fantásticos de Téophile Gautier (Cuentos fantásticos completos (vol. I)) y la recopilación de todos los relatos del diletante Dyson de Arthur Machen en dos volúmenes: La luz interior y otras historias y Los tres impostores.

Obviamente no puedo ignorar el regreso de Stephen King al relato corto de terror con Si te gusta la oscuridad (You Like It Darker). Aún no lo he leído, pero he oído maravillas de algunos de sus cuentos.

 

En cuanto al ensayo de género extranjero, lo más importante, desde mi punto de vista, ha sido la publicación a finales de año, de Paperbacks From Hell, de Grady Hendrix (Minotauro), un libro imprescindible que los aficionados esperábamos como agua de mayo y que recorre el boom de la literatura de terror de los 80 a través de los libros en tapa blanda que petaron el mercado anglosajón.

También hemos tenido nuestra ración de lovecraftiana con los dos últimos volúmenes de la selección de Javier Calvo de las cartas de Lovecraft con Diario de sueños y El terror de la razón (Aristas Martínez), que recogen respectivamente sus reflexiones en torno al mundo de los sueños y a la humanidad en su relación con el cosmos.

La Felguera nos ha traído De la masticación de los muertos en sus tumbas, un tratado de Michael Ranft (1728) en una edición completamente ilustrada, como viene siendo habitual por parte de esta editorial, donde este pastor luterano hace un minucioso recorrido por las causas científicas de la creencia en los no muertos o los resucitados.

 

En cómics no estoy tan puesto como en literatura, pero sí que he seguido con interés las adaptaciones de Gou Tanabe de las obras de Lovecraft, de las que en 2024 llegaron tres nuevos ejemplos de la mano de Planeta Cómic, que yo sepa: El morador de las tinieblas, En la noche de los tiempos y El horror de Dunwich. Por cierto, Tanabe ahora está publicando en Japón una adaptación libre de las historias de Randolph Carter. Supongo que no tardará en llegar también aquí.

Sé que Hay algo matando niños (Planeta Cómic) ha tenido bastante éxito. Va de desapariciones de niños en una tranquila localidad en el corazón de Estados Unidos. Obviamente, hay algo bastante oscuro detrás, no se han ido a comprar chuches.

Diábolo sigue trayendo los cómics clásicos de terror de EC. En 2024 publicaron el tercer y último volumen de Shock Suspenstories y los dos primeros de The Haunt of Fear.

Lo que más me gusta son los monstruos 2 (Reservoir Books) es la continuación del bombazo de Emil Ferris. La prota del cómic anterior está creciendo y ahora, bajo la tutela de su hermano empieza a descubrir quién es en realidad.

Smiley es un manga de Mitei Hattori (Arechi), una historia de fe y locura, una espeluznante narración de suspense sobre nuevas religiones.

En Nocturnos, de Laura Pérez (Astiberri) la soledad y la inteligencia artificial se hacen hueco en la cama de una mujer que duda si llenar o no el vacío con la irrealidad.

The Midnight Order, de Mathieu Bablet (Nuevo Nueve) es una historia en ocho capítulos sobre la Orden de Medianoche, una sociedad secreta de brujas que protege a la humanidad de monstruos, terrores primarios y fuerzas ocultas.

 

Hay algunas novelas de terror que se han llevado algún premio el año pasado: El lugar invisible, de Lola Llatas (Obscura, 2023) se llevó el Ignotus de novela. Tierra de Meigas (Numak, 2023), de la gran Amparo Montejano, se llevó el Ignotus a la antología. Breve viaje por la España de las brujas, de Clara Dies Valls y Javier Prado (Sugaar Editorial, 2023) se llevó el Ignotus de ensayo y su cubierta, el de ilustración. Mi corazón es una motosierra, de Stephen Graham Jones (Biblioteca de Carfax, 2023) se llevó el Ignotus y el Kelvin 505 a la novela extranjera. Acércate, de Sara Gran (La biblioteca de Carfax, 2023) se llevó el Ignotus a novela corta extranjera. Teseo en llamas, de Beatriz Alcaná (Ediciones del viento), se llevó el Kelvin 505 a novela original en castellano.

Carcoma, de Layla Martínez, estuvo nominada al National Book Award de EE. UU. Publicada allí en abril por Two Lines Press como Woodworm, está gustando mucho y ya la he visto en varias listas de lo mejor del año.

 

En cuanto a las publicaciones en inglés, que ya sabéis que me interesa, lo que más me ha llamado la atención del año pasado es Coup de Grâce, de Sofia Ajram (Titan Books), una novela de espacios liminales en la que un tipo se pierde en una estación de metro sin fin; Horror Movie de Paul Tremblay (William Morrow), sobre el reboot de una película de miedo y cómo afectó a uno de sus protagonistas; The Reformatory, de Tananarive Due (S&S/Saga Press), trata del reformatorio Gracetown (que existió de verdad) y las barbaridades que se cometieron en él, y se ha llevado todos los grandes premios del año en el género; Laird Barron ha vuelto con otra colección de relatos, Not A Speck of Light (Bad Hand Books); Incidents Around The House de Josh Mallerman (Del Rey) es una novela de casas encantadas que sale en todas las listas de lo mejor del año. ¡Ah! Y Jeff VanderMeer ha añadido un libro más, Absolution, a su serie sobre el Área X (MCD).

 

Creo que probablemente nos encontremos en el pico de la actual ola de terror. En cine hemos tocado techo con por lo menos tres obras maestras como Longlegs, La primera profecía y Nosferatu (a falta de ver otras pelis muy bien valoradas como The Devil’s Bath o Smile 2). No creo que 2025 lo supere.

Como podéis ver, ha sido un año muy variado. Si tuviera que identificar alguna tendencia, diría que están volviendo el body horror y el terror religioso, que se consolida el slasher literario, que se empiezan a explorar los espacios liminales y que se consolida la diversidad de voces por parte de colectivos tradicionalmente menos representados. Además, me da la impresión de que cada vez las obras son más divisivas: ¿es porque la obra realmente lo propone o por que ahora se perciben de otra forma? ¿Es acaso la división el signo de los tiempos que vivimos? Me temo que hay un poco de las dos cosas, y puede que alguna más.

¡Larga vida al terror!

 


FUENTES:

-              Newsletter con novedades de género mensuales de Daniel Pérez Castrillón para Windumanoth

-              Web de La Tercera Fundación

-              Páginas web de las editoriales

-              Además, redes sociales, blogs, newsletters de editoriales, etc. Cosas que uno sigue por interés.

Echando un vistazo a 2024

Leía el otro día en un blog que no todas las listas de fin de año son igual de interesantes y que no merece la pena perder el tiempo con aquellas listas que sólo nombran lo ya contrastado y lo fácil. Aunque creo que puede ser bueno recordar qué tienen de meritorio obras ya contrastadas, no puedo dejar de darle la razón. Yo no sé si mi lista tendrá algo de interesante para alguien. Lo que sí puedo decir es que en ella no hay muchas obras contrastadas y fáciles.

Pero dejemos de hablar de listas. Digamos, mejor, que el fin del año (que es un momento tan arbitrario como cualquier otro, pero que representa un ciclo a nivel cultural que no podemos soslayar) propicia revisar todo aquello con lo que hemos disfrutado y que ha llegado a influirnos, de una manera o de otra.

Según Goodreads, he leído 57 libros este año. La cifra es tan exacta como uno quiera, porque mis lecturas son un poco desordenadas e incluyen recopilaciones, relatos sueltos, lecturas parciales, etc. Pero creo que en general he leído bastante más que otros años. Entre todo eso, las lecturas más señaladas serían las siguientes, en ningún orden concreto:

-          La saga Mundodisco, de Terry Pratchett, que en el club de lectura de Librogusano se empezó a leer alrededor de verano. Ya llevamos ocho libros (son 41) y lo que puedo decir es que son divertidísimos, una lectura ágil y llena de agradables sorpresas. De hecho, el último (¡Guardias! ¡Guardias!) lo leí en cuatro días y las últimas 200 páginas me las ventilé en un solo día, que es algo que raramente he hecho.

-          Si tuviera que elegir lo mejor que he leído este año no lo dudaría y me remontaría a enero de 2024: The Cormorant, de Stephen Gregory (1987). El fallecimiento del autor ese mismo mes me animó a leer la que es su novela más conocida, que tuvo incluso con una adaptación televisiva en 1993 protagonizada por un jovencísimo Ralph Fiennes que aún no he podido ver. Es uno de esos libros que crecen y crecen en mi memoria. Una parábola contundente, valiente y directa como un puñetazo en el estómago, de la que ya hablé en mi Substack. Me encantaría verla traducida al español y me alegré mucho al verla mencionada por Will Errickson en el postfacio a Paperbacks From Hell.

-          Siguiendo el hilo, tengo que mencionar aparte al ensayo de Grady Hendrix. Paperbacks From Hell me ha hecho gozar muchísimo y descubrir autores olvidados y locos argumentos que me muero por leer

-          Todos los años dedico alguna lectura al folk horror, normalmente a principios de año. En 2024 fue Starve Acre, de Andrew Michael Hurley, un folk horror tranquilo e inquietante con sesiones de espiritismo y niño malvado. También en mi Substack

-          Nathan Ballingrud es uno de mis autores fetiches y cuando saca libro, ahí que estoy yo para leerlo. Crypt of the Moon Spider salió en agosto y es una maravilla gótica y grotesca. Memorable. Este año saldrá la siguiente novela de esta trilogía gótica lunar, Cathedral of the Drowned, y allí estaré yo para leerla.

-          Wagnerismo, de Alex Ross, es un ensayo que me ha hecho reconectar con muchas cosas que lamentablemente había ido olvidando. Ha sido una de las lecturas más importantes de mis últimos años.

-          Leí La joven parca, de Paul Valery, por primera vez en mi juventud y me fascinó. Este año la he recuperado en una soberbia traducción de Carlos R. de Dampierre y me ha vuelto a fascinar.

-          Leer a David Foster Wallace se está convirtiendo en una tradición veraniega y Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer es otra de sus infecciosas colecciones de ensayos y evidencia de su genio.

-          Historia del ojo, de George Bataille, lo leí también en verano y mi edición incluía un magnífico ensayo de Susan Sontag que me ha hecho reflexionar sobre los puntos en común entre el terror y la pornografía

-          El pájaro y la serpiente, de Borja González es una obra maestra de insólita belleza. Viendo el Nosferatu de Robert Eggers me acordé de este comic varias veces.

-          Este año también he leído toda la obra de John Langan que tenía pendiente con motivo de su visita al Celsius. Bueno, en realidad, no toda, pero sí toda la recopilada bajo su nombre (quedan un buen montón de relatos más recientes que todavía no están reunidos en ninguna colección). Fue una de las grandes lecturas del año. Langan me fascina por muchos motivos. Si tuviera que quedarme con uno de sus libros, en estos momentos elegiría House of Windows, su primera novela. Es un clásico instantáneo de las casas encantadas que creo que no se tiene en toda la consideración que merece. Y es de esas obras que no hace más que crecer en mi memoria.

En cuanto a cine y TV, 2024 ha sido el año en que vi Juego de Tronos, flipé en colores con la trilogía Antes del atardecer de Richard Linklater, descubrí el valor de las creepypastas con las tres primeras temporadas de Channel Zero (me falta la cuarta por ver, todavía), descubrí Martin, de George A. Romero, engullí los documentales de Paradise Lost, aluciné con El abominable hombre de las nieves (Val Guest), me enamoré de Longlegs y revisé maravillado El gabinete del doctor Caligari y Harvey, entre otras muchas cosas que, si alguien le interesa, están en mi letterboxd.

Decía antes que Wagnerismo, de Alex Ross, me ha hecho reconectar con cosas que tenía olvidadas. En 2024 he retomado intereses que había aparcado y creo que este ha sido uno de los acontecimientos más importantes para mí. Estoy intentando empaparme un poco más de arte y música y Substack está suponiendo una  gran fuente de alegrías. Va a resultar que la muerte de Twitter ha servido para algo.

Uno de los viajes que más he disfrutado en 2024 fue Milán. Hay un misterio en los palacios y las iglesias italianas, relacionado con la luz del crepúsculo y los espacios vacíos, que no es posible encontrar en ningún otro lugar. Puro combustible de giallo.

Creo que eso es todo. ¡Larga vida al terror!

El día más frío del año

El banco de sangre del Ramón y Cajal está en el tercer sótano del hospital, pero da a la calle porque el edificio se encuentra en una de las muchas colinas sobre las que está construida toda la ciudad. Antes has tenido que abrirte paso entre el frío de primera hora de la mañana azuzado por un cielo plomizo y te preguntaste por qué diablos tuvieron que citarte precisamente en estas fechas, uno de los días más fríos del año en la ciudad, cuando no había ninguna prisa para ello. Dentro del edificio, el trayecto incluye largos pasillos de un color blanco desvaído con papeles cuarteados pegados en las puertas, máquinas de vending y sillas colocadas sin criterio definido.

Cuando llegas allí no tienes que esperar mucho; no parece haber exceso de donantes de sangre en estos momentos. Enseguida te sentarán en una camilla mullida con sky de color azul y te pincharán el brazo. Te dolerá, no es como una de esas extracciones asépticas y breves que te hacen en ayunas, que apenas notas. Esta aguja te produce una punzada aguda en el hueco del codo que se prolonga durante varios segundos y luego se queda allí, como si te hubieran implantado un palo debajo de la epidermis.

La enfermera te pedirá que abras y cierres el puño para estimular el flujo de sangre. Evitarás mirar a dónde va a parar todo ese líquido, pero, según va pasando el tiempo, buscarás algo en lo que entretenerte y cuando te hayas leído todo el folio con los datos del registro (“Flebotomía terapéutica. Indicación de flebotoma: Poliglobulia Primaria, Poliglobulia Secundaria, Hemocromatosis Hereditaria; Hiperferritinemia secundaria con sobrecarga férrica…”), empezarás a escanear todos los elementos visuales que te rodean, la decoración navideña, las tablas clavadas con chinchetas en las paredes, el mostrador, el armario metálico sobre el que la enfermera colocará el bocadillo que te dan después de la sangría, tu vecino de la izquierda, que está tranquilamente sentado conversando lozanamente con las enfermeras (se le nota veterano en estas lides), y cuando hayas agotado todas las opciones a su alcance, tu mirada se verá indefectiblemente atraída por el aparato situado junto a tu brazo y verás cómo el tubo de color burdeos desemboca después de varias circunvoluciones en una bolsa colocada sobre una balanza que se columpia suavemente de un lado a otro. La bolsa de sangre tiene un color rojo oscuro, óxido apagado, nada que ver con la sangre de las películas ni con el Kensington Gore. Sabes que esa imagen, la de la bolsa color óxido llenándose y balanceándose suavemente, está reptando en ese preciso momento hasta tu inconsciente y aparecerá en alguno de tus sueños futuros, o brotará con cualquier sorprendente asociación en tu cabeza.

La flebotomía no dura mucho. La bolsa se va llenando con vigor (quizá un signo de tu propia vitalidad; te preguntarás si a los ancianos les llevará más tiempo), pero todo el rato sentirás ese palito metido bajo tu epidermis y, llegado un tiempo, la enfermera te dirá que ya está casi a punto y la báscula emitirá un pitido y tú, que estarás deseando acabar, empezarás a notar cómo la vista se te nubla lentamente y pequeños glóbulos grises van multiplicándose primero en el perímetro de tu visión para ir después avanzando hacia el centro hasta formar una fina película como un cristal esmerilado, mientras notas un sudor frío en la cabeza y esa sensación de calor helado por tu piel. Cuando avises a las enfermeras, reclinarán la camilla hacia atrás hasta que tu cabeza sea la parte más baja de tu cuerpo y empezarás a notar cómo la sangre vuelve a ella. También darán la calefacción, una de ellas sacará un abanico que empezará a aplicar frente a tu cara y luego empapará una gasa con un líquido amargo que te acercará a la nariz. Verás que todo eso funciona y que el cristal esmerilado va desapareciendo como el vaho de la luna del coche cuando enciendes la calefacción. Quizá te den un poco de agua. Lo beberás y te ayudará a sentirte mejor. Quizá dejen entrar a tu acompañante, quien te dará la mano y se preocupará por ti. Quizá eso haga que te emociones, últimamente te notas más sentimental y a veces piensas demasiado, y se te humedezcan los ojos. Quizá ella te pregunte si estás bien y solo puedas responder con un movimiento de cabeza, porque sabes que si intentas decir algo vas a hacer que se te salten las lágrimas.

Quizá vuelvas a llorar mientras escribas esto y no entiendas muy bien porqué, quizá sea que te estás haciendo viejo, que en realidad nada de esto importa, solo lo hacen esas personas que tienes a tu alrededor y que te preguntan cómo estás y que te dan la mano cuando te mareas, un gesto nimio pero lleno de significado. Quizá pienses en todas las veces que has llorado siendo adulto, que no son muchas, y en que nunca has sabido muy bien porqué, es un sentimiento que aparece y que no puedes controlar y al que cada vez te gusta más abandonarte. Quizá sea porque el mundo ordenado y metódico de la razón nunca podrá entender el mundo caótico y bullente de los sentimientos, pero a ti te parece que el primero está tomando un tono oxidado últimamente y que el segundo es más cálido y acojedor que antes.

Cuando vuelvas del hospital el frío del invierno te ayudará a espabilarte y a deshechar todas esas ideas tontas, porque la naturaleza es implacable y no entiende de aflicciones. Pensarás que, al fin y al cabo, tampoco fue tan mala idea ir allí el día más frío del año, porque así el viento helado secará tus lágrimas.

Truco

La puerta del viejo podrido tenía un esqueleto.

Guille se paró en seco al ver aquello. No podía ser.

—Espera. ¿Esta no es la casa…?

—Sí —contestó Pedro—. La casa del viejo podrido.

Se miraron, sorprendidos. El viejo podrido nunca celebraba Halloween. Era bien sabido que no soportaba a los niños. Los odiaba, de hecho. A todos, sin excepción. Cuando atravesaba el patio de la urbanización y alguna pelota pasaba cerca de él, su mirada asesina penetraba en el cerebro del pobre lanzador hasta reventar sus sesos imaginarios contra el césped. Y cuando algún niño nuevo cometía la imprudencia de saludarlo al pasar a su lado, el viejo podrido le devolvía una sonrisa torcida cercada de largos dientes oscuros que al pobre ingenuo le provocarían pesadillas durante meses.

El viejo podrido era un hombre alto y delgado y caminaba flotando, en una permanente postura encorvada. Su nariz aguileña colgaba sobre una barbilla que se alargaba de forma inverosímil, como si en cualquier momento fuera a abrirse una segunda boca allí abajo, poblada por los mismos dientes oscuros que se ocultaban tras la cara cuarteada del viejo.

—Entonces, ¿qué? ¿Llamamos? —dijo Jose.

—No jodas. Pirémonos —dijo Diego.

Diego llevaba toda la tarde bastante remolón. De hecho, ni siquiera se había molestado en conseguir un disfraz. Guille iba de granjero zombi. Pedro iba de pirata zombi (con el esqueleto de un pájaro, supuestamente un loro, sujeto a su hombro izquierdo). Jose iba de cirujano zombi. Pero Diego no iba de nada. Se le había olvidado, decía, aunque Guille sospechaba que en realidad lo había hecho a propósito para evitarse el truco o trato de aquel año, porque era el primero en el que lo hacían sin la compañía de su madre, que había ido siempre con ellos. Pero la madre de Diego había muerto de cáncer la pasada primavera y ahora Diego vivía solo con su padre.

Había sido extraño, cuando murió. Fueron todos al tanatorio. Diego estaba allí y se sentó con ellos, pero no aparentaba ser él. Vestía una americana azul oscura. Hablaba con monosílabos y parecía ausente. Jose dijo que estaría tomando pastillas. El padre de Diego lo disculpaba y se lo llevaba hacia el ataúd, pero Diego volvía con ellos en cuanto su padre se despistaba.

Desde aquel día Diego ya no volvió a ser exactamente el mismo. A Guille le daba la impresión de que no se encontraba a gusto en ningún sitio. Aquella tarde, aunque dijo que no tenía disfraz, habían ido a buscarlo a su casa porque hacer truco o trato sin él no era una opción. Entonces Diego pidió permiso a su padre con la boca pequeña y este se lo dio. Aun así, se hizo el remolón, pero ellos habían insistido tanto que se quedó sin excusas.

Esta vez lo hacían solos, sin la compañía de ningún adulto. No obstante, Guille no podía quitarse de encima la impresión de que la madre de Diego los seguía, pero cuando volvía la cabeza no era así. En su lugar había un vacío sin aliento, como una zona descolorida del espacio, entre las paredes de los pasillos que recorrían en su búsqueda de caramelos.

Habían pasado por la puerta del viejo podrido de camino a la casa de algún vecino y obviamente no tenían pensado pararse allí, pero aquella puerta tenía un esqueleto. Y todos sabían lo que eso significaba.

Jose, el cirujano zombi, se acercó a la puerta, con la vista clavada en el esqueleto de plástico, como si no se fiara de él.

—¡Venga, vámonos! —dijo Diego.

Jose no le hizo caso.

—¿Llamamos?

—No sé, tío. Es el viejo podrido —dijo Pedro, el pirata zombi.

—¿Y qué? Tiene un esqueleto. Se puede llamar —dijo Guille, el granjero zombi.

Claro, se podía llamar. Para eso estaban los esqueletos o las lápidas o las telarañas en las puertas. Tú pones una decoración en la puerta para señalar que los niños son bienvenidos en tu casa. Pero tienes que darles caramelos: ese es el trato ¿no? «Truco o trato». Si no repartes caramelos, toca truco. Pero ¿qué es el truco? Si eliges truco ¿qué hay que hacer? Y ¿quién debe hacerlo?

—El viejo podrido nunca ha celebrado Halloween.

—Igual ya no vive aquí —dijo Diego—. Hace años que no le veo.

Los cuatro se miraron. Tocaba decidir.

Sonó el timbre de la puerta. El granjero zombi había apretado el botón. Seis ojos se clavaron en él.

—¿Qué? Joder, no vamos a estar aquí esperando toda la noche, ¿no?

Se oyeron pasos al otro lado. Pies arrastrándose por el suelo. Una mano sobre la hoja de madera. Una respiración. Un destello en la mirilla. Un farfulleo.

—¡Es el viejo podrido, joder! ¡Os lo dije! —susurró el cirujano zombi. El sudor hacía que se le corrieran las salpicaduras de sangre por la frente, pero el gorro y la mascarilla de gasa las retenían.

Llaves accionando ruedas dentadas. Cerrojos descorriéndose. Cerraduras girando.

La puerta se abrió lentamente, dando paso a un estrecho rectángulo de oscuridad del que emergió la cabeza calva y pálida del viejo podrido, inexpresiva como una estatua de cera.

El granjero zombi sintió un escalofrío y tragó saliva. El sonido procedente de su garganta resonó por el vestíbulo y bajó por la escalera hasta llegar al portal y sorprender a una pareja de urracas que salieron volando aterrorizadas de la rama en la que estaban dándose calor mutuamente.

El viejo podrido paseó su mirada de zombi en zombi, con una leve sonrisa, que creció al posar su mirada en Diego, el niño sin disfraz. Sus labios finos como dos cuchillas brillaban bajo los halógenos del descansillo. Detrás de él, la casa estaba completamente a oscuras.

—¿Y bien? —preguntó con una voz cavernosa.

Jose intentó pronunciar la frase, pero solo le salió un carraspeo.

El viejo sonrió un poco más. Guille creyó oir el gemido de unos goznes oxidados mientras lo hacía. También le pareció detectar un brillo dentro, muy dentro, de sus ojos negros, rodeados por un manojo de serpenteantes venillas rosadas.

—¿Truco o trato? —consiguió articular el granjero zombi.

Los cuatro chavales levantaron sus cestas en forma de calabaza para recibir sus caramelos, pero el viejo podrido no se inmutó. Solo sonrió aún más. Los labios como cuchillas dejaron entrever algo oscuro y afilado. Adelantó la cabeza antes de contestar, masticando con delectación cada una de las cinco letras que componían su respuesta:

—Truco.

El granjero miró al cirujano, que miró al pirata, que miró al niño sin disfraz en busca de alguna explicación y, como no encontró ninguna, se volvió al pirata, que miró al cirujano, que miró al granjero, y todos compartieron sus respectivas perplejidades.

El viejo podrido había dicho la palabra. Esa palabra que los privaba de caramelos. Esa palabra que pendía todas las noches de Halloween sobre sus cabezas como una maldición. Esa palabra que nadie jamás se atrevía a pronunciar, ni siquiera en broma.

—¿No tiene caramelos? —dijo un valiente pirata.

El viejo podrido dejó de sonreír y clavó su mirada en aquel niño insolente. Afortunadamente era un pirata zombi y ya estaba muerto, porque si no, lo habría matado al instante.

—Truco —insistió el viejo, volviendo a masticar todas y cada una de las cinco letras.

Los cuatro niños se volvieron a mirar unos a otros, desconcertados.

—No… no sabemos ningún truco —dijo el cirujano zombi.

El viejo podrido posó sus ojos en él. El cirujano perdió el poco pulso que le quedaba.

—¿No? Bueno, pues entonces el truco tendré que hacerlo yo.

El viejo paseó una mano por delante de ellos e hizo unos gestos extraños en el aire. En aquel momento, el cirujano creyó oir un borboteo viscoso; el granjero, un hachazo chirriante; el pirata, un graznido terrorífico; y el niño sin disfraz, un grito de ultratumba.

Dieron un paso atrás. El dedo del viejo podrido recorrió al grupo de zombis, hasta que se quedó quieto, apuntando a uno de ellos.

—Tú.

El cirujano se llevó la mano al pecho.

—¿Yo?

Los otros tres se quedaron mirándolo, expectantes. ¿Qué se suponía que tenían que hacer? ¿Para qué lo había elegido a él?

Antes de que pudieran decir nada, el cirujano desapareció del descansillo como por arte de magia.

 

Todos gritaron. Salvo él, que se vio transportado a un quirófano. Seguía con su disfraz puesto: bata verde, gorra y mascarilla. Pero también llevaba unos guantes de plástico azules y, en su mano derecha, una especie de secador de ese mismo color. Delante de él yacía tumbado un hombre con el pecho descubierto, afeitado y con unas líneas discontinuas marcadas a rotulador sobre su esternón, como el dibujo de una página de recortes. Jose apretó el botón del aparato que llevaba en la mano de manera inconsciente y aquello empezó a vibrar con un sonido similar al de su cepillo de dientes eléctrico. Pero lo que había en el extremo de aquel aparato no era un cepillo. Era una sierra.

—Vamos, doctor ¿a qué espera? No tenemos todo el día.

A su izquierda, una enfermera le sonreía bajo una mascarilla.

—Yo… yo…

—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

A su derecha, un enfermero le miraba con el ceño fruncido.

—Yo… yo…

—¿Más anestesia?

Detrás del paciente, otra doctora examinaba una pantalla con una línea en color verde llena de montañas y valles que emitía un pitido a intervalos regulares.

Todos le miraban, expectantes.

—Adelante, doctor. ¡Vamos, vamos!

Y Jose se adelantó hacia el hombre dormido y acercó su mano derecha con aquel instrumento que vibraba y que a pesar de todo era extraordinariamente ligero, aunque el hombre seguía dormido, no se despertaba, y todos le observaban, esperando que empezara, así que él acercó la sierra al pecho del hombre y los volvió a mirar y vio en sus ojos que aquello era precisamente lo que esperaban que él hiciera, y Jose cerró los ojos y hundió la sierra en el pecho del hombre, que seguía sin despertarse, no exactamente sobre la línea marcada, sino un poco más a la derecha, y un chorro de sangre salió salpicándoles a borbotones y entonces, ahora sí, empezó a gritar.

 

Cuando volvió a aparecer junto a sus amigos pensó que había sido la fuerza de sus gritos lo que le había devuelto con ellos. En su disfraz había gotas de sangre que antes no estaban allí.

—¿Qué ha sido eso? —gritó el pirata zombi.

—¡No sé! ¡De repente estaba en un quirófano!

—¿Qué está pasando? —gritó el granjero.

—Ha sido él —dijo Diego, con un dedo acusador hacia el viejo podrido—. ¡Larguémonos de aquí!

—Esperad, chicos. Si aún no hemos terminado —dijo el viejo, divertido.

—¡Y una mierda! —dijo el granjero, pero no pudo despegar los pies del suelo. Se le habían quedado clavados.

—Joder, ¿qué pasa?

—No me puedo mover.

—Mierda, esto es cosa suya, ¡seguro!

—¡Suéltenos, joder!

—¿Qué coño hace? ¡Se lo voy a decir a mi madre!

—Ssshhhh, niños. ¡No gritéis! —dijo el viejo, llevándose un dedo arrugado a los labios—. No os podéis ir, porque todavía no ha terminado el truco.

—¡Y una mierda! ¡Suéltenos!

—¡Suéltenos, puto viejo!

Los niños gritaban, agitando los brazos, incapaces de desplazarse de allí. El viejo podrido los miraba con una profunda satisfacción marcada en sus facciones cadavéricas. Con el mismo dedo que se había llevado a los labios empezó a señalarlos, jugando al pito, pito, gorgorito, hasta que se detuvo en uno de ellos.

El granjero zombi dejó de agitarse y se echó a temblar.

—No. ¡No!

—Te toca.

—¡No! ¡NO! ¡NONONONONONONOOOO!

Y, con un toque del dedo sobre el aire, Guille desapareció.

 

Apareció en el centro de una plaza, abarrotada de gente. Era un lugar pequeño, rodeado de edificios de piedra. El cielo estaba cubierto de nubes ominosas y una brisa ligera agitaba su camisa de cuadros. Frente a él había tres chicas, vestidas con trajes regionales y peinadas con elaboradas trenzas.

—Venga, Guille. ¡Es la hora! —dijo una de ellas, señalando más allá, detrás de él.

Se giró y se encontró una escena extraña. Cuatro hombres rodeaban una masa grisácea y bamboleante que se retorcía sobre una gran mesa de madera. Sujetaban con sus brazos lo que parecían ser las extremidades de aquella cosa inmensa. Uno de ellos agarraba otro extremo bulboso, que se agitaba emitiendo unos gritos ensordecedores. A sus pies había un cubo metálico.

Aquello era un cerdo. Un cerdo enorme.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que en su mano derecha portaba un cuchillo. No era un cuchillo grande de carnicero, sino una hoja pequeña y reluciente, con aspecto de estar muy afilada.

Guille se echó a temblar.

—¿Nervioso? —le dijo una de las chicas. Era muy joven, de pelo castaño y voz dulce. El peinado realzaba su belleza, la suavidad de su piel—. Es normal. ¡Es tu gran día, Guille! Venga. Desángralo. ¡Y disfrútalo mucho!

El público, compuesto por gente de todas las edades, jaleaba y aplaudía. Querían su espectáculo.

—¡Venga, chico, que el bicho no para quieto! —gritó el hombre que sujetaba la cabeza del animal.

Guille dudó. El público le animaba, gritaba su nombre. Los hombres que rodeaban al cerdo lo sujetaban con sus brazos tensos como cordeles a punto de reventar. El puerco pataleaba y se cagaba. Sus heces caían con un chapoteo bajo un extremo de la mesa.

—No le hagas sufrir —añadió la chica de pelo castaño.

Él notó una comezón en la barriga. Un cosquilleo. Echó a andar hacia el animal. Sus gritos eran ensordecedores y ya no podía oír los ánimos del público. Sintió un profundo desprecio por el bicho aquel.

Levantó el cuchillo y miró al hombre que sujetaba la cabeza del puerco. Le devolvió la mirada con sus ojos negros perlados de sudor y afirmó con la cabeza, animándole.

Guille levantó el cuchillo, que refulgió bajo las nubes blancas, ensordecedoramente blancas, y lo clavó en la garganta del animal. Un calambrazo recorrió su brazo y encendió su cerebro en un fogonazo. El hombre tiraba hacia atrás de la cabeza del cerdo, estirando toda su garganta para él. El animal profirió un chillido agudo y entrecortado. Guille podía sentir su pánico absoluto, su desconcierto, su confusión, su repulsión. Era fascinante. El chillido penetró en su cabeza y lo desbordó por dentro. Todo lo que había a su alrededor desapareció y solo quedaron ellos dos: niño y cerdo, conectados por el filo restallante del cuchillo. Guille empujó aún más el filo en la garganta blanda. El cerdo tembló y Guille tembló con él. Los dos temblaron y Guille se sintió atravesado de nuevo por un latigazo. Sacó el cuchillo y todo volvió de golpe: el público con una ovación ensordecedora, las chicas con una sonrisa aviesa, los hombres con una carcajada de satisfacción y un chorro de sangre roja que tiñó el filo blanco y puro y cayó con un eco en el cubo metálico. Gotas de rojo vivo salpicaron la mesa y desaparecieron absorbidas entre la porosidad de la madera.

Volvió la vista. La chica le sonreía. Sus ojos azules llenaron su mirada. Guille le devolvió la sonrisa y desapareció.

 

Cuando volvió al vestíbulo sus amigos seguían allí. El viejo podrido, también. Todos callaban. El cirujano zombi miraba al suelo. Guille seguía sonriendo y se sonrojó. Apretaba el puño, pero estaba vacío.

El viejo podrido señaló al pirata.

—Bueno. Ahora tú.

 

A Pedro le pilló por sorpresa y cuando apareció en la bodega del barco exclamó:

—¿Yo?

La gente que tenía a su alrededor le miró, extrañada. Componían un grupo amenazador. Hombres delgados, algunos lisiados, vestidos con harapos, que enarbolaban todo tipo de armas: machetes, rifles, pistolas, cuchillos… pero sobre todo machetes. Muchos machetes.

Formaban un semicírculo a su derecha e izquierda. En su centro, frente a Pedro, tres figuras yacían sentadas en el suelo. Estaban atadas y amordazadas. Un hombre, una mujer y una niña.

Las tres lo miraban aterrorizadas.

Uno de los hombres se acercó cojeando hacia él y le tendió un machete.

—Vamos, capitán. Acabemos con esto de una puta vez.

Pedro lo miró, sin saber muy bien qué hacer.

—¡Vamos, capitán! ¡Vamos, capitán! ¡Grrrrrr!—graznó el esqueleto del loro en su hombro.

«Joder», masculló Pedro. Le temblaban las piernas, pero intentó que no se le notara demasiado, delante de todos aquellos bárbaros.

—¿A quién vas a matar primero, capitán?

—¿A quién? ¿A quién? ¡Grrrrrr!

Pedro los miró. Aquellos tres temblaban más que él.

—Deja a la niña para el final. Déjanosla a nosotros —dijo el tipo que estaba junto al cojo, que tenía un hueco vacío de color marrón oscuro y aspecto pastoso en el lugar que debería ocupar su ojo derecho.

—Vamos, capitán. ¡No podemos dejar supervivientes!

—¡Supervivientes! ¡Supervivientes! ¡Grrrrrr!

Pedro cogió el machete. Pesaba como la mochila del colegio, por lo menos. «Ni de coña se puede matar a nadie con este trasto, ¡vamos, no me jodas!», pensó.

Resopló mientras lo levantaba de nuevo. Los piratas jalearon detrás de él. Estaban sedientos de sangre.

—¡Vamos, capitán! ¡Vamos, capitán! ¡Grrrrrr!

«Cállate ya, puto bicho», pensó. Le hubiera encantado darle un manotazo, pero no se atrevió, con toda su tripulación delante. Las mascotas de los piratas eran sagradas.

Dio unos pasos adelante, sujetando firmemente el mango del arma. Los prisioneros se agitaron y empezaron a farfullar tras sus mordazas, con los ojos muy abiertos. Se acercó a ellos lo justo para alcanzarlos, pero no tanto como para que ellos pudieran darle una patada o algo parecido.

El hombre no parecía muy mayor. Llevaba unas gafas torcidas. Las mejillas se le hinchaban por la presión de la mordaza. Era muy delgado y llevaba una camiseta a rayas («Como Wally», pensó). La mujer llevaba una camisa blanca y pantalón corto de color azul. Pelo moreno y piel bronceada. Lo miraba con una nota de pena. Tenía las manos atadas tras la espalda y con las yemas de los dedos tocaba las de la niña, que sollozaba en silencio detrás de ellos. Tendría unos seis años.

Pedro se dio la vuelta. Los piratas se habían acercado a él con ojos ansiosos, cerrando el semicírculo.

«A quién vas a matar primero, capitán», pensó. Frente a él, en la pared de la bodega, podía ver el mar a través de un ojo de buey. El cielo era de un azul claro y limpio. La superficie del agua, lisa como una cartulina. Nadie hablaba. Solo oía los sollozos de la niña, que le miraba con rencor.

«Deja de mirarme, por favor» pensó, implorándole con los ojos. Pero ella sostuvo su mirada.

El machete cayó de sus manos y se clavó en el suelo de madera.

—¿A quién? ¿A quién? ¡Grrrrrr!

Pedro cogió al puto bicho y lo arrojó por fin al suelo con todas sus fuerzas. Los huesos salieron disparados en todas direcciones con un ruido de xilófono.

El grupo de piratas enmudeció, mirando alternativamente a Pedro, a los huesos desparramados y al machete clavado en el suelo de la bodega.

El cojo dio un paso adelante con su pata de palo y levantó su fusil, apuntando a Pedro.

—¡Motín! —gruñó.

El tuerto, que se había quedado detrás de él, enarcó los labios en una mueca desdentada que pretendía ser una sonrisa.

—¡Motín! —gritó, con un espumarajo de saliva.

—¡Motín! —gritaron todos los demás, levantando sus armas—. ¡Motín! ¡Motín! ¡Motín!

Rodearon a Pedro y lo empujaron por la puerta, hacia la cubierta. Sus pies tropezaron con las escaleras. Miró hacia atrás, lo justo para ver cómo varios de los piratas rodeaban a los cautivos, riéndose de forma maliciosa, antes de perderlos de vista.

La cubierta estaba sucia y oxidada. Era un barco de hierro, lleno de mugre y carente de lustre. Agarraron a Pedro por los brazos y se los ataron a la espalda con una brida de plástico. El cojo iba pegado a él y podía oir su risa de satisfacción junto a su oído derecho y notar su aliento cálido y apestoso en la oreja.

Lo condujeron a la barandilla de popa, justo encima de los motores. El agua giraba en una turbulencia de espuma ahí abajo.

—¿Últimas palabras? —dijo el cojo.

—¿Cómo? —Pedro no se podía creer lo que estaba pasando.

—¿Tienes algo que decir antes de que te arrojemos por la borda, capitán?

—¿Qué? ¡No podéis hacer eso!

—Ah, ¿no? Y ¿por qué no?

—Yo… yo… soy vuestro capitán. ¡No podéis tirarme al agua, joder!

—¡Qué dices! Tú ya no eres nuestro capitán. Nos has traicionado. No vales para esto, chaval. Somos piratas, ¿te enteras? En realidad, estábamos deseando tener una excusa para hacerlo, no te voy a engañar.

—¡No me tiréis! Haré lo que queráis. Te nombraré capitán, si quieres —Pedro no pensaba lo que estaba diciendo, por su boca salía lo primero que se le ocurría con tal de escapar de su destino —. Pero no podéis tirarme. ¡Moriré!

—Pues claro que morirás, pringao. De eso se trata. ¡Jo, jo, jo, jo! —rio el cojo, clavándole la punta del fusil en las costillas, para empujarlo por la borda.

—¡Espera! ¿Qué pasa con ellos? ¿Qué vais a hacer?

El cojo le miró con perplejidad.

—¿Qué vamos a hacer? Joder, qué pringao eres, chaval.

—¡Soltadlos! ¡Tened piedad!

El cojo se echó a reír.

—¡No han hecho nada! ¡Soltadlos! ¡Dejadlos marchar!

—Pero qué sabrás tú, enano.

Dicho eso, lanzó un culatazo a la cabeza de Pedro, que cayó al torbellino de agua y quedó atrapado en los remolinos de la hélice. Su cuerpo giró un par de veces antes de ser engullido por ella y deshacerse en mil pedazos.

 

Cuando volvió al vestíbulo, Pedro todavía oía el rugido del motor en sus oídos. El viejo podrido lo miraba intensamente.

—Pedro, ¿estás bien? —dijo Jose, tocándole el brazo.

—Joder… —contestó, negando con la cabeza.

—Estás pálido. Desapareciste y volviste unos segundos después, pero estás blanco.

—Me arrojaron por la borda y me pilló la hélice.

—¿Qué?

—Joder, yo qué sé. Ha sido horrible.

—Déjenos en paz. ¡Suéltenos! —gritó Guille, intentando levantar sus pies del suelo, sin éxito.

—¡Eso! ¡Ya está bien! ¡Déjenos en paz, viejo estúpido!

—¡Oigan! ¡Ayuda! ¡Ayuda! —Diego empezó a gritar a todo pulmón.

El viejo se echó a reír.

—¡Serás cabrón, puto viejo!

—Gritad, niños. Gritad todo lo que queráis. Nadie va a venir.

—Nos lo pagará. Nos lo pagará, maldita sea. ¡Se va a enterar!

El viejo siguió riendo. Diego gritaba a todo pulmón.

Estuvieron así unos minutos. El viejo los observaba. Guille sollozaba. Diego se cansó de gritar y miraba al viejo con la cabeza gacha.

—Joder, Diego, creo que ahora te toca a ti —susurró Jose.

—¡Cállate, hostia! —dijo Pedro.

Diego levantó la cabeza para encarar al viejo podrido. Había dejado de reír y lo miraba seriamente, como si lo estuviera examinando.

—Venga, viejo, terminemos con esto de una vez.

—No… Diego…

—Y tú, niño, ¿se puede saber de qué vas disfrazado? —preguntó el viejo.

Diego resopló, inquieto.

—De nada, viejo. No tengo disfraz.

—¿No? ¿Y eso? ¿Qué pasa? ¿No celebras Halloween?

—¡Joder, no! ¿Qué más da?

El viejo lo miró sin decir nada.

—No preparé ningún disfraz.

—¿No? ¿Por qué? ¿No te dio tiempo?

—No pensaba salir, ¿vale? No quería salir.

—Ya veo. Son tus amigos entonces los que te han traído aquí. Has venido a regañadientes.

—Yo… no quería salir.

—Pobre niño. Pobre niño perdido. Echas de menos a tu madre ¿verdad?

Diego bajó la mirada y empezó a sollozar.

—¡Ya basta, viejo de mierda! ¡Déjenos en paz! —gritó Guille.

—Si quieres, puedo llevarte con ella.

—¿Cómo?

—Que, si quieres, puedo llevarte con tu madre.

—Está loco. ¡Está loco, joder! —dijo Guille —¡No le escuches!

—¿Quieres? —preguntó de nuevo el viejo, levantando la barbilla, con una sonrisa en el rostro—. ¿Quieres?

—Joder, Diego, no le escuches. Está pirado, tío. Es un psicópata. ¡Es un puto psicópata el viejo este!

Diego pensó un momento. La cabeza le daba vueltas. Era su turno, al fin y al cabo. Le tocaba a él. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar que aquel viejo loco eligiera? ¿O probar a volver con su madre? ¿No era eso una oportunidad? ¿Qué tenía que perder? No podría ser peor que lo que habían vivido sus amigos, ¿verdad?

Levantó la cabeza y le miró fijamente a los ojos.

—Vale, viejo. Llévame con mi madre.

—Dicho y hecho, chaval —afirmó el viejo podrido—. Dicho y hecho.

—¡No! ¡No, Diego! ¡No le hagas caso! ¡Está loco!

El viejo chasqueó los dedos.

 

Diego se quedó completamente a oscuras. Desorientado, se giró en todas direcciones, pero algo a su alrededor se lo impedía. Parecía estar encajonado por delante y por detrás. También a su izquierda. Pero a su derecha había algo suave, como un tejido. Y después algo firme y frío, algo denso que podía apartar, aunque no sin cierta dificultad.

Se imaginó cientos de cosas mientras llevaba su mano al bolsillo del pantalón para coger el móvil y conseguir algo de luz. El viejo le había mentido. Dios sabe qué extraña forma de tortura había decidido para él.

Levantando el móvil, encendió la linterna. Funcionaba perfectamente, aunque no tenía ninguna cobertura, como era de esperar, porque se encontraba dentro de un ataúd, con el cadáver de su madre junto a él.

Diego gritó.

 

—Adiós, niños. Un placer. ¡Hasta el año que viene! —dijo el viejo podrido.

Volvió a la oscuridad de su casa y cerró la puerta. El esqueleto de plástico cayó al suelo y en ese momento los pies de los niños se liberaron.

—¿Dónde está Diego? Tíos, ¿dónde coño está Diego?

El hueco que había dejado Diego seguía vacío. Todos se miraron. Sus corazones latían a mil por hora y su piel chorreaba goterones de sudor helado.

—¿Dónde está Diego? ¿Dónde está? ¿Qué ha hecho con Diego? ¡Oiga!

Guille se lanzó contra la puerta y empezó a golpearla con los puños. Los demás le imitaron.

Pronto el vestíbulo se llenó de vecinos, atraídos por el jaleo. La policía llegó poco después. Alguien consiguió abrir la puerta, de alguna forma. Guille se fijó en que el esqueleto de plástico había desaparecido. La casa estaba vacía. Completamente vacía. Ni un solo mueble. Ni una sola persona. Ningún viejo. Ni Diego. Nadie. Alguien les explicó que aquella casa llevaba vacía varios años. Que no había ningún viejo en la urbanización como el que ellos describían. El padre de Diego lo contemplaba todo estupefacto. Le temblaban los labios.

 

El móvil se apagó por fin y, sumido en aquella rancia oscuridad, Diego siguió gritando hasta que recibió el cálido abrazo de la inconsciencia.


NOTAS

Me entusiasma Halloween. Sí, ya sé que es una fiesta importada. A mí me trae sin cuidado. También lo es Navidad y nadie se queja. Una noche para celebrar el terror, cómo no me va a gustar.

Me gusta honrar Halloween de alguna manera. Hay quien publica recomendaciones durante el mes de octubre. Hay quien se lee un relato de terror al día. Hay quien lee novelas dedicadas a la fiesta (las hay, y no son pocas). Así que, pensando en cómo hacerlo, se me ocurrió que sería buena idea escribir un relato de terror ambientado en la festividad para publicarlo el 31 de octubre. La fiesta da mucho juego: el truco o trato, la tradición norteamericana de las casas encantadas, las decoraciones, las tradiciones anteriores, la mitología asociada, etc.

El primer relato tenía que ser algo bastante obvio. ¿Y si un grupo de niños pidieran caramelos en una casa en la que no hubiera trato? ¿Y si se les pidiera un truco? Todo el mundo da por supuesto que, cuando te abren la puerta, hay trato: golosinas, sonrisas y tal. ¿Y si no fuera así?

Inicialmente pensé en una especie de conjuro que hiciera tener visiones espantosas a los niños: un decapitado por aquí, otro horriblemente desfigurado por allá… Pero el tono que estaba adquiriendo la historia, declaradamente bradburiniano, no me casaba con aquella intención, que me parecía más macabra. Por otro lado, los disfraces de los protagonistas los elegí totalmente a voleo, simplemente añadiendo la palabra "zombi" al final. Son los disfraces más fáciles del mundo: añades sangre a la ropa vieja o a un disfraz de tres euros y listo. Tenía lógica. Que todos llevaran el mismo disfraz me parecía muy aburrido, así que inicialmente puse a un pirata, un médico, un granjero y un vampiro (sí, un vampiro zombi; tenía su gracia).

Como el estilo que estaba tomando el relato me gustaba, pero no casaba con mi intención inicial, lo dejé reposar durante algunos días cuando el viejo dijo "truco". ¿Qué iba a pasar a continuación? ¿Cuál sería el truco?

Una noche estaba pensando en el relato y pensé que los disfraces podían ser una buena excusa. ¿Y si ligamos la experiencia de los niños a sus disfraces? ¿Y si el truco consiste en hacerles pasar por experiencias reales propias de esas profesiones o roles? ¿Y eso es lo realmente terrorífico? Aquella idea me gustó mucho. Daba mucho juego. Me fascina el papel que juegan los roles en la sociedad y en la psicología del individuo. Nunca dejo de sorprenderme ante la facilidad con la que nos colocamos el sombrero que toque en cada momento: jefe, empleado, sindicalista, ignorante, experto, graciosillo, político, víctima, verdugo, abusador… A veces resulta enternecedor de contemplar.

Cambié al científico por un cirujano para poder usar un escalpelo. Y al vampiro le quité el disfraz, para dejarlo para el final, hacerle sufrir un poco más y jugar un poco con las expectativas del lector. Al revisar el relato bajo esta nueva luz me di cuenta de que tenía todo el sentido del mundo que el niño sin disfraz fuera el que perdió a su madre. ¡De esa forma podría meterlo en el ataúd! Reconozco que una sonrisilla perversa se dibujó en mis labios.

--Cariño ¿de qué te ríes?

Mi mujer me miraba desde el espejo del baño mientras se lavaba los dientes.

--Oh, de nada. Cosas mías.

Luego una cosa llevó a la otra. Me di cuenta de que jugando con los roles y la inocencia de los niños podía explorar el dilema entre la responsabilidad, lo que se espera de uno y lo que uno quiere o puede hacer. Después de escribir el episodio del cirujano se me ocurrió que estaría bien que el siguiente niño, en lugar de sentirse aterrorizado, disfrutara degollando al cerdo. ¿No sería eso más interesante? ¿Aterrador, quizá? El destino del pirata lo tenía claro. Sería que el que se negara a cumplir con su responsabilidad, lo que le conduciría a la muerte, evidentemente.

La verdad es que este relato salió de forma muy orgánica y no tuve grandes dificultades a la hora de escribirlo. He metido muchos tacos, pero es que creo que hoy en día todos los chavales ya hablan así. Además, me encanta oírselos a la lectura en voz alta del Word (es una de las revisiones que hago a todo lo que escribo. Un placer en cierto modod infantil, por otro lado, ese de oir los tacos en voz alta pronunciados por una voz mecánica). También creo que se debe a cierto espíritu festivo, propio de Halloween. Celebrémoslo, pues, de casa en casa. ¿Quién sabe? Quizá haya algo más excitante que una chuche del Mercadona esperándonos esta noche.

Feliz Halloween, amantes del terror.

Lecturas del año (2ª parte): puestos de honor

Cosas interesantes que no han llegado a los primeros puestos.

En la entrada anterior de este blog comentaba mis mejores lecturas del año 2023. Por el camino se quedaron algunas que no merecen ser relegadas al olvido, porque todas las selecciones son injustas. De nuevo, hay de todo y aquí se refleja el puro gusto personal. Por orden de lectura.

The Cabin at the End of the World, de Paul Tremblay (Harper Collins): la adaptación al cine de Shyamalan despertó mi interés por la novela original. No he visto la peli, pero la obra de Tremblay tiene entidad literaria propia, por que el autor juega con el punto de vista cambiante para ofrecernos una reflexión de máxima actualidad sobre la información y el poder. Mi reseña, entre otras, en este enlace.

Kwaidan, de Lafcadio Hearn (Valdemar. Traducción de Marián Bango): los relatos de Hearn oscilan entre lo exótico e inquietante para derivar, hacia el final del volumen, en una prosa poética llena de ensoñación que recuerda a Lord Dunsany o a los relatos oníricos de Lovecraft. La introducción de Jesús Palacios sobre la vida y obra de Hearn es una gozada, porque la vida de este hombre da para una miniserie.

Bukowski-Schultheiss, de Matthias Schultheiss (La Cúpula. Traducción de Narcís Fradera y Rubén Lardín): un dibujo impresionante, en el que recrearse durante horas, para unas historias secas, duras y jodidas como las vidas de los perdedores que aquí se narran sin romanticismos de ningún tipo.

Las crónicas del sochantre, de Álvaro Cunqueiro (Destino): el viaje del sochantre de una localidad bretona por la Francia revolucionaria acompañado de una hueste de cadáveres. Leer este libro es como comerse un banquete organizado por Grimod de la Reynière.

The Tindalos Asset, de Caitlín R. Kiernan (Tor): tenía pendiente el cierre del Tinfoil Dossier desde hacía un par de años. La novela mantiene la estructura episódica de las dos entregas anteriores. Menos compleja que Black Helicopters, supone un cierre perfecto al arco narrativo iniciado en Agentes de Dreamland (Alianza Runas) y uno se queda con ganas de saber más sobre el universo lovecraftiano distópico que Kiernan ha creado para la serie. Una auténtica lástima que en la editorial española no hayan apostado por continuar la trilogía en nuestro idioma, porque es de lo mejorcito en horror cósmico contemporáneo.

Guía espiritual de Castilla, de José Jiménez Lozano (Ámbito): la historia de España que nadie me había contado. Me hizo sentir asombro y una cierta conexión con una esfera espiritual a la que ya no se presta ninguna atención desde los medios, salvo para hacer los chistes de rigor. Es de esos libros que a uno le da por pensar que deberían estudiarse en los colegios.

The Long Walk, de Stephen King (Hodder & Stoughton): novela de juventud de Stephen King y una de las primeras que yo leí del autor en mis años mozos, a la que volví este verano. Es impresionante cómo King, lejos de amilanarse por el escenario (gente andando todo el rato), lo utiliza para ir aumentando la tensión hasta el clímax final. Uno que escribe se retuerce de envidia viendo lo que el pequeño Estebanito era capaz de hacer.

The Drive-In, de Joe R. Lansdale (Underland Press): en palabras de Brian Keene, el texto fundacional del bizarro. Una novela adictiva y una parábola de la sociedad consumista que habitamos. El rey de las palomitas es uno de esos antagonistas inolvidables. La historia no se cierra y tiene varias continuaciones, que leeré religiosamente. Recientemente se ha editado una antología de relatos en homenaje a este universo. Urge rescatarlo en español.

Boys in the Valley, de Philip Fracassi (Tor): un libro que se devora. Fracassi maneja estupendamente la multiplicidad de personajes (creando algunos de ellos memorables por el camino), la estructura clásica y los cliffhangers para mantenerte pegado al papel.

Hablemos de langostas, de David Foster Wallace (DeBolsillo. Traducción de Javier Calvo): da igual si Foster Wallace te habla durante cientos de páginas de letra apretada sobre la campaña de un candidato republicano por distintas ciudades de EE. UU. o sobre la decadente cadena de radio local o de las tendencias de la lingüística anglosajona contemporánea. Tú te lo comes todo con patatas en un permanente estado de maravilla y quieres seguir leyendo sin parar a Foster Wallace.

El árbol de las brujas, de Ray Bradbury (Minotauro. Traducción de Matilde Horne): Bradbury me condujo por los orígenes de Halloween y por lo mejor de la infancia y de mis lecturas de adolescencia, una vez más. ¿El mejor libro de Halloween? Yo digo que sí.

Haunted Nights, de Ellen Datlow y Lisa Morton (ed.) (Blumhouse Books/Anchor Books): no tenía muchas esperanzas con una antología de relatos sobre Halloween, pero este libro me ha sorprendido gratamente con algunas de las mejores historias de terror leídas este año. Muy recomendable. Mi reseña aquí.

101 Books to Read Before You're Murdered, de Sadie Hartmann (Page Street Publishing): un trabajo de amor por el género contemporáneo anglosajón en un formato fabuloso. Aunque está demasiado escorado hacia las obras más actuales (el 84% de los libros reseñados son posteriores a 2013), todo lo que se incluye en el libro es digno de atención.