Desde que me rompí las lumbares hace casi tres años no puedo estar sentado más de dos horas seguidas. Y eso en sillas blandas. Al cabo de ese tiempo mi espalda me pide levantarme y moverme durante un rato, así que camino durante unos cinco o diez minutos y la riñonada vuelve a ponerse contenta.
Hoy, cuando he salido a primera hora de la mañana a dar una vuelta por la manzana de mi casa, el sol estaba a media altura sobre un cielo aguamarina, limpio y claro. Las amapolas se multiplicaban entre las margaritas amarillas, a los pies del jazmín que ya despierta frente a la casa de al lado. Caminando junto a su fachada me ha envuelto una brisa fresca y aromática y cuando he abandonado su sombra he sentido la calidez del sol sobre mi piel con la temperatura justa: ni una vaharada de calor asfixiante, ni un chorro envolvente de humedad pastosa, sino una tibieza perfectamente equilibrada con el aire vigorizante de la mañana, como el plato exquisito de algún cocinero superdotado.
Junto al camino crecen los crepis y me he detenido a acariciar su flor con la yema del pulgar. Aquella brisa, aquella calidez, eran exactamente las mismas de los veranos de mi infancia en el pueblo, cuando acompañaba a mi abuelo Fabián en su paseo matutino por los pinares. Luego él se sentaba a almorzar en el patio, a la sombra de alguno de los árboles frutales, y pelaba diminutas peras de agua con una navaja con mango de madera. Por un minuto mi mente ha vuelto a aquellos días y he perdido la consciencia de esta ciudad miserable. Incluso cuando he llegado al supermercado y el reguetón me ha abofeteado desde los altavoces he tenido la impresión de estar entrando otra vez en la tienda de la Chari, con su cortina de cuentas de plástico, sus moscas, sus estanterías de metal y la radio de aluminio encendida con la canción del verano.
Luego me he topado con el primer madrileño del día y he vuelto a la cruda realidad, pero aquel momento íntimo de felicidad me pertenece y esta ciudad putrefacta nunca conseguirá arrebatármelo.