Lecturas del año (2ª parte): puestos de honor

Cosas interesantes que no han llegado a los primeros puestos.

En la entrada anterior de este blog comentaba mis mejores lecturas del año 2023. Por el camino se quedaron algunas que no merecen ser relegadas al olvido, porque todas las selecciones son injustas. De nuevo, hay de todo y aquí se refleja el puro gusto personal. Por orden de lectura.

The Cabin at the End of the World, de Paul Tremblay (Harper Collins): la adaptación al cine de Shyamalan despertó mi interés por la novela original. No he visto la peli, pero la obra de Tremblay tiene entidad literaria propia, por que el autor juega con el punto de vista cambiante para ofrecernos una reflexión de máxima actualidad sobre la información y el poder. Mi reseña, entre otras, en este enlace.

Kwaidan, de Lafcadio Hearn (Valdemar. Traducción de Marián Bango): los relatos de Hearn oscilan entre lo exótico e inquietante para derivar, hacia el final del volumen, en una prosa poética llena de ensoñación que recuerda a Lord Dunsany o a los relatos oníricos de Lovecraft. La introducción de Jesús Palacios sobre la vida y obra de Hearn es una gozada, porque la vida de este hombre da para una miniserie.

Bukowski-Schultheiss, de Matthias Schultheiss (La Cúpula. Traducción de Narcís Fradera y Rubén Lardín): un dibujo impresionante, en el que recrearse durante horas, para unas historias secas, duras y jodidas como las vidas de los perdedores que aquí se narran sin romanticismos de ningún tipo.

Las crónicas del sochantre, de Álvaro Cunqueiro (Destino): el viaje del sochantre de una localidad bretona por la Francia revolucionaria acompañado de una hueste de cadáveres. Leer este libro es como comerse un banquete organizado por Grimod de la Reynière.

The Tindalos Asset, de Caitlín R. Kiernan (Tor): tenía pendiente el cierre del Tinfoil Dossier desde hacía un par de años. La novela mantiene la estructura episódica de las dos entregas anteriores. Menos compleja que Black Helicopters, supone un cierre perfecto al arco narrativo iniciado en Agentes de Dreamland (Alianza Runas) y uno se queda con ganas de saber más sobre el universo lovecraftiano distópico que Kiernan ha creado para la serie. Una auténtica lástima que en la editorial española no hayan apostado por continuar la trilogía en nuestro idioma, porque es de lo mejorcito en horror cósmico contemporáneo.

Guía espiritual de Castilla, de José Jiménez Lozano (Ámbito): la historia de España que nadie me había contado. Me hizo sentir asombro y una cierta conexión con una esfera espiritual a la que ya no se presta ninguna atención desde los medios, salvo para hacer los chistes de rigor. Es de esos libros que a uno le da por pensar que deberían estudiarse en los colegios.

The Long Walk, de Stephen King (Hodder & Stoughton): novela de juventud de Stephen King y una de las primeras que yo leí del autor en mis años mozos, a la que volví este verano. Es impresionante cómo King, lejos de amilanarse por el escenario (gente andando todo el rato), lo utiliza para ir aumentando la tensión hasta el clímax final. Uno que escribe se retuerce de envidia viendo lo que el pequeño Estebanito era capaz de hacer.

The Drive-In, de Joe R. Lansdale (Underland Press): en palabras de Brian Keene, el texto fundacional del bizarro. Una novela adictiva y una parábola de la sociedad consumista que habitamos. El rey de las palomitas es uno de esos antagonistas inolvidables. La historia no se cierra y tiene varias continuaciones, que leeré religiosamente. Recientemente se ha editado una antología de relatos en homenaje a este universo. Urge rescatarlo en español.

Boys in the Valley, de Philip Fracassi (Tor): un libro que se devora. Fracassi maneja estupendamente la multiplicidad de personajes (creando algunos de ellos memorables por el camino), la estructura clásica y los cliffhangers para mantenerte pegado al papel.

Hablemos de langostas, de David Foster Wallace (DeBolsillo. Traducción de Javier Calvo): da igual si Foster Wallace te habla durante cientos de páginas de letra apretada sobre la campaña de un candidato republicano por distintas ciudades de EE. UU. o sobre la decadente cadena de radio local o de las tendencias de la lingüística anglosajona contemporánea. Tú te lo comes todo con patatas en un permanente estado de maravilla y quieres seguir leyendo sin parar a Foster Wallace.

El árbol de las brujas, de Ray Bradbury (Minotauro. Traducción de Matilde Horne): Bradbury me condujo por los orígenes de Halloween y por lo mejor de la infancia y de mis lecturas de adolescencia, una vez más. ¿El mejor libro de Halloween? Yo digo que sí.

Haunted Nights, de Ellen Datlow y Lisa Morton (ed.) (Blumhouse Books/Anchor Books): no tenía muchas esperanzas con una antología de relatos sobre Halloween, pero este libro me ha sorprendido gratamente con algunas de las mejores historias de terror leídas este año. Muy recomendable. Mi reseña aquí.

101 Books to Read Before You're Murdered, de Sadie Hartmann (Page Street Publishing): un trabajo de amor por el género contemporáneo anglosajón en un formato fabuloso. Aunque está demasiado escorado hacia las obras más actuales (el 84% de los libros reseñados son posteriores a 2013), todo lo que se incluye en el libro es digno de atención.

Lecturas del año (1ª parte): 10 primeros puestos

Solo algunas frases para cada uno de ellos. Por estricto orden de lectura. Hay cosas de género y otras que no. Puro gusto personal.

Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot (Alianza, traducción de José Emilio Pacheco): poesía comprometida, puro desafío. Inabarcable. Una auténtica gozada. Difícil de elegir entre las cuatro o cinco traducciones existentes en el mercado, me decanté por esta, que es lo suficientemente libre como para mantener la métrica cuando importa, pero no tanto como para adulterar el sentido ni las metáforas de Eliot. Además es bilingüe e incluye cientos de notas para explicártelo todo.

Carmilla, de Sheridan Le Fanu (Delphi Classics, Complete Works of Sheridan Le Fanu): ¿qué se puede decir de Carmilla que no se haya dicho ya? Sugerente, inquietante, poética, ebria… Fui buscando una novela corta de vampiros y volví sin saber muy bien qué había leído exactamente, salvo que no quería que se terminara nunca.

El horror sobrenatural en la literatura, de H. P. Lovecraft (Valdemar Gótica, traducción de Juan Antonio Molina Foix): volví a este libro después de haberlo leído hacía muchos años, en mi «primera etapa Lovecraft» y después de haber investigado un poco más sobre la historia de la literatura de terror. En esta ocasión me ha parecido una joya que desmiente algunos de los prejuicios que se le atribuyen, frente a otros ensayos sobre el mismo tema, además de arrojar luz sobre algunas de sus influencias e intereses menos conocidos. La edición se complementa con el «Commonplace Book» y varios ensayos relacionados, como el conocido «Notas sobre la escritura de ficción extraña». Una lástima que el traductor haya elegido trasladar al español el término «weird fiction» como «ficción fantástica», adulterando así la gran aportación que hizo Lovecraft al género identificando la corriente weird, lo que hace que esta versión, modélica en muchos otros aspectos, no termine de acreditar la verdadera importancia que tiene la obra original.

The Strange, de Nathan Ballingrud (Titan Books): ¿por qué no está traducido Nathan Ballingrud al español? Es incomprensible. Estoy por hacerlo yo mismo. Esta ha sido mi lectura favorita del año. Un western fantástico situado en Marte. Una novela de iniciación. Personajes inolvidables. Terror y emoción.

Bohemios del valle de Sesqua, de W. H. Pugmire (Biblioteca de Carfax, traducción de Érica Couto-Ferreira): este libro me hizo volver a mi temprana juventud, cuando leía en la casa de campo mientras los pinos murmuraban bajo la luz de la luna. Después salía a la ventana a fumar un cigarrillo mientras contemplaba las sombras del jardín. El valle de Sesqua se ha convertido en uno de esos lugares míticos donde quedarse a vivir. Pugmire encontró su propia manera para canalizar lo inquietante del paisaje del Pacífico Noroeste. Toda esa franja de la costa oeste de los EE. UU. está teñida de un halo propio de extrañeza que merecería un estudio aparte.

Los vagabundos del dharma, de Jack Kerouac (Anagrama, traducción de Javier Setó): sigo en la costa oeste y regreso a un autor que leí en mi adolescencia, junto a Gingsberg o Burroughs. Qué prosa más valiente. Este libro no lo leí: lo absorbí en grandes bocados, y hacerlo se convirtió en una necesidad vital. Envidié su forma de ver la vida y deseé que al menos una pequeña parte de él se hubiera quedado en mi alma. Pero yo no tengo de eso.

Sir Gawain y el caballero verde, de Pearl (Alianza, traducción de Francisco Torres Oliver): una traducción en prosa y una edición no bilingüe. No me importa porque a estas alturas uno no está para pelearse con el inglés antiguo. ¿Es Sir Gawain la primera novela de terror de la historia? Yo digo que sí: un pilar fundamental para el género, se mire como se mire.

My Heart Is a Chainsaw, de Stephen Graham Jones (Titan Books): reconozco que empecé este libro movido más por el hype y por los clubes de lectura de Librogusano e Iván Ledesma que por otra cosa, y también que sufrí leyéndolo en inglés. Pero aquí está, entre las mejores lecturas del año. Slashers, adolescentes en problemas, un pueblo que oculta inquietantes secretos, gentrificación, seres sobrenaturales, alces, y un final de infarto. Y el estilo de Graham Jones, que es único. Más info en mi reseña en este enlace.

Damnable Tales, con selección e ilustraciones de Richard Wells (Unbound): una selección que recoge relatos folk horror de forma cronológica. Fundamental para conocer las raíces literarias del subgénero. Aquí dentro hay mandanga de la buena, entre otras cosas el primer relato de Robert Aickman que he leído y que me ha enamorado. Creo que en 2024 va a salir un segundo volumen de relatos.

The Beautiful Thing That Awaits Us All and Other Stories, de Laird Barron (Night Shade Books): cuando leí la primera colección de Barron (The Imago Sequence), me sorprendió lo increíblemente bien escrito que estaba, siendo el primer libro del autor. Pues no hace más que mejorar. Este, el tercero, es algo impresionante. Probablemente el mejor en conjunto. El libro que lo consagra como creador de un universo propio en relación con el horror cósmico y con una voz propia. Inquietante, violento y de una riqueza que apabulla. Me ha dejado con ganas de más.

La importancia del horror

Hace unos días el colectivo de aficionados al terror reaccionábamos en twitter a un artículo de El periódico en el que un crítico literario (y escritor) intentaba justificar a su audiencia su idea de que «los grandes maestros de la fantasía y el terror no saben escribir sus libros» (sic).

Después de reflexionar durante unos minutos (y reescribirlo unas cuantas veces) me decidí a lanzar un tweet al respecto con la siguiente opinión (que para eso está twitter ¿no?): «Las obras de Lovecraft, Stevenson o Poe llevan décadas vigentes, siguen influyendo en miles de artistas y autores, pese a sus defectos. Y, con todas sus virtudes, de los libros de ese señor no se acordará nadie».

Y es que de verdad lo creo así. Lo digo, además, desde el mayor de los respetos hacia la obra del articulista, cuya calidad literaria ni se me pasa por la cabeza dudar: sé que estará mucho mejor escrita que cualquier cosa que yo podré escribir jamás. Y lo digo totalmente en serio.

Si es que existiera una manera objetiva de medir la calidad de la escritura, claro está.

Porque ese artículo a mí me despierta muchas preguntas: ¿cómo se mide la calidad de una obra literaria? ¿Existe una forma objetiva de hacerlo? ¿Debe limitarse a cuestiones diegéticas, como se sugiere? ¿Para qué serviría hacerlo? ¿Mejorarían las obras mencionadas si sus autores hubieran arreglado esos supuestos errores? En ese caso (y, sobre todo, tratándose de obras de género), ¿se ensalzarían sus virtudes literarias?

No creo que al autor del artículo se le escape que la popularidad o influencia de estas obras no radica en su fijación a determinados estándares narrativos, sean del tipo que sean. El terror (y la ficción especulativa en general, pero creo que el terror en particular), con su intención transgresora, ha estado desde sus inicios preocupado por la dimensión social del ser humano: por su inserción en la comunidad, cuestionando la vigencia de las normas sociales y especulando sobre las consecuencias que dicha dimensión tiene sobre nosotros, ya sea en comunidades grandes, pequeñas o aisladas. No hace falta escarbar demasiado: hay miles de ejemplos al alcance de la mano.

Y es que, precisamente, si para algo sirven los géneros literarios es para, a través de la complicidad del lector, apropiarnos de nuestros miedos, ansiedades, congojas, esperanzas, etc. y manejarlos a placer para provocar una reacción en el lector.

En el artículo se añade que la fantasía de Lovecraft «obsesionada con la carraca simbólica del horror, desprendida de los rigores de la imaginación» está «encerrada en horrores extravagantes que siempre darán menos miedo que el espectáculo de la depredación humana que nos sirven Balzac o Shakespeare».

Bueno. A mí las afirmaciones categóricas me suelen generar desconfianza. Entendemos que el artículo (que tiene parte de razón) hay que leerlo con una «pizca de azúcar» y que ese «siempre» debe aplicárselo a su propia experiencia. En la mía, los horrores de Lovecraft me han proporcionado unas pesadillas exquisitamente superiores a cualquier obra de Balzac o Shakespeare, aunque, desde luego, nadie en su sano juicio usaría esta vara para medir la calidad ni la influencia de ninguno de estos autores.

Seamos honrados: si Stoker hubiera escrito novela realista nadie se acordaría de él. Lo que tampoco quiere decir que haya que escribir terror para trascender: hay miles de autores de terror de los que no se acuerda ni pío. No hace falta escribir como Cervantes, ni pintar como Velázquez, ni componer como Bach, ni cantar como Sinatra, para sintonizar con una frecuencia determinada, la de un momento social o histórico concreto, y crear algo capaz de reflejar de alguna manera el sentir de un zeitgeist. Tampoco será por todos los que lo intentan. Ni creo que Stoker lo hiciera conscientemente. Simplemente le salió así, lo que suele ocurrir con todas las obras de arte. De otra forma se quedan en pretenciosas.

Las obras que cita el articulista puede que no se acomoden a determinados estándares, incluso puede que no sean perfectas de acuerdo con ellos o con otros bien distintos, pero son influyentes porque extrajeron (voluntaria o, sobre todo, involuntariamente) el sentir de una época, los miedos inherentes a un momento histórico, político y social determinado (como el fin del imperio británico en el caso de la novela de Stoker, por ejemplo) y los materializaron en unas ansiedades que fueron reconocidas por su audiencia. Dieron en el clavo.

Al fin y al cabo, la literatura no es más que una forma más de comunicación, y los fantasmas de Poe, Stevenson, Stoker, Lovecraft pueden estar bien orgullosos porque, ¿puede haber mayor expresión del éxito para una forma de comunicación que esta?

Adiós, 2022

No te voy a engañar, 2022, tengo sentimientos encontrados contigo. Has sido un año duro a muchos niveles: casi cuatro meses de alquiler en un piso frío, oscuro e inhóspito; luego una mudanza agotadora que me dejó un dolor en el pie derecho durante tres meses; el acondicionamiento de nuestra nueva casa (que todavía no ha terminado), incluyendo un montaje de muebles del que he salido deslomado (literalmente: un dolor lumbar que todavía me dura); una vuelta a la oficina que me ha alterado por completo las rutinas que ya tenía establecidas; y, como guinda del pastel, un fin de año con positivo de coronavirus justo el día que salíamos para celebrar la Navidad con nuestros seres queridos, planes que hemos tenido que cancelar a última hora.

Pero, a cambio, he podido volver a ver a mis amigos Rodrigo y Miguel (si quiera brevemente), a quienes hacía años que no veía. Y, por primera vez, este año no me ha sobrevenido después esa tristeza, esa melancolía por su ausencia que siempre antes sentía. Puede ser que por fin me esté acostumbrando a esta nueva piel de padre de familia, o simplemente que el tiempo lo cura todo, como suele decirse.

Y también ha sido el año en el que el negocio de traducción especializada que arranqué hace ya tiempo ha empezado a coger inercia, con mucho esfuerzo, incertidumbre, dedicación e interés. La traducción me hace muy feliz. No solo porque sea un trabajo con el que realmente disfruto, sino porque además percibo que se valora y cada día aprendo cosas nuevas, cosas que me interesan.

Y, por supuesto, la nueva casa, o, mejor, nuestro nuevo hogar. Porque estamos adaptándolo a nosotros, a nuestro gusto, y estoy intentando convertirlo precisamente en eso: en nuestro hogar. Un lugar en el que estar a gusto, en el que poder desarrollarnos, en el que poder cultivarnos.

Toda esta actividad: mudanza, trabajo presencial, traducciones, paternidad, etc., han tenido un efecto inevitable en la escritura. Si mi producción antes ya era raquítica, este año se ha reducido al mínimo. La primera víctima ha sido el blog, por supuesto (no dejo de darle vueltas. Me gustaría hacer algo con él. Ya veremos). Pero, a cambio, han salido cuatro relatos de los que estoy muy satisfecho:

-          Allí abajo, en el n.º 20 de la revista Tártarus, que salió en enero de 2022.

-          El hijo pródigo, un relato lovecraftiano sobre Shub Niggurath de que estoy muy satisfecho, aunque no fuera seleccionado en la convocatoria. Necesitará un buen repaso, y no precisamente para recortarlo: hay partes que necesitan más desarrollo y otras que necesitan más clarificación. Hay parte de mí allí dentro.

-          La piedra gris, un relato de terror prehistórico, muy breve, que tampoco fue seleccionado, del que también estoy muy contento. Ese no creo que necesite nada más. Si acaso, me apetecería volver a ese mundo o a esos personajes.

-          La cornisa, un relato de body horror homoerótico que se me ocurrió paseando por Lekeitio durante las vacaciones de verano. El protagonista es un homosexual reprimido y un auténtico capullo, así que no creo que le guste a nadie.

Sigo luchando por terminar El viaje interior (título definitivo ¡por fin!), un largo relato weird sobre el confinamiento. Una cosa muy extraña y también muy personal. Me está costando mucho entrar en el esquema mental que necesito para abordar la última parte. Y estoy deseando terminarlo, porque cuando lo haga empezaré con un proyecto más largo que llevo ya tiempo acariciando, una novela corta de terror rural. Curiosamente fue hace cinco años, exactamente, que se ocurrió esa historia.

Además, en los últimos días de este año he retomado la escritura de un diario. La verdad es que hacía tiempo que le daba vueltas a la idea. Creo que me puede ayudar a superar el último periodo de sequía escritoril que estoy padeciendo, para encontrar la motivación necesaria. Por ahora, estoy contento con los resultados. Va sin frecuencia fija, pero sí constante.

El año también ha dejado unas cuantas lecturas muy interesantes, y algunas películas también. No se trata de glosar aquí lo mejor, ni las obras maestras, ni hacer listas, sino enseñar a quien le interese lo que me ha llamado la atención entre todo ello. Aquí están, con una o dos frases para cada una:

Lecturas:

Helpmeet (Naben Ruthnum. Undertow Publications): un body horror de época, espléndidamente escrito y tremendamente inquietante.

Al faro (Virginia Woolf): Una gozada de principio a fin, inolvidable, sugerente y magistral.

Grotespunk (John Tones, Applehead Teams): Tres relatos que van creciendo hasta desembocar en un desolador new weird levantino en primera persona que no quería que se acabara nunca.

Ghost Story (Peter Straub): Una obra escrita de manera muy consciente desde un momento y un lugar precisos y, sin embargo, muy actual, con varios niveles de lectura, atmosférica, detallista, desbordante y excesiva. Un clasicazo.

On Writing (Stephen King): creo que la descripción de su accidente, en la segunda parte del libro, es lo mejor que King ha escrito nunca.

Ghoul (Brian Keene): ¡menudo descubrimiento la figura y la obra de Keene! Inspirador y motivador.

The Pickwick Papers (Charles Dickens): un viaje a un tiempo, a un lugar y a unos personajes únicos, y con un estilo acojonante.

Occultation (Lair Barron): otra fantástica antología de relatos poblados de personajes atormentados, entidades atávicas y la naturaleza imponente del Pacífico Noroeste en los EE. UU.

Something Wicked This Way Comes (Ray Bradbury): qué decir de la obra maestra de Bradbury que no se haya dicho ya.

The Elementals (Michael McDowell): una novela de terror sureño y mansiones ominosas que deja varias imágenes memorables.

Hell House (Richard Matheson): El Everest de las novelas de casas encantadas.

The October Country (Ray Bradbury): quizá sea mi colección de relatos terroríficos favorita.

Relatos de Conan de Robert E. Howard: voy picoteando entre novela y novela los relatos de Conan de Howard, por orden cronológico. Generalmente los disfruto un montón, salvo cuando se pone a describir batallas, que cómo le gusta alargarse al muchacho. Este año me ha entrado un antojo de hincarle el diente a la fantasía oscura y pensé que esta era una buena forma de dar mis primeros pasos en el subgénero.

Películas

Halloween 4 (El regreso de Michael Myers): como buen purista que soy nunca me habían interesado las secuelas de Halloween más allá de la tercera, pero aquí me ha sorprendido una película notable que hace gala de una gran fotografía y una aproximación estética cercana a La matanza de Texas para renovar la franquicia con muchos aciertos y un final estupendo.

La abuela (Paco Plaza, 2021): creo sinceramente que es una de las grandes películas de terror de la cinematografía española.

Ad Astra (James Gray, 2019): una enormidad de cine de ciencia ficción en todos los aspectos.

Muertos y enterrados (Dan O Bannon, 1981): ¿cómo es que no me había enterado yo antes de esta peli? ¡Es una gozada!

The Howling (Joe Dante, 1981): lo sé, la tenía pendiente y soy lamentable por ello. Ese arranque, con ese montaje, me ha parecido maravilloso.

The Funhouse (Tobe Hooper, 1981): puta obra maestra. ¿La mejor peli sobre ferias después de Freaks?

La matanza de Texas 2 (Tobe Hooper, 1986): más grande, más loca, más bestia, más de todo.

The Gate (Tibor Takács, 1987): una joya sobre la infancia llena de ensoñación y sentido de la maravilla.

The Descent (Neil Marshall, 2005): hay alguna escena que me produjo tanta claustrofobia que llegué a plantearme pararla.

Point Break (Kathryn Bigelow, 1991): qué pedazo de directora y qué pedazo de secuencias de acción que te dan ganas de verlas en bucle todo el rato sin parar durante el resto de tu vida.

De origen desconocido (George P. Cosmatos, 1983), o la peli de la rata: qué montaje y qué bien contada una historia tan aparentemente sencilla, pero rebosante de subtexto.

Night of the Comet (Thom Eberhardt, 1984): peli ochentera apocalíptica llena de estilazo y centros comerciales desiertos, que eso mola siempre mogollón.

No One Gets Out Alive (Santiago Menghini, 2021): ¡por fin me dan miedo unos fantasmas! Y el puto bicho imposible ese del final se merece todos mis aplausos y mil reverencias. Y el edificio es muy agobiante.

Ginger Snaps (John Fawcet, 2000): interesantísima peli de maldición lobuna que marcó un hito por los temas tratados y por su punto de vista.

Titane (Julia Ducournau, 2021): qué cosa más perturbadora, por Dios.

Mandy (Panos Cosmatos, 2018): qué huevos tienes, Panos. ¡Qué huevos!

Dark Night of the Scarecrow (Frank Fe Felitta, 1981): el plano final más inquietante del cine de terror. Aunque el resto de la peli no se queda corto. Una gozada en todos los sentidos.

Wolfen (Michael Wadleigh, 1981): Profética. Hipnótica. Magnética. ¿Qué diablos pasó en 1981?

Por un puñado de dólares (Sergio Leone, 1964): la primera peli de la Trilogía del dólar (que vi en mi más tierna infancia y me impresionó profundamente) no defrauda: frases lapidarias espetadas con el ceño fruncido y malos sudorosos y viperinos.

Otras cosas:

The Dark Word, el podcast de Philip Fracassi con entrevistas a autores y autoras del género en lengua inglesa, me ha encantado. Una pena que no haya renovado más temporadas. Hasta ahora, mi episodio favorito (aún no los he escuchado todos) es el de Alma Katsu sobre la documentación.

Me he marcado la firme resolución de retomar la lectura de comics, que he ido dejando por la sencilla razón de que se me olvida hacerlo (la edad, supongo). He empezado por terminar la serie de Alabaster de Caitlín R. Kiernan, que tenía a medias y me ha en-can-ta-do. Quiero más cosas de Dancy Flammarion así que tendré que zamburllirme en sus novelas y relatos. Por favor, señores dueños de las plataformas, hagan una serie de esto: es una puta pasada.

Siguiendo con las series y con la América profunda, Hap & Leonard (en filmin) es una chulada superrecomendable procedente de las novelas de Joe R. Lansdale.

Archive 81: nadie se acuerda ya de esta serie de terror lovecraftiano de Netflix, adaptación de un gran podcast de ficción. Una lástima, porque, aunque los dos últimos capítulos parecen pertenecer a otra serie distinta, los seis primeros son una absoluta maravilla de terror extraño, soterrado y lleno de sutilidad que incluyen una de las mejores sesiones de espiritismo jamás filmada y que, pese a la decepcionante aparición del monstruo, funcionan todos como un tiro hasta el apoteósico final del sexto episodio en el que se rompe la cuarta pared.

Curb Your Enthusiasm: imposible no partirse de risa con el genio de Larry David. Mis carcajadas se oían desde la calle. Me ha hecho más llevaderos algunos días jodidos, así que tenía que estar aquí. La mejor serie de comedia que yo haya visto.

Primal: es increíble lo bien que funciona una serie de animación sin diálogos sobre un cromañón y un T-Rex haciendo el bestia. Queremos más.

El Gabinete de curiosidades de Guillermo del Toro es un regalo de puro amor al género y deberíamos estar todos agradecidos de que hoy en día se produzcan cosas así. El último episodio, The murmuring, de Jennifer Kent (directora de Babadook), es una obra de arte.

Logia 49: la segunda temporada de esta serie de Jim Gavin sigue el nivelón de escritura de la primera y yo solo quiero quedarme allí a vivir y contagiarme una poca de la ingenuidad de Sean “Dud” Dudley. Que no la renovaran es uno de los grandes fracasos de esta cultura de mierda que estamos construyendo. Déjate de soplapolleces de dragones y baby yodas: una de las mejores series que podrás ver, con gente real con problemas reales y una mirada certera y llena de vitriolo sobre la vergonzosa crisis de 2008 y el cambio de paradigma que esta supuso para la economía y la sociedad (y que, lamentablemente, no parece tener vuelta atrás). Por cierto, la selección musical es acojonante y hay una playlist en Spotify con todos los temas que me tiene enamorado.

Pero puede que en apartado audiovisual la obra que me ha parecido más interesante haya sido el ciclo de vídeos sobre The Backrooms de Kane Pixels que descubrí gracias a un tweet del autor Francisco Jota Pérez. La factura es impecable, son puro terror liminal y un pedazo de idea que llega a abrazar lo inquietante como pocas veces yo he visto.

Terminamos el año con algo que venía queriendo hacer desde hace tiempo: ver la serie clásica de Ghost Stories for Christmas de la BBC combinando cada episodio con la lectura del relato en el que se basan. Está siendo una experiencia muy disfrutona, no solo por el descubrimiento de la prosa de Montague Rhodes James, de quien no creo haber leído nada antes, o los episodios de la serie, que son fantásticos (y cada uno mejor que el anterior, salvo por el primero que es un Puta Obra Maestra), sino sobre todo por la expectación previa que cada lectura me genera: primero me leo el relato, normalmente la noche del día de antes, y al día siguiente veo el episodio correspondiente; pues bien, me he dado cuenta de que una de las cosas que más disfruto es la expectación acerca de cómo será adaptado el relato a la pantalla. Me hace imaginar y repensar el relato, y después me hace fijarme en las decisiones tomadas en la adaptación, los cambios introducidos, las actuaciones, los personajes, cómo se construye la narrativa… Aunque los primeros episodios son bastante literales, a medida que avanza la serie los guiones se van haciendo más complejos, añadiendo capas (motivaciones, personajes secundarios, etc.) en un trabajo de adaptación de una calidad enorme y que me parece digno de estudio y muy inspirador.

Pues eso es todo. Así ha transcurrido este año veleidoso. Al fin y al cabo, podría haber sido peor, ¿verdad? Vamos a por otro. ¡Feliz año nuevo, gente!

Os dejo con una foto de la nueva y flamante librería que hemos montado en el salón de nuestro nuevo hogar.

Lemanómetro de julio: presente

Vive sin futuro, como las bestias salvajes. Solo habita el momento presente, en una fuga continua, un mundo de sensualidad inmediata, tan carente de esperanza como de desesperación. Angela Carter, La cámara sangrienta.


Dicen que el presente no existe, que es solo un instante entre el pasado y el futuro, una cosa fugaz e imposible de atrapar, una corriente continua en la que nos vemos inmersos. Un puñado de arena que se escapa entre los dedos.

Dicen que, en realidad, el tiempo no existe, que es solo un ángulo de algo más grande, o algo distinto, tan distinto que es imposible de entender, y que el tiempo es una ilusión necesaria, en cierta manera, para otorgar algún sentido a nuestra existencia.

Dicen que esta ilusión es exigua en las mareas cósmicas del espaciotiempo, que somos una minúscula y despreciable mota de polvo en la inmensidad del vacío interestelar, y que la gravedad hambrienta terminará inexorablemente con nosotros, más tarde o más temprano.

Y, sin embargo, seguimos construyendo historias alrededor nuestro. Necesitamos construirlas para entender el mundo, para identificar causas y consecuencias a nuestro alrededor en un ejercicio de lógica al que nuestra inteligencia nos tiene condenados. Construimos narraciones de cualquier cosa, de nuestro día en el trabajo, de la quedada con nuestros amigos, de un partido de fútbol, de la última confrontación política o de nuestra vida íntima. Todos las necesitamos. Algunos exigen coherencia, o un final feliz. A otros esto nos da igual. La realidad puede ser fragmentaria y sin objeto, o puede tener un demiurgo que mueve los hilos sin que nos demos cuenta porque el tiempo pone cada cosa en su lugar. O quizá no. Lo importante es que a todos nos une esa misma necesidad de contar con una narración para entenderlo. Para entendernos.

Varias son las narraciones fragmentadas que han pasado por la Torre recientemente. Una de ellas es lo suficientemente breve y sugerente como para darle una oportunidad entre la ingente cantidad de información y entretenimiento que nos azota. Se trata de Crampton, el guion que Thomas Ligotti escribió en 1998 para un episodio de Expediente X, a iniciativa propia, porque nadie se lo había pedido. Contiene todos los elementos que se pueden esperar de él, aunque en un tono más ligero, y resulta divertido imaginarse el aparato visual mientras se recorren sus 41 páginas. De su lectura se desprende una afinidad con la serie y sus personajes por parte de Ligotti. Es una pena que no se rodara, porque creo que encaja bastante bien, aunque no soy buen juez porque nunca me interesó mucho una serie que siempre me pareció un pastiche un poco cutre de películas anteriores. El guion se cierra con uno de esos finales en círculo que a mí tanto me gustan.

American Psycho es otra gran narración fragmentada, aunque la palabra “narración” no hace justicia al rompecabezas esquizofrénico y paranoide, atiborrado de estímulos, que en realidad es, estableciéndose como una crítica feroz y desvergonzada a una época que nos condujo al momento actual, y de la que podemos entrever sus consecuencias en casi cualquiera de las noticias que pueblan nuestros informativos. La adaptación cinematográfica del año 2000 que, en principio, no me interesaba nada, se ha revelado como una obra inspiradísima, al acertar plenamente en el distanciamiento con el narrador y, por tanto, aumentar la acidez de la crítica y la comedia para, en el último tercio, cristalizar la magnífica puesta en escena en una conclusión no exenta de trascendencia. Adelantada a su tiempo.

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Volviendo a Ligotti, The Empty Man es la película de terror de la que todo el mundo hablaba hace apenas unas semanas. De nuevo, un final decepcionante para una película de terror única, que consigue la improbable hazaña de conjugar armónicamente el nihilismo del autor con la investigación al más puro estilo rolero y los sobresaltos del cine más palomitero. Pero donde encuentra la maestría, en mi modesta opinión, es en la encarnación del terror a plena luz del día, bien sea en las montañas tibetanas (terror blanco) o sobre la superficie de un puente. A pesar del final, magnífica.

También influencia del rol tiene 30 monedas, la serie para HBO de Álex de la Iglesia, que en la Torre hemos disfrutado como putos enanos. Creo que es una obra insólita en nuestro mercado y una señal de que puede que algo esté cambiando en la apreciación del género. Aunque tiene algunos altibajos, el primer episodio y los dos últimos (esa niebla blanca) son magistrales y, aunque el final deja un poco frío, tiene todo el sentido del mundo y cierra la historia de manera limpia y eficaz con una Macarena Gómez apabullante. Es nuestra ídola en la Torre y queremos más Macarena, todo el rato y sin parar.

Otra obra nacional de género que ha pasado por la Torre, si bien en otro medio, ha sido Carne y hueso, la novela ganadora del premio El Proceso, de Santiago Eximeno. La obra supone la sublimación de una metáfora grotesca sobre un mundo inquietantemente similar al nuestro, en un estilo lleno de ritmo y musicalidad, incluso lírico. Ha sido agradable encontrarse en un registro largo a este maestro del relato breve. Una lectura inolvidable.

Descubrí casi por casualidad una serie canadiense llamada Slasher en Netflix, de hace unos años, que va (¡sorpresa!) de un asesino en serie. Aunque va decayendo un poco, la primera temporada remonta con un quinto episodio espectacular y se va tornando cada vez más oscura, derivando hacia territorios cada vez más inquietantes. Nos ha recordado mucho a Twin Peaks en su retrato del pueblo norteamericano medio y su entorno, y no le habría venido mal un tiempo más reposado, que permitiera imbuirnos en esos exteriores tan bellos e inquietantes. Los personajes están bien definidos, y sus relaciones marcan el desarrollo de la trama. Supone, al fin y al cabo, un acertado encuentro entre el folletín y el slasher que sabe jugar bien sus cartas, aunque al final le falte algo de coherencia. En la Torre ha gustado mucho y seguiremos con la segunda temporada.

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Otra serie breve y autoconclusiva es Children of the Stones, del año 1976, que se puede ver completa en youtube añadiendo unos convenientes subtítulos en inglés para abrirse camino entre el farragoso acento de la Gran Bretaña rural. Es una joya de la televisión juvenil totalmente inapropiada para niños, una pesadilla folk-horror con ecos a Nigel Kneale que, pese a sus pocos medios, brilla con una realización de calidad (ese estupendo montaje paralelo en los clímax, por ejemplo). Está llena de ideas y le transporta a uno a un tiempo y un espacio de ensoñación.

En cambio, The Wire es una serie pegada a un presente duro y seco como el cemento de las calles de Baltimore de mitad de la década pasada, cuando en el mundo globalizado post 11-S estalló la Gran Recesión. Un mundo antipático, sucio y decadente. En la Torre nos hemos dado un atracón con las cinco temporadas completas. Mi favorita es la segunda, quizás por su relación con el cine negro más clásico, con ese oscuro antagonista (el “griego”) sobrevolando la trama. La tercera sigue funcionando bien, pese a la injerencia de la política en el argumento. Aunque la realización es casi perfecta, con un uso inteligente y compasivo de la elipsis, la abundancia en el infortunio, la degradación, la ambición desmedida, la cerrazón de los colectivos desfavorecidos como si de una maldición gótica se tratara y, lo que es preocupante en cuanto a la técnica narrativa, la falta de un personaje en el que anclar la empatía, conducen a la cuarta temporada hacia una oscuridad llena de podredumbre que se regodea en sí misma y su compromiso social, como una película cualquiera de Ken Loach, desembocando en la saturación, el hastío e incredulidad. Entendemos lo que se ha pretendido hacer (ese amplio y ambicioso mosaico de una sociedad y un tiempo determinado, que pareciera anclado en lo peor de los años 80 del pasado siglo), y que se ha conseguido en gran parte, pero a este espectador le ha llevado a la saturación total.

Cuesta un poco empezar con la lectura de La odisea (la obra clásica de Homero) en la edición de Alianza, porque la traducción es intencionadamente literal para mantenerla en su contexto, y no es fácil avanzar entre las repeticiones y la artificialidad de la sintaxis, aunque con un poco de esfuerzo se le va cogiendo el ritmo y, si se lee un canto al día (así es como llama a sus capítulos Homero, pues originalmente se trataba de un poema épico), se termina fácilmente en menos de un mes. Es interesante, desde el principio, la estructura de la obra, a base de esos capítulos de mediano tamaño que todavía seguimos utilizando, pero, sobre todo, el uso de Homero de dispositivos narrativos tan actuales como el cliffhanger (que incluso en alguna ocasión se permite desdeñar, cual Steven Moffat helénico) y la anticipación, que se vuelve casi insoportable en lo que concierne a la matanza de los pretendientes, pues el autor la demora hasta el extremo y más allá. Y le sale bien.

Esta vez, tsundoku para terminar:

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The Troop ya ha caído y narra la odisea de cinco chavales de 14 años que se ven sorprendidos por la irrupción, bastante desagradable, de un extraño en la isla en la que están pasando un fin de semana de acampada. Nick Cutter escribe muy bien, y extrae mineral precioso de sus personajes. Es una obra muy explícita, que fascina y repugna a partes iguales. No apta para estómagos sensibles; yo la he devorado.

Por lo demás, ensayística lovecraftiana, casas infestadas, diccionarios, rebajas en Taschen y caprichos varios. Seguimos acumulando.

Hasta la próxima. ¡Ah! Y no os olvidéis: La Torre os vigila.

Lemanómetro de mayo: pasado

En unos días cumpliré 45 años. La esperanza de vida en España (la mayor de Europa, según Google) es de 83,3 años. Eso quiere decir que hace tiempo que crucé mi ecuador, y yo sin darme cuenta. Estoy en tiempo de descuento. Podría decir que a partir de ahora todo es decadencia, pero estaría mintiendo, porque estoy inmerso en la que es una de las etapas más enriquecedoras de mi existencia.

Nací en 1976, en Valladolid. Es, como se dice en la capital, una ciudad de provincias. Lo cierto es que el calificativo tiene su sentido, porque al tiempo de salir de allí uno se da cuenta de que el tamaño de la comunidad prefigura gran parte de las aspiraciones y prejuicios de los miembros que la componen, entre ellas una percepción de clase determinada o un interés (en general no muy genuino: ustedes ya me entienden) por la vida del prójimo. Tampoco es que la capital sea un dicho de virtudes, pero ese es otro tema. Nunca me he sentido muy arraigado a ningún sitio en particular, y la acumulación me produce hartazgo.

Nuestra generación somos hijos de una abundancia que no siempre era fácil de alcanzar. En una ciudad de provincias, nuestros progenitores (hijos de la guerra) nos educaban en el ahorro y la contención cristiana que habían mamado en la posguerra. Es curioso como acontecimientos de hace 80 años se trasladan de generación en generación y siguen condicionando nuestra convivencia. Me refiero a la nauseabunda politización de la pandemia a la que se ha adherido dócilmente gran parte de la población, zombificada por unos medios de comunicación cuidadosamente diseñados por psicópatas para trastornar su entendimiento. La política lo pudre todo: es como una bacteria fecal.

Viene todo esto a cuento porque parece que en las últimas semanas han circulado por la Torre distintas obras en las que el pasado no parecía ser un factor estructural, sino más bien un líquido espeso que las empapara por completo. Obras que rezuman acontecimientos vividos o evocados en esta vida o en otras y cuya consunción supone la desaparición. O, quizás, puede que sencillamente me esté haciendo viejo y vea el pasado por todas partes.

No sé si puedo decir algo de Cumbres borrascosas que no se haya dicho ya. Yo me encontrado una obra que, pese a sus posibles defectos estructurales, abruma la sensibilidad del lector con una evocación continua de un pasado jamás explicitado, pero que pesa como una losa de implacable decadencia sobre las vidas de todos sus protagonistas. La venganza de Heathcliff se disfruta a través de sus parlamentos, de una crueldad suprema, hasta desembocar en un final de aromas inquietantes.

En Los profesionales, la película de Richard Brooks del 66 que se puede ver en Netflix, no es que el pasado emerja una y otra vez, es que los personajes son representaciones mismas de ese pasado, como cuadros o estatuas parlantes que recorren los paisajes desérticos de la frontera soltando unos diálogos asombrosos. Burt Lancaster se merienda la pantalla con unos increíbles 53 años, y Lee Marvin hace lo que puede ante semejante muestra de carisma. Jack Palance, como siempre, no necesita decir mucho para ser el puto amo de los malos. Un puto amo con el que, al final, empatizas. Ahí queda eso.

La isla de las almas perdidas (Erle C. Kenton, 1932) es, como su propio nombre indica, una isla desgajada en medio de un océano que uno no está seguro de si pertenece a un tiempo en concreto. Es un lugar de ensoñación desde su primera secuencia, que transmite más emoción y sentido de la maravilla que cualquier superproducción contemporánea. Te metes en ese barco y viajas hasta un sueño oscuro inmerso en la selva con un Charles Laughton como magnético maestro de una pesadilla informe que dirige desde una mansión que es otro personaje en sí mismo. Una isla para volver a ella una y otra vez.

La noche del demonio (Jacques Tourneur, 1957), en cambio, sí pertenece a un pasado concreto, pero es un lugar de transición, recorrido por personajes trajeados que transitan espacios liminales o fluidos como un avión, una estación, un hotel y otras heterotopías de la desviación, hasta que aparece la mansión de ese trasunto de Crowley, inmensa, a plena luz del día, rebosante de alegría infantil, y allí se desarrolla una escena inquietante llena de significantes, casi simbólica. Karswell es un personaje enigmático y atractivo (asertivo, que dirían ahora) y en la Torre queremos más seres como él en este mundo lijoso. No contento con esto, monsieur Tourneur te planta después una secuencia en el hotel que solo necesita de unos pasillos a media luz para generarte una angustia y desorientación que tardas días en olvidar.

Carnival of Souls (Herk Harvey) es fruto de otro pasado (1962), pero de un pasado en el que cuesta creer, de tan moderna que es. Uno encuentra pocas referencias a un momento concreto de la Historia, y el viaje que emprende Mary a principio de la película, hacia su nuevo trabajo, es más bien una transición hacia otro mundo, otro planeta, o quizá otro sueño. La música de órgano enfatiza la alucinación, y ella amasa las teclas con sus manos, como si la música fuera una masa dúctil para moldearla o sentirla entre sus dedos. La actuación de Candace Hilligoss es teatral, enajenada, ensimismada, onírica. La arquitectura es, de nuevo fundamental. El parque de atracciones es un laberinto, o una mansión gótica, y la residencia es algo parecido a una cárcel. Se hace un uso audaz de los silencios en las muy agobiantes escenas mudas. Es una película en la puedes perderte, que puede acabar hechizándote exactamente igual que a su protagonista.

Otra protagonista hechizada es Eleanor, en La maldición de Hill House (el libro de Shirley Jackson de 1959), traducción que no hace honor al argumento porque no hay maldiciones, pero sí un hechizo que no importa de dónde procede, pero que afecta a todos los protagonistas y en el que Eleanor se vuelca con toda la pasión de la que es capaz para acabar fusionándose con la casa en un híbrido aterrador. Jackson escribe como los ángeles y su principal referencia, me parece, es Otra vuelta de tuerca, tanto en el personaje femenino como en la multiplicidad de niveles de la historia. Llegué a coger una manía visceral contra Eleanor, hasta el punto de pensar que nunca he conocido a un personaje tan repugnantemente odioso como ella; es puro veneno con el que Jackson te hace empatizar a niveles aterradores. Sí, amigos, esto es terror auténtico, el que te llena de preguntas y te da pocas respuestas. Todo aquí es intencional porque todo está empapado por el hechizo de Hill House. En eso fue precisamente una obra pionera, en dar el protagonismo a la casa; y de ella han bebido todos los relatos de casas encantadas que han venido después. Podría decirse, incluso, que es la primera obra que, en puridad, trata de una casa encantada, porque todo lo anterior eran fantasmas. Aquí es la casa misma. Tal es la importancia de esta novela. Tanta, que hasta le pusieron el nombre a una cosa larguísima en Netflix que no tiene nada que ver con ella. En fin.

La lectura se puede complementar con la adaptación de Robert Wise del 63, ignorando el resto, sobre todo por vergüenza. Lo único que se le podría achacar a la peli es un frenesí desmedido en el arranque, aunque nosotros no lo vamos a hacer, dada su tremenda modernidad. La película es memorable por el duelo interpretativo de las dos mujeres protagonistas (Claire Bloom como Theo y Julie Harris como Eleanor), por la descomunal fotografía y puesta en escena en las que muestra a la casa como un escenario laberíntico e incomprensible que aplasta a los protagonistas en casi todos los planos, y por la soberbia realización de Wise que saca cientos de bitcoins de una escalera de caracol. Casi se les puede oír tintinear en su descenso por los peldaños. Sabio Wise.

También hay pasados que apenas se citan, que se intuyen, pero que condicionan todo el comportamiento de los personajes y que, por tanto, se puede decir que suponen la verdadera génesis. De Bradley, el protagonista de Brawl in Cell Block 99 (Craig Zaher, 2017), se nos dice que hizo algo de boxeo y que, en un momento dado, dejó de pelear. Enseguida vemos que es una mala bestia, capaz de destrozar un coche con sus propias manos, bajo esa cruz tatuada que se extiende por su cráneo. Conocemos a su jefe anterior, cuyos negocios están del otro lado de la ley. Un tipo en el que confía porque Bradley es un tío leal. Muy leal. La película es apabullante en su ritmo lento y sostenido hasta desembocar en una ola de violencia final que no redime nada. El posicionamiento de los personajes en el plano otorga significado a la trama y los caracteriza. Aquí toda la información es relevante y no sobra casi nada. Es una obra seca, contundente, con un actor en estado de gracia y cine con mayúsculas.

 El pasado también es un sitio al que volver, aunque nunca hayas estado allí. Un sábado por la mañana escuché en la radio este temazo de Frank Sinatra y su voz se quedó dando vueltas por mi cabeza, hasta que tuve que escuchar el disco entero y luego repasar toda su obra. Supongo que todo esto quiere decir que estoy madurando (o más bien envejeciendo). Pero me da igual. A mí me gustan mucho más los temas rápidos: el swing, que se decía entonces. La verdad es que no percibo una evolución muy pronunciada en un cantante que ya era un prodigio en su primer disco, pero prefiero el Sinatra un poco maduro, a partir de la década de los 60, que tiene ya una voz teñida por los años o el tabaco y empieza a hacer cosas asombrosas con un fraseo que, según me dicen, influiría en el de Miles Davis. En cualquier caso, a mí todos sus discos me alegran el día. Os dejo con este otro temazo de las Swing Sessions del 61 que es capaz de levantar a un muerto de su tumba. Ah, y con el tsundoku, claro. Eso tampoco puede faltar:

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El corazón condenado, de Clive Barker, lo recomendó John Tones en su curso de escritura y debo reconocer que es bastante mejor que Cabal. Su ambientación malsana está recorrida por la prosa sensual de Barker, que retuerce el tópico de la casa encantada en esta novela corta llena de sugerencias que con tan buenos resultados llevaría él mismo a la pantalla.

El resto lo componen una nueva oferta del Story Bundle (sobre horror cósmico, esta vez), el libro sobre escritura de Brian Keene, el último artefacto publicado por Eximeno (del que ya hablaremos), la primera colección de relatos de W. H. Pugmire publicada en español (y, ya que estaba, otra curiosidad de la misma editorial), un libro infantil que me fascinó de 1001 libros infantiles que leer antes de morir, el Krabat que tras ser glosado en Todo tranquilo en Dunwich me atrajo como una mosca a la miel, cosillas varias para la documentación de algunos proyectos y también algo de rol.

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El confinamiento ha hecho que vuelva a interesarme por el rol. La necesidad de aumentar nuestras existencias de juegos de mesa hizo que uno de los regalos de reyes fuera un juego de rol español pensado para niños, el Buscaduendes, que en la Torre está dando muy buen resultado. Una cosa llevó a la otra, y ahora estoy leyendo La llamada en su edición primigenia. En fin, que seguimos acumulando.

Si he dedicado esta entrada al pasado no solo ha sido porque haya palpitado en las distintas obras o noticias que han circulado por la Torre últimamente, sino también porque, en la forma de un proyecto profesional que ha estado gestándose durante más de dos años, por fin ha comenzado a cristalizar en mi presente. Ha sido un periplo con dudas y altibajos, pero también una de las etapas de mi vida en las que más cosas he aprendido. Ahora, cuando finalmente arranca el negocio, lo hacemos con precaución y las ideas claras. Y parece que no va mal, la cosa.

En fin, creo que me he extendido demasiado. Continuará. Mientras tanto, recordad: la Torre os vigila.